Kubizek: El número 29 de la Stumpergasse

 




Mientras estaba allí, abrumado todavía por todos los gritos y empujones y viéndoseme a un kilómetro que era un paleto, Adolf apareció, comportándose como un urbanista perfectamente aclimatado. Con su abrigo oscuro de buena calidad, su sombrero oscuro y el bastón con el mango de marfil, estaba casi elegante. Obviamente estaba encantado de verme y me saludó afectuosamente, dándome un beso leve en la mejilla, como entonces era costumbre. 


Adolf abrió la puerta. Me recibió un olor desagradable a parafina y desde entonces ese olor ha estado vinculado a mi recuerdo de aquel momento. Parecíamos estar en una cocina, pero la dueña de la casa no estaba allí. Adolf abrió una segunda puerta. En la pequeña habitación que él ocupaba ardía una lámpara miserable de parafina. 


Miré a mi alrededor. Lo primero que me sorprendió fueron los esbozos que había desperdigados por la mesa, en la cama, por todas partes. Adolf despejó la mesa, extendió un trozo de papel de periódico encima y fue a buscar una botella de leche a la ventana. Entonces trajo salchichas y pan. Peo aún recuerdo su rostro blanco y serio cuando aparté todas aquellas cosas y abrí la bolsa. Asado de cerdo frío, panecillos rellenos y otras cosas deliciosas para comer. Lo único que dijo fue:


- ¡Sí, esto es lo que tiene tener madre!


Para Adolf el espacio para pasearse arriba y abajo era tan importante como para mí tocar el piano. Lo probó enseguida. De la puerta a la curva del piano, ¡tres pasos! Aquello bastaba, porque tres pasos en un sentido y tres en el otro sumaban seis, aunque en su continuo pasearse arriba y abajo Adolf tenía que volverse tan a menudo que prácticamente se desplazaba alrededor de su propio eje. 


Lo único que sé es que Adolf pasaba hambre a menudo, aunque no quisiera admitirlo delante de mí. 


¡Qué tomaba Adolf un día cualquiera? Una botella de leche, una rebanada de pan, algo de mantequilla. Para comer solía comprar un trozo de pastel de semillas de amapola o nueces para acompañar. Con eso pasaba. Cada quince días mi madre mandaba un paquete con comida, y entonces nos dábamos un festín. Pero en los asuntos económicos Adolf era muy meticuloso. Nunca supe cuánto, o más bien cuan poco dinero tenía. Sin duda se avergonzaba de ello aunque no lo reconociera. ¨¿Acaso no es esto una vida de perros?”. No obstante se mostraba feliz y contento cuando podíamos ir una vez más a la óperas asistir a un concierto, o leer un libro interesante. 


Cuando por la noche le preguntaba por qué no iba nunca al comedor de beneficencia, me soltaba un largo discurso sobre la despreciable institución de los comedores de beneficencia que únicamente simbolizaba la segregación de las clases sociales. 


Podía vivir durante varios días seguidos solo de leche, pan y mantequilla.


En general durante aquellos primeros días en Viena, me dio la impresión de que Adolf se había desequilibrado. Se ponía como una fiera ante la menor contrariedad. Había días en los que nada de lo que yo decía le parecía bien, y me costaba mucho soportar nuestra vida juntos. Pero ya hacía más de tres años que conocía a Adolf. Había vivido días terribles con él tras el fracaso de su carrera escolar, y también tras la muerte de su madre. No sabía a qué se debía aquel estado de ánimo profundamente depresivo, pero pensaba que tarde o temprano mejoraría. 


Estaba enfrentado con el mundo. Mirara donde mirara veía injusticia, odio y animadversión. Nada se libraba de sus críticas, nada le parecía bien. Solo la música conseguía animarle un poco. 


Durante todo aquel periodo siempre se mantuvo ocupado. Yo no tenía ni idea de lo que se suponía que debía hacer un estudiante de la Academia de Artes, pero en cualquier caso las asignaturas debían de ser sumamente variadas. Un día se pasaba horas leyendo, y luego se quedaba escribiendo hasta estas horas de la noche, u otro día me encontraba la mesa, su cama y la mía e incluso el suelo completamente cubiertos de dibujos. Se quedaba de pie mirando tenso su obra, se movía sigilosamente de puntillas entre los dibujos y mejoraba algo aquí, corregía algo allá, refunfuñando todo el tiempo para sí y subrayando sus palabras raídas con gestos violentos. ¡Pobre de mí si lo molestaba en tales ocasiones! Yo respetaba mucho su trabajo difícil y detallado, y le decía que me gustaba lo que veía. 


Cuando, al impacientarme, abría el piano, él recogía rápidamente las hojas, las metía en un armario, agarraba un libro y se iba al Schönbrunn. Allí había encontrado un banco tranquilo entre el césped y los árboles donde nadie lo molestaba jamás. 


Pero bastaba el más mínimo roce -como cuando le das un golpecito a la luz y todo  se vuelve intensamente claro- para que la acusación que dirigía contra sí mismo se convirtiera en una acusación contra los tiempos que le tocaba vivir, contra el mundo entero. Envenenado por una larga lista de cosas que odiaba, desahogaba su furia contra todo, contra la humanidad en general que no le entendía, que no lo valoraba y que lo perseguía. 


Su trabajo no era nada sistemático. Prácticamente sólo trabajaba de noche; por la mañana dormía. 


- ¡Esta Academia, -gritó-, son un montón de funcionarios y burócratas anticuados y desfasados, carentes de todo entendimiento, estúpidos empleaduchos del Estado! ¡La Academia entera tendría que volar por los aires! -su rostro estaba lívido, se le empequeñecía la boca, y los labios estaban casi blancos. Pero le brillaba la mirada. ¡Había algo siniestro en ella, como si todo el odio que fuera capaz de acumular se hallara en aquellos ojos brillantes!


Estaba a punto de señalar que aquellos hombres de la Academia a los que tan fácilmente juzgaba en su odio inconmensurable eran, a fin de cuentas, sus maestros y profesores, de los que con toda seguridad podía aprender algo, pero él se me adelantó: 


“Me rechazaron, me echaron, no me aceptaron”.


Me quedé estupefacto. Así que de eso se trataba. Adolf no iba a ninguna Academia. Por fin entendía muchas cosas que me habían desconcertado de él. Lamenté muchísimo su mala suerte, y le pregunté si le había dicho a su madre que la Academia no lo había aceptado. 


- ¿Pero qué te has creído? - me replicó-. ¿Cómo podría cargar a mi madre agonizante con semejante preocupación?


No podía evitar estar de acuerdo con él. Durante un tiempo ambos permanecimos en silencio. Puede que Adolf estuviera pensando en su madre. Entonces intenté dar un giro práctico a la conversación.


- ¿Y ahora qué? -le pregunté. 


- Y ahora qué, y ahora qué -repitió irritado-. ¿Vas a empezar tú también.. y ahora qué?


Debía de haberse hecho esta pregunta un centenar de veces y más, porque desde luego no la había comentado con ninguna otra persona. 


- ¿Y ahora qué? -volvió a burlarse de mi pregunta ansiosa, y en vez de contestar, se sentó en la mesa y se rodeó de sus libros- ¿Y ahora qué?


Ajustó la lámpara, cogió un libro, lo abrió y empezó a leer. Hice el gesto de arrancar el horario de la puerta del armario. Él alzó la cabeza, lo vio y dijo tranquilamente:


- No te preocupes. 


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