Un aspecto existe, eso sí, en el que Hitler pensaba y actuaba con neta conciencia militar: el referente a las condecoraciones de guerra, con las que se propuso honrar especialísimamente a los verdaderos combatientes, a los hombres valerosos. Por eso delataban una ejemplar rectitud las disposiciones que publicó al comienzo de la guerra para regular la concesión de la Cruz de Hierro. Sólo podría conferirse esta distinción como premio y reconocimiento de méritos contraídos por el arrojo y por el mando efectivo, y por consiguiente, en este último aspecto, nada más que a quienes ejercían mando y a sus inmediatos auxiliares. Por desgracia, no todos los organismos a los que estaba encomendada la concesión observaron escrupulosamente las impecables normas desde el principio. Bien es verdad que en parte se explica la inobservancia por la tardía creación de la Cruz del Mérito Militar, destinada a premiar a quienes no pudiesen llenar las condiciones establecidas para la Cruz de Hierro por razón del servicio que desempeñaban, aunque por otra parte hubiesen contraído méritos bastantes para merecer una distinción. Lo cierto es, en suma, que siempre se hizo más arduo arrancarle a Hitler la Cruz de Caballero para un benemérito general, que no para un oficial o un soldado de los que luchaban en el frente.
El que luego haya dado la gente en tomar un poco a chacota la aparente prodigalidad con que Hitler repartió condecoraciones durante la guerra, tiene su explicación en el hecho de que difícilmente imagina quien no se vio en ella todo el ingente heroísmo derrochado por nuestros soldados en el largo decurso de la contienda. Condecoraciones como, por ejemplo, el Pasador de «combate cuerpo a cuerpo» o el escudete de «combatiente de Crimea», concedido al Decimoprimer Ejército, nunca han dejado de ostentarlas con orgullo los combatientes. Por otra parte, la abundancia de soldados del campo contrario distinguidos asimismo con condecoraciones, demuestra que la cuestión de las distinciones bélicas no es una mera frivolidad que podamos calificar, sin más ni más, con el tópico bocio de “chatarra”.
Las máculas y deficiencias enumeradas, por fuerza tuvieron que mermar notablemente la aptitud de Hitler para desempeñar con acierto la función que se había atribuido de generalísimo o comandante supremo militar.
Tal vez hubieran podido compensarse en gran parte si él se hubiera mostrado dispuesto a tomar consejo de un jefe de Estado Mayor Central experto y responsable, o, en otro caso, si hubiese consentido en otorgarle su plena confianza a un asesor actuante en tales condiciones. Que al fin no podemos desconocer que para el papel de caudillo reunía Hitler algunas de las condiciones estimadas como fundamentales, a saber: poderosa voluntad, nervios seguros, capaces de mantenerse hasta en las más agudas crisis, una innegable perspicacia, además de apreciables facultades operativas y la de percatarse de las posibilidades reservadas a la técnica. Si al mismo tiempo hubiera sabido completar por la competencia de un jefe de Estado Mayor General los conocimientos teóricos y prácticos de que carecía en asuntos militares y singularmente en los sectores de la estrategia y de la táctica, tengo por seguro que, con todas las deficiencias apuntadas, no habría dejado de rendir un resultado aceptable como caudillo máximo. Mas esta condición era la que en él no se daba.
Convencido de que la fuerza de su voluntad constituía el factor decisivo en todos los terrenos, se comprende que sus éxitos políticos iniciales y aún las victorias militares de los primeros años, que no reparaba en atribuirse a sí mismo, le hiciesen perder cada vez más los estribos de la cordura y la moderación en apreciar sus posibilidades personales. Admitir consejos de un jefe de Estado Mayor que con él compartiese la responsabilidad, ya no significaría a sus ojos una ampliación de la propia voluntad, sino más bien su sumisión a la de otro. Y todavía tendría que superar además el no pequeño inconveniente que en este sentido suponía la íntima prevención contra toda jefatura militar, consecuencia en parte origen de Hitler y en parte también de su formación y su vida, que no le abrían ventana alguna al paisaje de los seres acotados en otra esfera social. Por todo lo cual no toleraba ni podía apenas tolerar que un asesor militar realmente responsable del del curso de compartiese con él el peso de la dirección. Él se miraba, si acaso, en el espejo de un Napoleón, que no había sufrido nunca más que simples ayudantes y organismos ejecutivos de su soberana voluntad. Y aun el espejo le debió ser infiel, por cuanto no parece mostró la radical diferencia existente entre el auténtico genio militar que de un Napoleón con buena formación militar y un Hitler carente de ella y no tan sobrado de genialidad.
Ya en el capítulo en que tratamos de hacer historia del nacimiento y elaboración del plan de invasión de Gran Bretaña, pusimos bien de manifiesto el hecho de que Hitler había organizado de tal suerte el mando supremo militar, que no existía organismo alguno facultado para asesorar en forma responsable acerca de la total orientación de la guerra, ni capacitado para trazar un plan bélico de conjunto. Ni siquiera el meollo del Alto Mando de la Wehrmacht, que en teoría parecía llamado a desempeñar este papel, tenía en la práctica otra función que la de una secretaría militar encargada de traducir al lenguaje militar imperativo las ideas y disposiciones de Hitler.
Pero algo peor había de suceder todavía, porque con la acotación de Noruega como campo de operaciones del Alto Mando de la Wehrmacht, en donde el del Ejército no tenía voz ni voto, no había hecho Hitler nada más que iniciar la disgregación en la forma de hacer la guerra por tierra. Luego veríamos cómo iba siéndole encomendada sucesivamente al Alto Mando de la Wehrmacht (OKW) la elaboración burocrática de todo lo concerniente a los demás teatros de operaciones, reservándose al Alto Mando del Ejército (OKH) únicamente la responsabilidad de la guerra en el Este, y aun así, con Hitler a la cabeza. Con ello quedaba el jefe del Estado Mayor Central del Ejército tan excluido de toda influencia en los demás teatros de la guerra, como lo estaban los comandantes en jefe de las otras dos fracciones de la Wehrmacht de terciar en la orientación conjunta de la guerra. El primero, el del Ejército, además de no poder intervenir en la distribución del total de fuerzas del mismo entre los diferentes teatros de operaciones, ni aún tenía conocimiento bastante a veces de los efectivos contingentes de tropas y material a ellos trasladados. En estas condiciones, ya se comprenderá que era inevitable el antagonismo entre la Plana Mayor de la Wehrmacht y el Estado Mayor Central del Ejército. Bien es verdad que en la política de Hitler entraba precisamente con categoría de maquiavélico recurso la norma de suscitar tales antagonismos, para poder reservarse así la última palabra en todos los asuntos. Pero el vicio de organización del Alto Mando Militar no podía por menos de redundar en un desdichado fracaso de su gestión. Luego, la sobreestimación así de la eficiencia de su voluntad como del alcance de su competencia traían fatalmente aparejado el que Hitler propendiese cada vez más a inmiscuirse con órdenes e indicaciones concretas en la esfera propia de los mandos subalternos o dependientes de las comandancias generales. Sabido es cómo ha sido siempre el fuerte del mando militar alemán su tradicional preocupación por fomentar el sentido de responsabilidad, de iniciativa y autonomía en los jefes de todas las categorías, para poder descansar en ellos. Por eso las "instrucciones" para los mandos superiores y las órdenes para los intermedios y subalternos contenían normalmente acometidos» encomendados a las unidades dependientes de quien los confería, que siempre dejaba al criterio de su subordinado la elección de la mejor forma de desempeñarlos. Y gracias a este arte de mandar consiguió el Ejército alemán éxitos que sin duda le habrían estado vedados de haberse conducido en la materia como el enemigo, más propenso casi siempre a coartar la iniciativa de los mandos subordinados mediante una estricta regulación previa de sus actuaciones. Nosotros, en cambio, solamente llegábamos a terciar imperativamente en la esfera de acción de un mando inferior y pasábamos a la prescripción detallada, cuando un manifiesto interés superior lo reclamaba.
A Hitler le sucedía todo lo contrario de la tradición castrense alemana, pues creía conocer y dominar mucho mejor los escenarios bélicos desde su mesa de despacho que los jefes desde el frente, pese a que muchos de los puntos de referencia habrían que- dado atrás cuando todavía él los consideraba válidos en su -desgraciadamente- puntualísima carta de situación, y pese también a que nunca desde lejos puede nadie formar juicio seguro de lo que la real situación y posibilidades del momento reclaman.
Con el decurso del tiempo, se echaba de ver cómo iba tomándole cada vez más gusto a la intromisión en la competencia del mando de los Grupos de Ejércitos, de los ejércitos, etc., mediante órdenes e instrucciones concretas que en modo alguno le competían. Y si hasta entonces no había pasado yo por el trance de tener que soportar sus extralimitaciones, lo que el mariscal de campo Von Kluge me refirió cuando en mi viaje de Vitebsk a Rostov le encontré en una estación, no dejó de procurarme una idea bastante aproximada de lo que podía esperar. Me refirió, en efecto, que en la jurisdicción del Grupo de Ejércitos Centro había que contar con la autorización expresa de Hitler para cualquier acción que reclamase más de un batallón en su ejecución. El que luego tuviera yo fortuna de que en el mando de nuestro Grupo de Ejércitos diesen tan intolerables intromisiones de Hitler, no quiere decir que no se nos presentara con frecuencia el caso de entrar en conflicto con el Mando Supremo a causa del celo impertinente del mariscal aficionado.
En contraste con este apremiante prurito de Hitler por mezclarse en las funciones del mando militar con sus coercitivas puntualizaciones, que por regla general sólo molestias y perjuicios ocasionaban, estaba su reservona cautela cuando se trataba de dar instrucciones comprensivas de un plan a largo plazo, de un plan completo distinto de la oportunista intervención del momento. Cuanto más apegado se iba mostrando a la idea de considerar la norma de «la resistencia a ultranza»como la alfa y la omega del arte de la guerra, tanto más se retraía de las instrucciones de largo alcance, que hubieran permitido operar partiendo de una previsible evolución de la situación operativa. El caso es que no había manera de hacerle comprender que por este procedimiento se iba situando en obligada desventaja respecto del enemigo. Era su eterna desconfianza la que le impedía dejar a los mandos de su dependencia una libertad de movimientos basada en instrucciones a lar- go plazo, que ellos pudieran aplicar en forma distinta de la que él mismo columbraba. Lo malo era que de esta suerte le sustraía al arte de la guerra casi todas las posibilidades de acusar su presencia, ya que, al fin y al cabo, ni siquiera una comandancia de Grupo de Ejércitos podía salir del paso sin instrucciones del mando supremo, sobre todo cuando se hallaba encuadrado el Grupo en el marco más amplio de un vasto frente de ejércitos y en dependencia de cooperación respecto del inmediato. ¡Cuántas veces hemos añorado los tiempos en que podíamos combatir en Crimea en un escenario de guerra propio, por así decirlo!
Sólo me queda por referir, en cuanto puedo hacerlo por propia experiencia, la forma en que discurrían las discrepancias entre Hitler y los altos jefes militares, inevitables a consecuencia de la postura por él adoptada en lo referente al mando militar. Por ahí corren algunos relatos en los que podemos contemplar en tales ocasiones a un Hitler furioso, que en sus arrebatos coléricos echaba literalmente espuma por la boca y aun llegaba en algunas ocasiones a morder la alfombra en la que se revolcaba. Personalmente, aunque convenga en la certeza de que en algunas ocasiones perdía Hitler por completo el dominio de sí mismo al sobrevenirle aquellos accesos de furor, sólo puedo dar fe de que en una entrevista con el coronel general Halder, a la que yo asistía, llegó a propasarse hasta hablarle en términos y tono manifiestamente desconsiderados. Y asimismo me consta que e el tono que empleaba con Keitel no era el adecuado a la alta posición oficial de este jefe.
Es indudable que Hitler presentía acertadamente hasta qué punto podía permitirse licencias con éste o con el otro personaje de entre sus colocutores y cuándo tenía probabilidades de obtener el apetecido efecto intimidante con uno de sus accesos coléricos, tal vez simulados en muchos casos.
Por lo que toca a mi propio trato con él, tengo que reconocer que siempre se mantuvo comedido y en el terreno objetivo e impersonal, aun cuando muchas veces discrepásemos en nuestros puntos de vista y hasta llegásemos a sostenerlos diametralmente opuestos. Y en la única ocasión en que se permitió conmigo una observación impertinente y personal, tampoco puedo por menos de reconocer que acogió en silencio la dura réplica, sin mostrar el menor deseo de insistir.
Una cosa sabía hacer Hitler con maestría suma, y era el adaptarse psicológicamente a la peculiar condición de su interlocutor para mejor convencerle; si bien es verdad que tenía a su favor el previo conocimiento del motivo que a su despacho le llevaba o de las intenciones con que iba a visitarle y podía así disponer con tiempo los argumentos.
Era asimismo extraordinaria la facultad que tenía de infundir a los demás la propia confianza, auténtica o simulada, sobre todo cuando se trataba de recibir oficiales que volvían del frente y que todavía no le conocían de trato directo. No era entonces nada raro que el hombre que iba a Hitler con ánimo de «referirle toda la verdad de la situación crítica en el frente», saliese de su despacho como un converso más de la fe en la victoria.
Lo que a mí me impresionaba más en las numerosas ocasiones en que hube de discutir con él como comandante de Grupo Ejércitos sobre cuestiones de índole operativa, era la increíble tenacidad con que defendía sus puntos de vista. Casi invariablemente necesitaba debatirme y pugnar horas enteras antes de alcanzar lo que pretendía de él; cuando no tenía que marcharme sin resultado alguno positivo o despachado con una dudosa promesa por vía de consolación. En mi vida he conocido a nadie que fuese capaz de aproximarse siquiera a él en el obstinado, persistente forcejeo. Y menos mal cuando el antagonista era uno de los comandantes del frente, que casi siempre despachaban el pugilato con unas horas todo lo más de liza; porque si el solicitante acudía a la mediación del jefe del Estado Mayor Central, general Zeitzler, entonces eran días enteros los que éste necesitaba bregar a la hora del parte de la noche para arrancarle a Hitler alguno de los más apremiantes socorros. Por eso acostumbrábamos a preguntarle ya hasta cuántos «rounds» había llegado aquel día.
Luego sucedía que los argumentos con que Hitler defendía sus lo menos puntos de vista no eran nada fáciles de rebatir así de pronto, ni siquiera los de índole netamente militar; o estaban por planteados en forma tal, que rara era la ocasión en que cupiese refutarlos de manera inconçusa. Al fin y al cabo, se trataba de debatir puntos de vista operativos referentes a situaciones cuyo desenlace nadie podía predecir con entera seguridad, como sucede siempre con las eventualidades de la guerra, en la que nada hay indefectible.
Por otra parte, en cuanto Hitler se percataba de que con sus razonamientos operativos no impresionaba al oponente, al punto echaba mano de consideraciones políticas o económicas, seguro como estaba de que un comandante militar entregado por entero a la lucha en el frente nunca podría hallarse tan bien documentado como él en la materia. El resultado era que no le quedaba al militar más remedio que el de aceptar como buenas las alegaciones hitlerianas, o, cuando más, el de insistir en que la recusación de sus pretensiones por parte de Hitler tendría como consecuencia un fracaso militar y las funestas repercusiones consiguientes en la esfera económico-política.
En otras ocasiones no dejaba Hitler tampoco de mostrarse capaz de escuchar atentamente las exposiciones que se le hiciesen, incluso cuando no se acomodaban a sus prejuicios, y entonces los debates discurrían por normales cauces objetivos.
Naturalmente, una compenetración entre el dictador fanático, entregado en cuerpo y alma a sus ambiciones políticas y a su megalomanía “mesiánica”, y los jefes militares, no podía haberla. Personalmente es indudable que no se interesaba por nadie. Él no veía en los hombres otra cosa que instrumentos más o menos manejables para su labor política, sin otra misión que la de servirla como tales y sin compromiso alguno de lealtad para con el soldado-instrumento.
Los desaciertos y fracasos del mando militar alemán, que por momentos iban haciéndose más patentes y que en parte tenían su origen en la misma personalidad de Hitler y en parte en la viciosa organización culminante en un absorbente centralismo inadmisible, planteaban con muda elocuencia la cuestión de si tal situación no reclamaba remedio y de cómo podría ponérsele. Es obligado, pues, que tampoco yo la rehúya, sin que por eso haya de tratarla aquí bajo el aspecto político, que deliberadamente eludo en esta obra.
Nada menos que por tres veces intenté convencer a Hitler, en interés de una razonable gestión del problema bélico, de la conveniencia de modificar la estructura del mando militar supremo. No creo que pueda nadie alegar tan insistente pertinacia en la ingrata declaración de que su caudillaje militar no nos satisfacía.
Y eso que yo no ignoraba que jamás se mostraría Hitler dispuesto a renunciar oficialmente a su condición de caudillo máximo. pues que tampoco podría hacerlo como dictador sin un grave menoscabo de su autoridad. La fórmula que yo había imaginado como paliativo de la amarga píldora consistía en que, conservando nominalmente el mando supremo, accediese a poner en manos de un jefe de Estado Mayor Central responsable la gestión práctica de lo referente a operaciones militares en todos los teatros de guerra y a nombrar un comandante en jefe para el del Este. De tales tentativas mías, desdichadamente ineficaces, aún he de volver a hablar cuan- do llegue al relato del curso de la contienda en 1943-44. Por cierto que el tema no podía ser más embarazoso para nadie que para mí, puesto que Hitler sabía muy bien los vientos que en el Ejército corrían y cuán numerosos eran en él los que deseaban verme en la efectiva jefatura del Estado Mayor Central o en la Alta Comandancia del Este.
No ha sido mi intención ocuparme aquí de la cuestión de una modificación violenta del Régimen alemán ni, por tanto, de la tentativa llevada a cabo el 20 de julio de 1944 en este sentido. Tal vez más tarde me tiente el tema; pero de momento básteme decir, en estricta observancia de los límites del de memorias militares aquí abordado, que como comandante en jefe consciente de su responsabilidad frente al enemigo, no me he creído en el caso de tomar en consideración la posibilidad de un golpe de Estado en tiempo de guerra. A mi modo de ver, la inmediata consecuencia de semejante acción había sido un desmoronamiento del frente y a buen seguro el caos en toda Alemania, por no hablar ya de la lealtad jurada y de la licitud o ilicitud del asesinato político.
Como ya manifesté en mi proceso: «Sería inconcebible que durante años hubiese estado un alto jefe militar demandando de sus soldados el sacrificio de la propia vida en aras de la victoria reivindicada, para ir luego a llevarles a la derrota por su propia mano.» Además de que ya entonces era manifiesto que tampoco un golpe de Estado habría conseguido que los aliados atenuasen poco ni mucho la dureza de la capitulación incondicional de Alemania, y de que no creo, en suma, que mientras yo desempeñaba un alto mando, hubiesen llegado las cosas al punto de no consentir solución menos catastrófica.
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