Hitler en el ejercicio de las funciones del Alto Mando Militar. Por Erich von Manstein (Segunda parte)


 

Tomar en cuenta las intenciones presuntas del enemigo al trazar los planes propios, era cosa que no solía interesarle a Hitler, por la convicción en que estaba de que su voluntad lo arrollaría todo al fin y al cabo. Como tampoco solía dar crédito a los más fidedignos informes relativos a una gran superioridad de fuerzas y recursos enemigos. En estos casos prefería rehusarlos lisa y llanamente, cuando no lo echaba todo a barato sosteniendo que el enemigo andaba agotado de unidades o buscando la evasiva en el socorrido subterfugio de una interminable alegación de cifras de producción propia.


De esta suerte ocurría que ante su voluntad, o antojo si se quiere, cedían y desaparecían más o menos los elementos esenciales del «enfoque de la situación», de donde ha de arrancar la resolución de todo jefe militar, y ya no era el firme terreno de la realidad lo que Hitler pisaba.


Pero lo más extraño de todo era el hecho de que a esta sobreestimación del poder de la propia voluntad y a este desdén de las posibles intenciones y recursos del enemigo no iba aparejada la correspondiente osadía de resolución. Porque Hitler, que después de los éxitos alcanzados en el dominio político hasta el año 1938 se había tornado un arriscado de la política, en el terreno militar se mostraba receloso y rehuía el riesgo. Hasta tal punto es ello así, que la única decisión atrevida que quepa atribuirle a él sería la ocupación de Noruega, y aun en esto le vino el primer impulso del gran almirante Raeder. Pero ni en lo de Noruega se mantuvo siquiera el inicial arrojo de Hitler con impávida constancia, sino que tan pronto como en Narvik apuntó una situación crítica, ya él estaba para disponer la evacuación de la ciudad y abandonar allí el objetivo fundamental de toda la operación, consistente en asegurar la libertad de transporte de mineral. Y en la ejecución de la ofensiva occidental tampoco dejó de delatar ya cierta renuencia a la aceptación del riesgo militar, como en su lugar hicimos notar. Por lo que toca luego a la decisión de atacar a la Unión Soviética, cabe afirmar que en definitivas cuentas no pasaba de la obligada consecuencia de la renuncia a la invasión de Inglaterra, fundada a su vez en la magnitud del riesgo que Hitler había estimado excesiva.


En el curso de la campaña de Rusia la aversión de Hitler por el riesgo se puso de manifiesto bajo dos aspectos. Primeramente, en que, como más adelante explicaremos, nunca consintió la forma móvil de operar, posible entonces -tal como las cosas se habían puesto desde 1943- solamente a costa de renunciar voluntaria, aunque transitoriamente, a algunas de las zonas conquistadas. Y en segundo lugar se caracterizaba esta su repugnancia del riesgo por la resistencia sistemática que en todo momento mostró ante la necesidad de desguarnecer frentes o teatros de guerra secundarios para poder cargar el potencial en los puntos críticos, pasando por el peligro consiguiente.


Sospecho yo que esta hiperestesia del riesgo en el terreno mili. tar puede haber tenido en él tres motivos íntimos. Ante todo, la secreta convicción de Hitler de que le faltaba la necesaria capacidad militar para sobreponerse al riesgo y salir airoso de una situación comprometida. De donde se seguía que tampoco quisiese confiar a sus generales empresas para las que él mismo no se sentía con arrestos en su fuero interno. En segundo lugar, la preocupación de todo dictador de, que cualquier paso suyo en falso ha de redundar en descrédito propio. De cuya premisa, resulta que la cadena de inevitables errores militares acumulados para evitar el que se trata de prevenir, suele redundar en un descrédito mucho mayor. En tercer y último lugar, presumo que venía su aversión al riesgo de la repugnancia a ceder nada de cuanto su codicia dominadora había tenido ocasión de señorear.


En relación con lo que acabo de decir, creo que aún debo mencionar otra peculiaridad de Hitler que tan tenaz como inútilmente fuimos combatiendo tanto su jefe de Estado Mayor, coronel general Zeitzler, como yo durante todo el tiempo en que desempeñé la comandancia del Grupo de Ejércitos.


Tenía, en efecto, la costumbre de ir difiriendo cuanto podía aquellas decisiones que no eran de su gusto ni dejaban, por otro lado, de imponerse como ineludibles. Tal sucedía, por ejemplo, siempre que habíamos de salir al paso de un previsible éxito operativo del enemigo, anulándolo mediante una oportuna acumulación de fuerzas o conteniendo en proporciones inocuas un éxito inicial. Días de pugna y regateo con Hitler necesitaba el jefe del Estado Mayor para conseguir la autorización de retirar de sectores poco amenazados las fuerzas que habrían de restablecer la situación en los puntos críticos. Y el caso es que casi siempre cedía o demasiado tarde, o tan cicateramente que el resultado fatalmente se traducía por lo general en alarmantes agudizaciones de las crisis y en que para remediarlas tenía que facilitar, al fin, muchas más fuerzas de las que el caso reclamaba cuando las habíamos solicitado. Pues ¿y cuándo se trataba de la propuesta de ceder una posición prácticamente insostenible, como en 1943 el sector del Donez o en 1944 la curva del Dnieper? ¡Semanas costaba entonces la brega! Y lo mismo sucedía cada vez que habíamos de evacuar salientes del frente sin importancia operativa y en sectores por el momento tranquilos, a fin de poder reunir fuerzas de que carecíamos en los puntos más batidos. Siempre nos encontrábamos con un Hitler aferrado a la idea de que las cosas acabarían por ir encauzándose como su voluntad demandaba y podría él ahorrarse decisiones sumamente ingratas; aunque no fuese más que por el trance en que le ponían, de reconocer la necesidad de tomar en cuenta la voluntad del adversario. A lo que se sumaba, naturalmente, su indefectible recelo del riesgo suscitado en las zonas que debía de debilitar.


La hiperbólica idea del poder de la propia voluntad, así como un sensible recelo a pechar con el riesgo implícito en una forma móvil de conducir las operaciones (la forma, por ejemplo, de esperar el golpe para mejor devolverlo en un «retour offensif») cuando de antemano no pudiese garantizarse plenamente el buen éxito, y, en último caso, la repugnancia de Hitler a ceder espontáneamente ni un palmo, caracterizaron cada día más acusadamente su mando militar.


La inflexible defensa de cada pulgada de terreno fue poco a poco convirtiéndose en norma exclusiva de su estrategia. Luego que la Wehrmacht alemana había conseguido en los primeros tiempos de la guerra los extraordinarios éxitos debidos a su movilidad maniobrera, venía ahora Hitler a tomar de Stalin, después de la primera crisis ante Moscú, la receta de mantener las posiciones aferrándose al terreno. Justamente, una fórmula que había puesto al mando soviético tan al borde del precipicio en el año 1941, que ya con ocasión de la ofensiva alemana del año siguiente se decidió a abandonarla.


Mas como en aquel invierno de 1941 la contraofensiva soviética había acabado por desmayar al fin ante la resistencia de nuestras tropas, estaba Hitler completamente persuadido de que bastaba su prohibición de ceder ni un palmo de terreno para salvar al Ejército alemán de la suerte que había corrido el de Napoleón en el año 1812. Y de que, efectivamente, había sido aquella determinación la que nos ahorrara el fatal destino napoleónico, no dejaron de persuadirle también las coincidentes apreciaciones de su camarilla y aún de varios de nuestros comandantes del frente. Por eso, cuando en el otoño de 1942 se produjo una nueva crisis por la frustración y estancamiento de nuestra ofensiva ante Stalingrado y en el Cáucaso, otra vez se figuró Hitler haber hallado los polvos de la madre Celestina en la fórmula de aguantar a todo trance. Y ya desde entonces no hubo quien pudiese disuadirle de su funesta manía. 


 Ya se sabe que generalmente se considera la defensiva como la forma más eficaz y segura de combatir. Sólo que esta regla se cumple únicamente cuando podemos organizarla tan a la perfección que el enemigo se desangre y agote en inútiles asaltos a la línea de defensa. Circunstancia que no se daba ni remotamente en el Este, donde el número de divisiones alemanas disponibles distaba mucho de bastar para montar una defensa de estas condiciones. La enorme superioridad de que allí disponía el enemigo, siempre dejaba en su mano la posibilidad de agrupar las fuerzas donde se le antojase para conseguir rupturas en frentes tan dilatados. Y el resultado indefectible venía luego en el embolsamiento  de considerables grupos alemanes, más impotentes aún contra la presión del cerco que lo habían sido contra la embestida de la ruptura. No cabe duda: sólo una guerra de movimientos pudo haber ofrecido ocasión al mando y a las tropas alemanas para sacar el debido partido de su superioridad cualitativa y acabar tal vez por desjarretar la potencia combativa de las masas rusas.



De los efectos logrados por el cada vez más socorrido comodín de Hitler de “resistir a toda costa”, he de tratar aún con más detalle al llegar a las batallas defensivas de los años 1943 y 1944 en el Este. Aquí diré tan sólo que si por momentos se acentuaba su apelación a la necesidad de resistir y aferrarse al terreno, ello venía de un rasgo muy hondo de su propio carácter. Porque Hitler era un hombre que sólo percibía y conocía la lucha en su forma más brutal. A su manera de ser mejor se acomodaba el espectáculo de unas masas enemigas desangrándose ante nuestras líneas en bárbara hecatombe, que no el del gladiador elegante, que sabe también ceder y esquivar a veces para poder luego asestar más limpiamente el golpe fulminante. Al concepto del arte de la guerra puede decirse que oponía él el de la fuerza bruta, el de una ruda potencia cuya eficacia plena estaría en la virtud de una inflexible voluntad que la secundase.


Por eso no es de extrañar que un Hitler que así anteponía la virtud de la fuerza a la del espíritu, el empuje del soldado a la competencia del mando, diese no sólo en el misticismo de la técnica, sino también en el «delirio de las cifras», en la idólatra “rape du nombre”. Así le veíamos por momentos más embriagado con las estadísticas de producción de la industria de armamentos alemana, que indudablemente había sabido elevar a índices asombrosos,  pero que también el enemigo había elevado paralelamente y aun superado mucho, cosa que él no solía tomar en cuenta en sus arrebatos estadísticos. 


Y otra cosa olvidaba todavía: lo mucho que en cuestión de adiestramiento y habilidad reclama un arma nueva para sacar de ella todo su rendimiento teórico. Hitler, en efecto, se contentaba con que las armas nuevas llegasen al frente, pero sin haberse asegurado de que las unidades provistas de ellas, dominasen previamente su manejo ni de si aquellos recursos habían sido o no probados en condiciones prácticamente bélicas. 


Con la misma ligereza dispuso también la formación de divisiones y más divisiones nuevas, que ciertamente no sobraban, pues andábamos más bien escasos de grandes unidades. Lo malo en esto era que él creaba lo nuevo con lo indispensable para reparar y reponer nuestras reducidas existencias, y así iban las divisiones antiguas desangrándose y contrayéndose a proporciones ridículas, al faltarles la fuente de los reemplazos. En cambio, las divisiones nuevamente creadas habían de pagar un crecidísimo tributo de sangre en los primeros momentos a causa de su inexperiencia. De lo que tenemos dolorosos ejemplos en las ya citadas divisiones de aviación de tierra, en las de constante aparición de las SS y últimamente en las llamadas divisiones de milicianos, o soldados del pueblo.


Recordemos, por último, el incesante alarde que Hitler hacía de su íntima compenetración con el soldado, de su identificación por así decirlo con lo militar y de que todos sus conocimientos y disposiciones castrenses le venían de la experiencia adquirida como soldado en el frente. Pues bien; la verdad era que su íntima condición tenía muy poco o nada que ver con el modo de pensar y sentir del soldado. Como los aspavientos de su partido tampoco tenían nada de común con el auténtico espíritu prusiano, que tanto se complacía en reivindicar.


Ni es que Hitler no estuviese muy al corriente de la situación en el frente por los informes de los Grupos de Ejércitos, de los ejércitos, divisiones, etc., y hasta por informes verbales directos que obtenía de oficiales combatientes. No; él conocía perfectamente el rendimiento y capacidad de nuestras tropas, como conocía los incontables sufrimientos que una excesiva exigencia venia imponiéndoles desde el comienzo de la campaña contra la Unión Soviética. Y acaso fuera esta conciencia de las penalidades insuperables una de las razones por las que nunca se consiguió llevar a Hitler hasta las líneas del Frente en el Este. Sólo para hacerle llegar hasta el puesto de nuestra comandancia general, tuvimos que porfiar lo indecible, cuanto más pensar en hacerle seguir adelante. Porque es que seguramente presentía la posibilidad de que en tales visitas se le cayese a pedazos la fantasía de su voluntad invencible.


Por otra parte, pese a cuanto alardeaba de su antigua condición de combatiente, yo no he tenido nunca la impresión de que su corazón estuviese entrañablemente con la tropa, antes creo que para él tenían las bajas una mera significación numérica de merma de nuestro potencial sin mayor trascendencia en la esfera de los sentimientos cordiales.


Comprendo perfectamente las razones de su impresión subjetiva (la de que Hitler no llevaba en su corazón la devoción de las tropas ni sus bajas le afectaban sino como deducciones de un potencial apetecible). Efectivamente, fuera de la intimidad se daba Hitler esos aires, aunque en realidad sus sentimientos eran muy otros. Bajo el punto de vista militar, más bien lo considero demasiado blando, y en todo caso más sensitivo de lo que debiera. Es muy sintomático el hecho de que se le hiciese insoportable lo de enfrentarse con los horrores de la guerra, como si temiese que su sensibilidad y compasión fuesen a impedirle luego la adopción de medidas que su voluntad política le exigía. Las bajas de que tenía que enterarse con detalle o que le eran descritas con lujo de detalle plástico, se le hacían penosísimas, y se le veía literalmente abrumado bajo el peso de tales descripciones, lo mismo que se advertía su doloroso sufrimiento cada vez que tenía noticia de la muerte de personas que le eran conocidas.


Mi opinión, formada en años de continua observación, me lleva a creer que nada de teatral había en esto, sino que era una auténtica faceta de su personalidad, y que si ante la galería acentuaba su indiferencia, lo hacía justamente para prevenirse contra el peligro de que su re- catada sensibilidad le arrastrase por caminos inconvenientes. Por eso y no por otra razón era por lo ciudades bombardeadas. No porque careciese de valor personal, sino que no se avenía a visitar los frentes ni las por la aprensión de su emotividad ante los horrores de la contienda.


Frecuentemente teníamos ocasión de observar en los medios privados, cada vez que salía a relucir el tema del rendimiento y penalidades de nuestras fuerzas, cómo sabía apreciarlos y cómo se condolía de las fatigas que no podía ahorrarles a los combatientes, sin distinción de grados por cierto.


El juicio de este oficial, que no ha sido -lo reconozco- de los secuaces y admiradores de Hitler, prueba por lo menos cuán contradictoria pudo ser la impresión recogida por cada uno de los muchos hombres que han conocido a Hitler, y cuán difícil, por tanto, se hace desentrañar la íntima y auténtica condición de aquel hombre. Porque, si Hitler era realmente impresionable y sentimental, como este oficial pretende, ¿cómo nos explicaremos la barbarie cruel que caracterizó su régimen, cada vez más despiadado?


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