Kubizek: La ciudad imperial - Adolf reconstruye Viena

 



Más que por el hambre sufría por la falta de limpieza, ya que se mostraba sensible respecto a los asuntos del cuerpo de una manera casi patológica. Quería mantener su ropa de cama y demás vestuario limpio a toda costa. 


Todo aquello en lo que llegó a convertirse nació en esta Viena imperial agonizante. Aunque más adelante escribió: “El nombre de esta ciudad de comedores de loto representa para mí cinco años de miseria y angustia”, esta declaración solamente muestra el lado negativo de su experiencia en Viena. El lado positivo fue que su sublevación constante contra el orden social existente produjo su filosofía política, a la que añadió muy poco en años posteriores. 


Aborrecía por encima de todo la sumisión ciega y la indiferencia estúpida de los vieneses, su eterno conformismo, su imprevisión irresponsable. 




Solo fuimos en una ocasión al parque de atracciones del Prater, y sólo por curiosidad. Adolf no conseguía entender por qué las personas malgastaban su preciado tiempo con semejantes tonterías. Cuando oía a la gente reírse a carcajadas en algún puesto de feria meneaba la cabeza, lleno de indignación ante tanta estupidez, y me preguntaba furioso si lo entendía. En su opinión debían de estar riéndose de sí mismos, lo cual entendía muy bien


Además, le disgustaba la mezcla de vieneses, checos, magiares, eslovacos, rumanos, croatas, italianos y Dios sabe quién más que invadían el Prater. Para él, el Prater no era más que una Babel vienesa. Se producía una contradicción extraña que siempre me llamó la atención: todos sus pensamientos e ideas se concentraban en el problema de cómo ayudar a las masas, la gente sencilla y decente pero desfavorecida con la que se identificaba -siempre estaban presentes en su pensamiento-, pero en realidad siempre evitaba cualquier contacto con la gente. La multitud heterogénea del Prater le resultaba prácticamente repugnante. Por mucho que le preocupara el individuo, siempre lo mantenía a la mayor distancia posible. 


Adolf también sentía la necesidad de criticar y contraatacar. No sabía lo que era la resignación. Pensaba que quien se resignaba perdía el derecho a vivir. Pero se desvinculaba de sus contemporáneos, que en aquella época eran muy arrogantes y turbulentos, y seguía su propio camino, negándose a apuntarse a ninguno de los partidos políticos existentes por aquel entonces. 


He de mencionar algo más: las visitas de Adolf al típico barrio de clase obrera de Meidling. Aunque nunca aclaró por qué iba allí, sabía que quería estudiar personalmente las viviendas y condiciones de vida de las familias de los trabajadores. No le interesaba ningún individuo: lo único que quería saber era cómo se comportaba una clase en su conjunto. Por lo tanto no conoció a nadie en Meidling, ya que su objetivo era estudiar una muestra representativa de la comunidad de manera bastante impersonal. 


Por mucho que evitara el contacto estrecho con la gente, no obstante había cogido cariño a Viena como ciudad; podría haber vivido bastante feliz sin la gente, pero nunca sin la ciudad. 


Sacaba de la biblioteca libros sobre el origen de diversos edificios, la Ópera Hof, el parlamento, el Teatro Burg, la Karlskirche, los museos Hof, el ayuntamiento. Cada vez traía a casa más libros, entre ellos un manual general de arquitectura. Me mostraba los diversos estilos arquitectónicos, y me señalaba especialmente que algunos de los detalles de los edificios de la Ringstrasse demostraban la destreza excelente de los artesanos locales. 


Cuando deseaba estudiar un edificio en concreto, no le bastaba con el aspecto externo. Siempre me asombraba lo bien informado que estaba sobre puertas laterales, escaleras e incluso puertas traseras y modos de acceso muy poco conocidos. Abordaba un edificio desde todos los ángulos; nada le molestaba más que las fachadas espléndidas y ostentosas pensadas para ocultar algún defecto de la distribución. Las fachadas bonitas siempre eran sospechosas. Pensaba que el yeso era un material inferior que ningún arquitecto debería emplear. Nunca lograba engañarlo, y a menudo conseguía demostrarme que alguna construcción que buscaba un mero efecto visual no era más que un engaño. Así que la Ringstrasse se convirtió para él en un objeto que le servía para medir sus conocimientos arquitectónicos y demostrar sus opiniones. 




Adolf también tenía mucho aprecio a la Schwarzenberplatz. 


En Viena empezó a construir para la gente. Lo que me explicó en largas discusiones nocturnas, lo que dibujaba y planeaba, ya no era construir por el simple hecho de construir, como había sucedido en Linz, sino una planificación a conciencia que tenía en cuenta las necesidades y requisitos de los ocupantes. En Linz, aun se trataba sencillamente de construcción arquitectónica de edificios; en Viena de construcción social. 


Sentía que la construcción no era, como había pensado hasta la fecha, un tema de espectacularidad y prestigio, sino más bien un problema de salud pública, de cómo sacar a las masas de sus casuchas miserables. 


Adolf me había explicado que durante el invierno anterior, cuando aun estaba solo en Viena, iba a menudo a lugares públicos con calefacción para ahorrar combustible, del que su inadecuada estufa consumía grandes cantidades sin calentar demasiado. 


Luego vinieron aquellas horas nocturnas en las que Adolf, recorriendo arriba y abajo el espacio entre la puerta y el piano, me explicó con palabras rotundas los motivos de aquellas condiciones de vivienda miserables. Empezó con la casa en la que nosotros mismos vivíamos. En una zona en la que más bien cabría solamente un jardín corriente, se apretujaban tres edificios, interponiéndose los unos a los otros y robándose aire, luz y espacio. 


“¿Y por qué? Porque el hombre que compró el terreno quería sacar tanto beneficio como pudiera. Así que tuvo que construir de manera tan compacta y elevada como pudo, porque cuantos más compartimentos tipo caja consiguiera apilar unos encima de otros, más ingresos obtendría. A su vez, el inquilino tiene que sacar de su apartamento tanto como pueda, y por lo tanto subalquila algunas de las habitaciones, a menudo las mejores: pongamos por caso a nuestra buena amiga Frau Zakreys. Y los subarrendadores se apiñan para tener una habitación disponible para alquilarla. Así que cada uno de ellos quiere beneficiarse del otro, y el resultado es que todos excepto el dueño no disponen de espacio suficiente para vivir. Los pisos en el sótano también son escandalosos, ya que no reciben ni luz, ni sol ni aire. Si esto resultaba insoportable para los adultos, para los niños es mortal”. 


La conferencia de Adolfo culminó con un colérico ataque contra la especulación de los terrenos y la explotación por parte de sus propietarios. Todavía resuenan en mi oído unas palabras suyas, escuchadas entonces por primera vez: “¡Estos propietarios profesionales, que hacen negocio de la miseria de las masas! El pobre inquilino no le conoce por lo general, pues ellos no suelen vivir en sus propios tabucos, ¡ Dios les libre!, sino en Hietzing o en Wein in Grinzing, en elegantes villas, en las que tienen un rico exceso de lo que niegan a los demás”. En otra ocasión empezó Adolfo sus reflexiones desde el punto de vista del inquilino. “¿Qué es lo que necesita un pobre diablo como él para vivir de manera razonable? Luz— las casas deben levantarse libremente—. Deben disponer de jardines, superficies libres para los juegos de los niños, aire; debe poderse ver el cielo, algún espacio verde, un modesto pedazo de naturaleza. Pero, fíjate en nuestra casa trasera — me decía entonces— : el sol no luce más que en el tejado. El aire.., será mejor que no hablemos siquiera de él. El agua: un solo grifo en el rellano de la escalera, al que deben acudir, con cubos y recipientes, los ocho inquilinos. El retrete, enormemente antihigiénico, común para todos los inquilinos del rellano, y para el que deben establecerse casi turnos para su utilización. Y luego, por todas partes: ¡las chinches!” 



Cuando en las semanas siguientes le preguntaba a veces a Adolfo — ahora sabía ya que no había sido admitido para el ingreso en la Academia —, dónde acostumbraba a pasar el día, la respuesta era: — Trabajo en la solución de las viviendas pobres en Viena y hago determinados estudios con este fin. Para ello tengo que estar mucho fuera de casa. 


Era ésta la época en que pasaba a menudo la noche entera inclinado sobre sus planos y dibujos. Sin embargo, no aludía a ellos en absoluto. Y yo no le pregunté tampoco nada más acerca de sus trabajos. 


Fue entonces, me parece que era a finales del mes de marzo, cuando me dijo:


—Estaré ausente durante tres días.


Cuando Adolfo regresó, al cabo del cuarto día, parecía mortalmente fatigado. Sabría Dios por dónde habría corrido, dónde dormido y el hambre que habría pasado, una vez mas. De sus lacónicas explicaciones pude deducir que había regresado a Viena “desde afuera”, tal vez desde Stockerau o desde Marchfeld, con el fin de informarse de los terrenos disponibles para aligerar la edificación de la ciudad. Una vez más trabajó durante toda la noche. Finalmente, pude ver yo su proyecto. 


En un principio eran éstos sencillos dibujos de sus planos: viviendas para obreros con un mínimo de habitaciones: cocina, sala de estar, dormitorios separados para padres e hijos, agua en la cocina, retrete y — lo que entonces era una inaudita novedad — baño! Luego me mostró Adolfo bosquejos de los distintos tipos de viviendas, limpiamente dibujados en tinta china. Los recuerdo tan exactamente porque estos dibujos permanecieron durante semanas enteras clavados a la pared y llevaba una y otra vez a ellos la conversación. 


A la vista de nuestra existencia como realquilados en una habitación carente de aire y de luz, el contraste entre lo que nos rodeaba y estas alegres casitas, situadas en pleno campo, se me puso especialmente de relieve, pues tan pronto la vista resbalaba de los bellos dibujos, caía sobre la desconchada pared, en la que podían notarse claramente las huellas de nuestras nocturnas cacerías de chinches. Este vivo contraste hizo que los amplios y generosos proyectos de mi amigo quedaran grabados de manera imborrable en mi mente. 


“Se derrumban los bloques de viviendas”. Con esta lapidaria frase empezaba Adolfo su tarea. Me hubiera sentido asombrado de que la cosa fuera de distinta manera, pues en todo lo que proyectaba se lanzaba siempre a fondo y despreciaba las medianías y compromisos. De ello cuidaba ya la vida misma. Su misión por el contrario, era resolver el problema de manera radical, es decir, desde la raíz. El terreno es substraído a la especulación privada. Las superficies liberadas en los barrios obreros demolidos deben ensancharse por espacios situados delante del Wienerwald, a ambos lados del Danubio. Anchas carreteras cruzan el campo abierto. Sobre el extenso terreno a edificar se tiende una tupida red de ferrocarriles. En lugar de las enormes estaciones se levantan, solamente, estaciones locales, que abastecen una región determinada y que crean un sistema de comunicaciones lo más favorable posible entre la vivienda y el lugar de trabajo. En aquel entonces no se concedía todavía una importancia especial al automóvil. Los fiacres dominaban todavía en el cuadro de la ciudad de Viena. La bicicleta, en nuestra niñez aún un peligroso instrumento deportivo, se convirtió, lentamente, en un medio de transporte barato y cómodo. No obstante, los transportes en masa podían realizarse solamente con la ayuda del ferrocarril. 



Lo que Adolfo había proyectado no eran en modo alguno casitas para una familia, tal como se construyen actualmente, pues no sentía el menor interés por las colonias. Su máxima aspiración era un desglose más o menos esquemático de los grandes bloques de viviendas. La casa para cuatro familias era la unidad más pequeña, bosquejada limpiamente en sus características fundamentales, en una construcción bien concebida y de una sola planta, con cuatro pisos en ésta. Esta unidad básica formaba el tipo predominante de vivienda. Allí donde lo exigían las comunicaciones y las condiciones del trabajo esta casa para cuatro familias debía reunirse en complejos para ocho o hasta dieciséis familias. Pero también estos tipos de edificaciones permanecían acerca del terreno, es decir, tenían un solo piso y estaban rodeadas y llenas de vida por jardines, campos de fuego para los niños y grupos de árboles. No debía excederse de la casa para dieciséis familias. 


Con ello estaban ya fijados los tipos de casitas necesarios para el descongestionamiento de la ciudad, y mi amigo podía pasar ya a su realización. A la vista de un enorme plano de la ciudad, que no cabía ya sobre la mesa y que hubo de ser por tanto extendido sobre el piano, fijó Adolfo la red ferroviaria y las carreteras. Se determinaron los centros industriales, disponiéndose en consecuencia los complejos de viviendas. Yo no era más que un obstáculo en esta ambiciosa planeación. En toda la habitación no quedaba ya un pedazo de suelo libre que no hubiera sido puesto al servicio de esta misión. Si Adolfo no hubiera llevada este asunto con una tan hosca gravedad, todo esto hubiera sido considerado simplemente como un interesante pero ocioso juego. En realidad, sin embargo, me deprimía de tal manera nuestra austera situación, que me puse al trabajo casi con la misma amarga decisión que mi amigo, sin duda la razón de que todos estos detalles hayan quedado grabados tan firmemente en mi memoria. 


         A su manera pensaba Adolfo en todo. Recuerdo todavía sus dudas acerca de si esta reconstruida Viena habría de necesitar o no de cervecerías. Adolfo rechazaba el alcohol de manera tan radical como la nicotina. Y si uno no fumaba ni bebía, ¿para qué quería las cervecerías? De todas formas, encontró una solución tan radical como generosa para esta nueva Viena ¡una nueva bebida popular! En cierta ocasión hube de tapizar yo en Linz algunas habitaciones en las oficinas de la fábrica de café de higos Franck, Adolfo me visitó en aquel entonces, mientras yo me dedicaba a este trabajo. La firma solía dar a sus trabajadores una bebida muy buena, a base de café, un vaso de la cual costaba solamente un heller. Esta bebida le había gustado tanto a Adolfo, que no se olvidó de ella. Si se abastecía todas las casas con esta bebida barata y refrescante, o con algún producto semejante carente de alcohol, podían evitarse las cervecerías. Cuando yo le repliqué que, por lo que yo conocía de los vieneses, me parecía difícil que renunciaran a su vino, me contestó bruscamente:



—Nadie te pregunta tu opinión!


Lo que con otras palabras quería decir: “Ni tampoco a los vieneses.” Adolfo se manifestaba con especial crudeza contra aquellos Estados que habían monopolizado la venta del tabaco, entre los que se contaba también Austria. Con ello, el propio Estado arruinaba la salud de sus ciudadanos. Por consiguiente, todas las fábricas de tabaco deberían ser cerradas y prohibida también la importación de toda clase de tabaco. De todas formas, Adolfo no consiguió encontrar ningún substitutivo para el tabaco en el sentido de la “bebida popular”. Cuando más se aproximaba Adolfo en sus pensamientos a la realización de su proyecto, tanto más utópico se convertía todo el asunto. Siempre que se tratara de proyectar tenía todo aún pies y cabeza. Pero en la realización operaba Adolfo con conceptos bajo los que no me podía representar nada práctico. Como realquilado, que debía pagar mensualmente diez coronas, duramente ganadas por mi padre, por la mitad de una habitación llena de chinches, podía comprender perfectamente que en esta Nueva Viena no debieran existir ya propietarios ni inquilinos. El terreno pertenecía al Estado y tampoco las viviendas eran propiedad particular, sino que eran administradas por una especie de comunidad de la vivienda. En lugar del alquiler debía pagarse, por tanto, simplemente, una contribución para la edificación de las casas, es decir, una especie de impuesto sobre la vivienda. Hasta aquí podía seguirle yo todavía. Pero mi pregunta, tan desdichada al parecer: «Sí, pero con ello no será posible iniciar una empresa tan amplia. ¿Quién deberá costear estas construcciones?”, tropezaba con la más viva resistencia. Adolfo me lanzaba sus réplicas con cólera, de las cuales yo no entendía mucho. No puedo recordar, tampoco, en todos sus detalles, estas discusiones, planteadas enteramente sobre conceptos abstractos. Recuerdo, sin embargo, algunas expresiones que se repetían regularmente, y que, cuanto menos me revelaran en realidad, tanto más me imponían, y es por ello que se han quedado grabadas más firmemente en mi memoria Los aspectos básicos de todo el proyecto serían resueltos, según palabras de Adolfo, en el “embate de la revolución”. Era ésta la primera vez que se escuchaban estas trascendentes palabras en nuestra mísera habitación. No sé si Adolfo sacó su inspiración para ello en alguna de sus voluminosas lecturas. De todas formas, allí donde el curso de sus pensamientos se había atascado, surgía siempre la osada expresión del “embate de la revolución, que daba también un impulso cada vez renovado a sus pensamientos e ideas. Ea mi opinión, bajo estas palabras era posible representárselo todo, o nada. Adolfo se mantenía en su “todo”, y yo en mi “nada”, hasta que con su sugestiva elocuencia me había convencido también a mí de que no se precisaba más que una violenta tormenta revolucionaria sobre la tierra, vieja y cansada, para despertar a la vida todo lo que el tenía va anticipado en sus pensamientos y en sus proyectos, de la misma manera como una suave lluvia de finales de estío hace brotar setas en todos los rincones y lugares. 



Otra expresión que se repetía regularmente era la palabra «Estado ideal alemán», que jugaba un papel dominante en sus pensamientos junto con el concepto de «Reich». Este «Estado ideal» estaba concebido tanto nacional como social. Social, ante todo, desde el punto de vista de la miseria de las masas trabajadoras. Adolfo se ocupaba, cada vez más intensamente, de sus ideas sobre un Estado que hiciera justicia a las necesidades sociales de nuestra época. Esta imagen era todavía obscura en sus detalles, y era fuertemente influenciada por sus lecturas. Por ello eligió la palabra de "Estado ideal" — tal vez la hubiera leído en alguno de sus numerosos libros — y dejaba al tiempo el estructurar hasta en sus menores detalles este concepto de “Estado ideal”, concebido por el momento, sólo en sus rasgos generales, naturalmente, con su definitiva orientación hacia el «Reich». 


Una tercera frase que en aquella época empezaba ya a sonar de manera habitual, la aplicó Adolfo, también, por primera vez, en relación con estos osados planes de reconstrucción; ¡La reforma social! En esta frase había encontrado cabida muchas cosas que todavía no habían acabado de gestarse en su cabeza. Pero el celoso estudio de las obras políticas y la asistencia a las sesiones en el Parlamento, a lo que me obligaba también a mí, llenaban esta fraseología de la reforma social, lentamente, con un contenido más concreto. 


Cuando un día estallara el «embate de la revolución» y surgiera el «Estado ideal», se convertiría, también, en realidad, esta «reforma social», esperada desde hacía tanto tiempo. Entonces sería llegado el instante de derribar las construcciones de los “propietarios profesionales" y empezar la construcción de sus urbanizaciones de casitas en las bellas y atractivas llanuras detrás de Nussdorf. 


He comentado con tanto detallo estos proyectos de mi amigo, porque me parecen extraordinariamente típicos para el ulterior desarrollo de su carácter y de sus pensamientos en ocasión de su estancia en Viena. Desde un principio había yo comprendido que a mi amigo no podría serle indiferente la miseria de las masas en la gran ciudad. Le conocía demasiado bien y sabía que no cerraba los ojos ante nada y que por todo su modo de ser era incapaz de pasar con indiferencia y desinterés ante cualquier fenómeno general. Pero no hubiera creído jamás que estas experiencias en los arrabales vieneses pudieran dar un impulso tan inaudito a sus pensamientos. En lo más intimo de mi ser había tenido yo a mi amigo por un artista, y hubiera comprendido ciertamente, que se hubiera indignado ante la vista de estas masas hundidas, sin remisión, en la miseria, pero que se hubiera mantenido alejado de este espectáculo en su interior, para no ser arrastrado al abismo por la insoslayable fatalidad que se cernía sobre esta ciudad. Yo contaba con su fino sentido, con su percepción estética, con su continuo temor a entrar en contacto físico con otras personas — ¡raras veces tendía la mano a los demás! —y creía que esto le sería suficiente para distanciarse abiertamente de las masas. Y así fue, en efecto. Pero solamente por lo que se refiere a un trato personal. Con todo su corazón, sin embargo, se alineó entonces en las filas de los desheredados por el destino. No sentía compasión, en el sentido corriente de la palabra, por estas masas huérfanas de todo derecho. Esto le hubiera parecido demasiado poco. No se limitaba a sufrir con ellos, sino que vivía también para ellos, y consagraba toda su capacidad y todos sus pensamientos a liberar a estos seres de su miseria y de su opresión. No cabe la menor duda de que esta ardiente voluntad y deseo por una total reorganización de la vida entera, considerado desde un punto de vista personal, era la respuesta dada por él al destino, qué, golpe tras golpe, le había llevado también a él a la miseria. 


Gracias a estos amplios y generosos trabajos, concebidos para “todos”, y que se dirigían, también, a “todos”, podía encontrar nuevamente Adolfo el equilibrio interno perdido. Las semanas de turbios presentimientos y de graves depresiones anímicas habían ya pasado. Su pecho estaba, una vez más, henchido de confianza y valor. Pero, por el momento, la vieja y bondadosa María Zakreys era la única que se ocupaba de todos estos planes. Mejor dicho, no se ocupaba ya, pues había renunciado a poner orden en esta confusión de planos, dibujos y bosquejos. Se daba por satisfecha con que los dos estudiantes de Linz le pagaran puntualmente el alquiler. 


Adolfo se había propuesto hacer de Linz tan sólo una ciudad bella y atractiva, que destacase, por encima de su insignificancia provinciana, por sus representativas construcciones. Viena, por el contrario, quería convertirla en una moderna ciudad, en la que le era indiferente el aspecto representativo — esto lo dejaba por entero a la Viena imperial—, sino que su única pretensión era que las masas sin hogar, alejadas del suelo y, por tanto, también, del pueblo, pudieran ponerse de nuevo en pie. 


La vieja ciudad imperial se convirtió en la mesa de dibujo de un jovencillo de diecinueve años que vivía en una destartalada casa trasera del arrabal de Mariahilfer, en una ciudad llena de luz y de vida, extendida hacia el campo abierto y compuesta por casitas de cuatro, ocho y dieciséis familias.

2 comentarios:

  1. Hitler era sobrehumano y tenia cualidades y disposición para dedicarse a la pintura o a la arquitectura.
    Nacho me gustaria preguntarte si das por bueno lo que se dice de que Hitler en esa epoca de vagamundo en viena era un seguidor de la revista historica ostara de Lanz von liebenfels, En 1951, Lanz Liebenfels, que a la sazón tenía 77 años de edad, comentó al psicólogo Dr. Wilfried Daim que en 1909 se había encontrado con Hitler, que tenía entonces 20 años de edad, en Viena. Dijo que Hitler lo había llamado en Rodaun para pedirle unos cuantos números de Ostara que `por desgracia se había perdido. Dijo que había atendido la petición de Hitler y que incluso le había dado dos coronas para el transporte al joven que parecía "completamente pobre". Yo he leido en ingles muchos articulos de la revista ostara y son muy buenos porque dan explicaciones a enigmas de civilizaciones antiguas y sobre historia de las razas humanas

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    1. Imagino te refieres a una biografía escrita por Walter Görlitz. Menciona la compra de folletos y menciona Ostara:

      "Estos cuadernillos, entre cuyos lectores más entusiastas figuraban personajes notabilísimos y eminentes -por ejemplo, el poeta August Strindeberg, el futuro mentor de Hitler en Munich, Dietich Eckardt, el etnólogo Hans Günther y el general Ludendorf-, se vendían en estancos, por ejemplo en uno de la Felberstrasse del distrito WV de Viena, calle donde Hitler residió como subarrendado, según ficha policíaca, entre el 18 de noviembre de 1908 y el 20 de agosto de 1909.

      Después, efectivamente, menciona a Lanz von Liebenfels. También se refiere el autor a que Hitler le repudió y le prohibió escribir, y que repudiaba la "ideología Ostara".

      En su madurez Hitler fue muy crítico con el ocultismo. Resulta curioso que existan tantos estudios sobre Hitler y el esoterismo, habida cuenta de que está documentado que los rechazaba.

      Saludos

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