"Están incinerando al Jefe" - Entrevista con Rochus Misch


 Rochus Misch, nacido en Alt Schalkendorf (Alta Silesia), tiene hoy 87 años. Pintor artístico de formación, vive actualmente en Berlín.


¿Cuándo vio a Hitler por última vez?


 El 30 de abril de 1945. Puede que fueran las once de la mañana. Salió de sus aposentos y pasó a mi lado. Me levanté e intercambiamos una mirada. Siguió andando hasta el final del corredor, volvió sobre sus pasos y se quedó parado. Yo le seguía con la mirada. Dio media vuelta y desapareció.


¿Qué impresión le causó?


Parecía muy sereno.


¿Y qué pasó a continuación? 


Todos aguzamos el oído esperando oír el disparo. Aunque lo cierto es que yo no oí nada. Entonces alguien gritó: "Linge, Linge, creo que ya está". Linge [Heinz Linge, el ayuda de cámara de Hitler] me empujó hacia un lado y se quedó parado junto a la puerta de la habitación de Hitler. Nadie hacía el más mínimo ruido. El único que parloteaba al teléfono era yo.


¿Entró usted en la habitación?


 No, pero cuando Linge o Günsche [Otto Günsche era el oficial adjunto de Hitler] abrieron la puerta vi a Hitler sentado en el sofá. Eva Braun estaba a su lado, con las rodillas dobladas hacia el pecho, mirando en dirección a Hitler, y Hitler estaba desplomado hacia delante.


Johann Rattenhuber, jefe de la guardia personal de Hitler, dijo cuando estaba prisionero en Moscú que la manera en que Linge se comportó delante de él le hizo pensar que había dado el tiro de gracia a Hitler.



No creo, Linge no era capaz de hacer algo así. Además, Hitler ya se había hecho asesorar antes por el médico Werner Hasse acerca del modo más seguro de suicidarse.


¿Le sorprendió el suicidio de Hitler?


Siempre tuvimos la esperanza de que al final le sacarían de Berlín. Pero no quería, no había nada que hacer. Así fue pasando el tiempo de día en día, de la mañana a la tarde, de hora en hora, hasta que al final le dijo a Günsche o a Linge que no quería que nadie le molestara.


¿Se sintió aliviado al saber que Adolf Hitler había muerto?


Me entró miedo porque no sabía lo que iba a pasar a continuación. Temía que la Gestapo nos matara por haber sido testigos de su muerte.


¿Qué hizo entonces?


Quería informar a Schädle [Franz Schädle era jefe del comando que acompañaba a Hitler], pero me volví a mitad de camino porque estaba demasiado confuso. Cuando volví no había pasado más que medio minuto o un cuarto de minuto y Hitler ya estaba tendido en el suelo, y Linge y otros envolvían su cuerpo. Más tarde pasaron delante de mí con el cadáver.


¿Vio cómo incineraban el cadáver?


No. Uno de los que trabajaban allí comentó: “Venga, están incinerando al jefe, sube corriendo". "No", respondí, “yo no subo ahí, sube tú". Pero tampoco quiso.


¿Cómo llegó a estar al servicio de Hitler? 


En 1937 me enrolé en la tropa de servicios especiales de las SS, de la que surgió la sección armada de las SS.


¿Era usted nacionalsocialista?


 Yo no era nada de nada, sólo un soldado como otros muchos millones. Pero era huérfano, y a los huérfanos los atraían con la perspectiva de convertirse en funcionarios. Al final me dije: ¿por qué no entrar a trabajar en el servicio público? Así es como llegué al regimiento personal de Adolf Hitler dentro de las SS.


Pero eso no implica automáticamente pasar a formar parte del séquito del dictador.


No, primero estuve en el frente. Pero en 1940, el departamento del oficial adjunto de Hitler buscaba un hombre para el comando acompañante.


¿Y cómo dieron con usted?


El jefe de mi compañía me propuso para el puesto.


Debió de destacar por algo.


Había sido herido de gravedad poco antes y me dieron un permiso de convalecencia. Entonces el jefe de mi compañía me propuso pasar el permiso en la finca del hermano del comandante de nuestro batallón (el hermano había sido llamado a filas y su mujer estaba embarazada de su cuarto hijo). Me fui allí, puse a flote el negocio y su cuñada le debió de hablar bien de mí.


En cualquier caso, el comandante me hizo llamar y me dijo que teníamos que tener cuidado de no llevarnos ninguna bronca porque iba a pasar a formar parte del círculo más próximo al Führer.


¿Adónde le enviaron?


A la vivienda del Führer, en la antigua cancillería del Reich. Éramos guardaespaldas, pero cuando no había nada que hacer echábamos una mano; por ejemplo, repartiendo periódicos y telegramas o conduciendo a visitantes como Goering hasta donde estaba Hitler. Siempre nos preguntaban de qué humor estaba, si había alguien más con él y cosas parecidas.


¿Recuerda su primer encuentro con Adolf Hitler?


Al cabo de 12 días, el oficial adjunto en jefe Wilhelm Brückner me hizo llamar y me preguntó de dónde era, dónde me habían herido, etcétera. Bueno, pues después abrió de golpe la puerta y allí estaba Hitler. Venía con una carta. También éramos sus correos. Sentí frío, sentí calor, sentí de todo. Hitler preguntó a Brückner de dónde era. Brückner contestó que había nacido en Silesia. Hitler dijo: "Este joven puede hacer algo por mí ahora mismo. Por favor, lleve esta carta a mi hermana, que está en Viena".


¿Recibió formación como guardaespaldas? 


No. Sólo nos dijeron que no debíamos ser rudos con la gente que se acercaba a Hitler. Los camaradas más veteranos decían que el jefe se daba cuenta de todo y podía enfadarse.


Muchas de las personas que tuvieron ocasión de conocer personalmente a Hitler dicen que emanaba una especie de fuerza hipnótica. ¿Sintió usted algo parecido?


 No, en absoluto. Era una persona totalmente normal.


¿Cuándo empezó a trabajar para él como telefonista?


Esa tarea formaba parte de nuestro cometido desde el principio. Todavía recuerdo el número de teléfono que teníamos en el búnker del Führer: 12 00 50.


¿Escuchaba usted las conversaciones telefónicas?


Sí, en las llamadas a larga distancia teníamos que regular la comunicación: si una voz sonaba demasiado aguda la ajustábamos a un tono algo más grave, y cosas así. Como en la radio.


¿Recuerda haber oído hablar a Hitler por teléfono sobre el Holocausto?


No. Durante el tiempo que estuve de servicio no se trató ese tema en el círculo más próximo a Hitler. Sólo tuve noticia de ello cuando terminó mi cautiverio en Rusia.


¿Estuvo presente cuando Hitler se mudó al búnker, en febrero de 1945?


Al principio, una vez que cesaba la alarma aérea volvía a su vivienda en la parte de arriba. Porque, allí abajo, uno tenía la sensación de estar metido en un ataúd de cemento. No era un búnker-vivienda, eran celdas. Más tarde se quedó allí definitivamente.


El 22 de abril de 1945, Joseph Goebbels trajo a su mujer y a sus hijos al antebúnker. ¿Cuándo tuvo la certeza de que iban a asesinar a los niños?


En realidad, sólo cuando la señora Goebbels los vistió y los peinó para morir.


¿Intentó alguien detener a la señora Goebbels?


 Recuerdo que había bebido un vaso de vino con Hanna Reitsch y con el ayuda de cámara de Goebbels cuando la señora Goebbels pasó a nuestro lado con los niños y la señora Reitsch dijo: "Dios mío, señora Goebbels, aunque tuviera que volar hasta aquí 20 veces para llevarme a los niños, no deben quedarse aquí". Entonces bajaron otras dos mujeres del antebúnker y trataron de convencer a la señora Goebbels. Pero ella dijo: "No, señora Reitsch, los niños se quedan aquí".


¿Y qué pasó luego?


Más tarde, los niños bajaron de nuevo, peinados y vestidos con camisones blancos. Yo seguí trabajando y llamando por teléfono. Entonces, la señora Goebbels se marchó en silencio con los niños. Y, bueno, en un momento dado pasó por allí el doctor Naumann [Werner Naumann era el secretario de Estado del Ministerio de Propaganda] y dijo: "Doctor Stumpfegger [Ludwig Stumpfegger fue el último médico de cámara de Hitler], deles algo de beber, algún refresco de caramelo". El doctor Naumann dijo también que si hubiera sido por él, señalando en dirección a Joseph Goebbels, los niños ya no estarían allí.


¿Volvió a ver a la señora Goebbels después del asesinato?


Sí, posteriormente entró en la habitación de Goebbels; la puerta estaba abierta, se sentó y se puso a hacer solitarios.


¿Traslucía algún tipo de emoción?


Lloraba. Entonces llegó Goebbels, pero no la acarició ni nada parecido. Se limitó a observar cómo hacía solitarios. Puede que durante una hora u hora y media, no recuerdo exactamente.


¿Cree usted que Magda Goebbels mató a sus hijos con sus propias manos?


Naumann me dijo que fue el doctor Stumpfegger quien lo hizo.


¿Y cómo salió usted del búnker?


Al final quedábamos muy pocos allí abajo, y el trato entre nosotros había llegado a ser más o menos amistoso. Le dije a Goebbels: "Yo también me quiero ir de aquí". Más adelante vino y me dijo: "En fin, hemos sabido vivir y ahora nos toca saber morir. Puede dar por concluido su trabajo".


Pero no fue muy lejos...


Entré en la estación de metro de Kaiserhof y corrí siguiendo las vías. Allí me encontré con Linge y con otros que venían del búnker. Las bombas habían atravesado el techo del metro y los rusos no paraban de tirar granadas de mano dentro. Todos conseguimos llegar hasta la estación Stettiner, y allí oímos hablar alemán a través de un pozo de ventilación. No lo pensamos dos veces, salimos. Efectivamente, allí había camaradas, pero habían sido hechos prisioneros y los rusos hicieron lo propio con nosotros.


¿Cómo consiguieron enterarse los rusos de que había prestado servicio en el refugio del Führer?


Me encontré a Hans Baur, el piloto jefe de Hitler, en un campo de prisioneros de guerra. Le acababan de cortar una pierna. Cuidé un poco de él, y más adelante dijeron que lo enviaban a un hospital militar de Moscú. Él me hizo un ofrecimiento: "Misch, ¿se queda usted conmigo? Puedo llevarme a alguien para que cuide de mí". Y así fue como nos mandaron juntos a Moscú. Pero no a un hospital militar, sino a la Lubianka [la central de la policía se creta]. Allí es donde se llevaban a cabo los interrogatorios. Y en algún momento, Baur dijo: "Mejor pregúntenle a mi asistente, que está mucho mejor informado que yo". Entonces me llegó el turno.


¿Qué querían saber los que le interrogaron?


Todo. Qué es lo que había ocurrido allí abajo, qué es lo que había hecho yo. Al principio, el interrogatorio transcurrió normalmente. Pero después se pasaron una semana torturándome todas las no- ches de la manera más cruel. Los rusos decían que Hitler tenía un doble y no estaban dispuestos a creerme.


¿Cuánto tiempo pasó prisionero de los soviéticos?


Casi nueve años. 




(Entrevista aparecida en El País Semanal en 2004)

Hitler en el ejercicio de las funciones del Alto Mando Militar. Por Erich von Manstein (y tercera parte)

 Un aspecto existe, eso sí, en el que Hitler pensaba y actuaba con neta conciencia militar: el referente a las condecoraciones de guerra, con las que se propuso honrar especialísimamente a los verdaderos combatientes, a los hombres valerosos. Por eso delataban una ejemplar rectitud las disposiciones que publicó al comienzo de la guerra para regular la concesión de la Cruz de Hierro. Sólo podría conferirse esta distinción como premio y reconocimiento de méritos contraídos por el arrojo y por el mando efectivo, y por consiguiente, en este último aspecto, nada más que a quienes ejercían mando y a sus inmediatos auxiliares. Por desgracia, no todos los organismos a los que estaba encomendada la concesión observaron escrupulosamente las impecables normas desde el principio. Bien es verdad que en parte se explica la inobservancia por la tardía creación de la Cruz del Mérito Militar, destinada a premiar a quienes no pudiesen llenar las condiciones establecidas para la Cruz de Hierro por razón del servicio que desempeñaban, aunque por otra parte hubiesen contraído méritos bastantes para merecer una distinción. Lo cierto es, en suma, que siempre se hizo más arduo arrancarle a Hitler la Cruz de Caballero para un benemérito general, que no para un oficial o un soldado de los que luchaban en el frente.

 El que luego haya dado la gente en tomar un poco a chacota la aparente prodigalidad con que Hitler repartió condecoraciones durante la guerra, tiene su explicación en el hecho de que difícilmente imagina quien no se vio en ella todo el ingente heroísmo derrochado por nuestros soldados en el largo decurso de la contienda. Condecoraciones como, por ejemplo, el Pasador de «combate cuerpo a cuerpo» o el escudete de «combatiente de Crimea», concedido al Decimoprimer Ejército, nunca han dejado de ostentarlas con orgullo los combatientes. Por otra parte, la abundancia de soldados del campo contrario distinguidos asimismo con condecoraciones, demuestra que la cuestión de las distinciones bélicas no es una mera frivolidad que podamos calificar, sin más ni más, con el tópico bocio de “chatarra”. 


Las máculas y deficiencias enumeradas, por fuerza tuvieron que mermar notablemente la aptitud de Hitler para desempeñar con acierto la función que se había atribuido de generalísimo o comandante supremo militar.


Tal vez hubieran podido compensarse en gran parte si él se hubiera mostrado dispuesto a tomar consejo de un jefe de Estado Mayor Central experto y responsable, o, en otro caso, si hubiese consentido en otorgarle su plena confianza a un asesor actuante en tales condiciones. Que al fin no podemos desconocer que para el papel de caudillo reunía Hitler algunas de las condiciones estimadas como fundamentales, a saber: poderosa voluntad, nervios seguros, capaces de mantenerse hasta en las más agudas crisis, una innegable perspicacia, además de apreciables facultades operativas y la de percatarse de las posibilidades reservadas a la técnica. Si al mismo tiempo hubiera sabido completar por la competencia de un jefe de Estado Mayor General los conocimientos teóricos y prácticos de que carecía en asuntos militares y singularmente en los sectores de la estrategia y de la táctica, tengo por seguro que, con todas las deficiencias apuntadas, no habría dejado de rendir un resultado aceptable como caudillo máximo. Mas esta condición era la que en él no se daba.


Convencido de que la fuerza de su voluntad constituía el factor decisivo en todos los terrenos, se comprende que sus éxitos políticos iniciales y aún las victorias militares de los primeros años, que no reparaba en atribuirse a sí mismo, le hiciesen perder cada vez más los estribos de la cordura y la moderación en apreciar sus posibilidades personales. Admitir consejos de un jefe de Estado Mayor que con él compartiese la responsabilidad, ya no significaría a sus ojos una ampliación de la propia voluntad, sino más bien su sumisión a la de otro. Y todavía tendría que superar además el no pequeño inconveniente que en este sentido suponía la íntima prevención contra toda jefatura militar, consecuencia en parte origen de Hitler y en parte también de su formación y su vida, que no le abrían ventana alguna al paisaje de los seres acotados en otra esfera social. Por todo lo cual no toleraba ni podía  apenas tolerar que un asesor militar realmente responsable del del curso de compartiese con él el peso de la dirección. Él se miraba, si acaso, en el espejo de un Napoleón, que no había sufrido nunca más que simples ayudantes y organismos ejecutivos de su soberana voluntad. Y aun el espejo le debió ser infiel, por cuanto no parece mostró la radical diferencia existente entre el auténtico genio militar que de un Napoleón con buena formación militar y un Hitler carente de ella y no tan sobrado de genialidad.


 Ya en el capítulo en que tratamos de hacer historia del nacimiento y elaboración del plan de invasión de Gran Bretaña, pusimos bien de manifiesto el hecho de que Hitler había organizado de tal suerte el mando supremo militar, que no existía organismo alguno facultado para asesorar en forma responsable acerca de la total orientación de la guerra, ni capacitado para trazar un plan bélico de conjunto. Ni siquiera el meollo del Alto Mando de la Wehrmacht, que en teoría parecía llamado a desempeñar este papel, tenía en la práctica otra función que la de una secretaría militar encargada de traducir al lenguaje militar imperativo las ideas y disposiciones de Hitler.


Pero algo peor había de suceder todavía, porque con la acotación de Noruega como campo de operaciones del Alto Mando de la Wehrmacht, en donde el del Ejército no tenía voz ni voto, no había hecho Hitler nada más que iniciar la disgregación en la forma de hacer la guerra por tierra. Luego veríamos cómo iba siéndole encomendada  sucesivamente al Alto Mando de la Wehrmacht (OKW) la elaboración burocrática de todo lo concerniente a los demás teatros de operaciones, reservándose al Alto Mando del Ejército (OKH) únicamente la responsabilidad de la guerra en el Este, y aun así, con Hitler a la cabeza. Con ello quedaba el jefe del Estado Mayor Central del Ejército tan excluido de toda influencia en los demás teatros de la guerra, como lo estaban los comandantes en jefe de las otras dos fracciones de la Wehrmacht de terciar en la orientación conjunta de la guerra. El primero, el del Ejército, además de no poder intervenir en la distribución del total de fuerzas del mismo entre los diferentes teatros de operaciones, ni aún tenía conocimiento bastante a veces de los efectivos contingentes de tropas y material a ellos trasladados. En estas condiciones, ya se comprenderá que era inevitable el antagonismo entre la Plana Mayor de la Wehrmacht y el Estado Mayor Central del Ejército. Bien es verdad que en la política de Hitler entraba precisamente con categoría de maquiavélico recurso la norma de suscitar tales antagonismos, para poder reservarse así la última palabra en todos los asuntos. Pero el vicio de organización del Alto Mando Militar no podía por menos de redundar en un desdichado fracaso de su gestión. Luego, la sobreestimación así de la eficiencia de su voluntad como del alcance de su competencia traían fatalmente aparejado el que Hitler propendiese cada vez más a inmiscuirse con órdenes e indicaciones concretas en la esfera propia de los mandos subalternos o dependientes de las comandancias generales. Sabido es cómo ha sido siempre el fuerte del mando militar alemán su tradicional preocupación por fomentar el sentido de responsabilidad, de iniciativa y autonomía en los jefes de todas las categorías, para poder descansar en ellos. Por eso las "instrucciones" para los mandos superiores y las órdenes para los intermedios y subalternos contenían normalmente acometidos» encomendados a las unidades dependientes de quien los confería, que siempre dejaba al criterio de su subordinado la elección de la mejor forma de desempeñarlos. Y gracias a este arte de mandar consiguió el Ejército alemán éxitos que sin duda le habrían estado vedados de haberse conducido en la materia como el enemigo, más propenso casi siempre a coartar la iniciativa de los mandos subordinados mediante una estricta regulación previa de sus actuaciones. Nosotros, en cambio, solamente llegábamos a terciar imperativamente en la esfera de acción de un mando inferior y pasábamos a la prescripción detallada, cuando un manifiesto interés superior lo reclamaba.


A Hitler le sucedía todo lo contrario de la tradición castrense alemana, pues creía conocer y dominar mucho mejor los escenarios bélicos desde su mesa de despacho que los jefes desde el frente, pese a que muchos de los puntos de referencia habrían que- dado atrás cuando todavía él los consideraba válidos en su -desgraciadamente- puntualísima carta de situación, y pese también a que nunca desde lejos puede nadie formar juicio seguro de lo que la real situación y posibilidades del momento reclaman.


Con el decurso del tiempo, se echaba de ver cómo iba tomándole cada vez más gusto a la intromisión en la competencia del mando de los Grupos de Ejércitos, de los ejércitos, etc., mediante órdenes e instrucciones concretas que en modo alguno le competían. Y si hasta entonces no había pasado yo por el trance de tener que soportar sus extralimitaciones, lo que el mariscal de campo Von Kluge me refirió cuando en mi viaje de Vitebsk a Rostov le encontré en una estación, no dejó de procurarme una idea bastante aproximada de lo que podía esperar. Me refirió, en efecto, que en la jurisdicción del Grupo de Ejércitos Centro había que contar con la autorización expresa de Hitler para cualquier acción que reclamase más de un batallón en su ejecución. El que luego tuviera yo fortuna de que en el mando de nuestro Grupo de Ejércitos diesen tan intolerables intromisiones de Hitler, no quiere decir que no se nos presentara con frecuencia el caso de entrar en conflicto con el Mando Supremo a causa del celo impertinente del mariscal aficionado.


En contraste con este apremiante prurito de Hitler por mezclarse en las funciones del mando militar con sus coercitivas puntualizaciones, que por regla general sólo molestias y perjuicios ocasionaban, estaba su reservona cautela cuando se trataba de dar instrucciones comprensivas de un plan a largo plazo, de un plan completo distinto de la oportunista intervención del momento. Cuanto más apegado se iba mostrando a la idea de considerar la norma de «la resistencia a ultranza»como la alfa y la omega del arte de la guerra, tanto más se retraía de las instrucciones de largo alcance, que hubieran permitido operar partiendo de una previsible evolución de la situación operativa. El caso es que no había manera de hacerle comprender que por este procedimiento se iba situando en obligada desventaja respecto del enemigo. Era su eterna desconfianza la que le impedía dejar a los mandos de su dependencia una libertad de movimientos basada en instrucciones a lar- go plazo, que ellos pudieran aplicar en forma distinta de la que él mismo columbraba. Lo malo era que de esta suerte le sustraía al arte de la guerra casi todas las posibilidades de acusar su presencia, ya que, al fin y al cabo, ni siquiera una comandancia de Grupo de Ejércitos podía salir del paso sin instrucciones del mando supremo, sobre todo cuando se hallaba encuadrado el Grupo en el marco más amplio de un vasto frente de ejércitos y en dependencia de cooperación respecto del inmediato. ¡Cuántas veces hemos añorado los tiempos en que podíamos combatir en Crimea en un escenario de guerra propio, por así decirlo!


Sólo me queda por referir, en cuanto puedo hacerlo por propia experiencia, la forma en que discurrían las discrepancias entre Hitler y los altos jefes militares, inevitables a consecuencia de la postura por él adoptada en lo referente al mando militar. Por ahí corren algunos relatos en los que podemos contemplar en tales ocasiones a un Hitler furioso, que en sus arrebatos coléricos echaba literalmente espuma por la boca y aun llegaba en algunas ocasiones a morder la alfombra en la que se revolcaba.  Personalmente, aunque convenga en la certeza de que en algunas ocasiones perdía Hitler por completo el dominio de sí mismo al sobrevenirle aquellos accesos de furor, sólo puedo dar fe de que en una entrevista con el coronel general Halder, a la que yo asistía, llegó a propasarse hasta hablarle en términos y tono manifiestamente desconsiderados. Y asimismo me consta que e el tono que empleaba con Keitel no era el adecuado a la alta posición oficial de este jefe.


Es indudable que Hitler presentía acertadamente hasta qué punto podía permitirse licencias con éste o con el otro personaje de entre sus colocutores y cuándo tenía probabilidades de obtener el apetecido efecto intimidante con uno de sus accesos coléricos, tal vez simulados en muchos casos.


Por lo que toca a mi propio trato con él, tengo que reconocer que siempre se mantuvo comedido y en el terreno objetivo e impersonal, aun cuando muchas veces discrepásemos en nuestros puntos de vista y hasta llegásemos a sostenerlos diametralmente opuestos. Y en la única ocasión en que se permitió conmigo una observación impertinente y personal, tampoco puedo por menos de reconocer que acogió en silencio la dura réplica, sin mostrar el menor deseo de insistir.


Una cosa sabía hacer Hitler con maestría suma, y era el adaptarse psicológicamente a la peculiar condición de su interlocutor para mejor convencerle; si bien es verdad que tenía a su favor el previo conocimiento del motivo que a su despacho le llevaba o de las intenciones con que iba a visitarle y podía así disponer con tiempo los argumentos.


Era asimismo extraordinaria la facultad que tenía de infundir a los demás la propia confianza, auténtica o simulada, sobre todo cuando se trataba de recibir oficiales que volvían del frente y que todavía no le conocían de trato directo. No era entonces nada raro que el hombre que iba a Hitler con ánimo de «referirle toda la verdad de la situación crítica en el frente», saliese de su despacho como un converso más de la fe en la victoria.


Lo que a mí me impresionaba más en las numerosas ocasiones en que hube de discutir con él como comandante de Grupo Ejércitos sobre cuestiones de índole operativa, era la increíble tenacidad con que defendía sus puntos de vista. Casi invariablemente necesitaba debatirme y pugnar horas enteras antes de alcanzar lo que pretendía de él; cuando no tenía que marcharme sin resultado alguno positivo o despachado con una dudosa promesa por vía de consolación. En mi vida he conocido a nadie que fuese capaz de aproximarse siquiera a él en el obstinado, persistente  forcejeo.  Y menos mal cuando el antagonista era uno de los comandantes del frente, que casi siempre despachaban el pugilato con unas  horas todo lo más de liza; porque si el solicitante acudía a la mediación del jefe del Estado Mayor Central, general Zeitzler, entonces eran días enteros los que éste necesitaba bregar a la hora del parte de la noche para arrancarle a Hitler alguno de los más apremiantes socorros. Por eso acostumbrábamos a preguntarle ya hasta cuántos «rounds» había llegado aquel día.


Luego sucedía que los argumentos con que Hitler defendía sus lo menos puntos de vista no eran nada fáciles de rebatir así de pronto, ni siquiera los de índole netamente militar; o estaban por planteados en forma tal, que rara era la ocasión en que cupiese refutarlos de manera inconçusa. Al fin y al cabo, se trataba de debatir puntos de vista operativos referentes a situaciones cuyo desenlace nadie podía predecir con entera seguridad, como sucede siempre con las eventualidades de la guerra, en la que nada hay indefectible.


Por otra parte, en cuanto Hitler se percataba de que con sus razonamientos operativos no impresionaba al oponente, al punto echaba mano de consideraciones políticas o económicas, seguro como estaba de que un comandante militar entregado por entero a la lucha en el frente nunca podría hallarse tan bien documentado como él en la materia. El resultado era que no le quedaba al militar más remedio que el de aceptar como buenas las alegaciones hitlerianas, o, cuando más, el de insistir en que la recusación de sus pretensiones por parte de Hitler tendría como consecuencia un fracaso militar y las funestas repercusiones consiguientes en la esfera económico-política.


En otras ocasiones no dejaba Hitler tampoco de mostrarse capaz de escuchar atentamente las exposiciones que se le hiciesen, incluso cuando no se acomodaban a sus prejuicios, y entonces los debates discurrían por normales cauces objetivos.


Naturalmente, una compenetración entre el dictador fanático, entregado en cuerpo y alma a sus ambiciones políticas y a su megalomanía “mesiánica”, y los jefes militares, no podía haberla. Personalmente es indudable que no se interesaba por nadie. Él no veía en los hombres otra cosa que instrumentos más o menos manejables para su labor política, sin otra misión que la de servirla como tales y sin compromiso alguno de lealtad para con el soldado-instrumento.


Los desaciertos y fracasos del mando militar alemán, que por momentos iban haciéndose más patentes y que en parte tenían su origen en la misma personalidad de Hitler y en parte en la viciosa organización culminante en un absorbente centralismo inadmisible, planteaban con muda elocuencia la cuestión de si tal situación no reclamaba remedio y de cómo podría ponérsele. Es obligado, pues, que tampoco yo la rehúya, sin que por eso haya de tratarla aquí bajo el aspecto político, que deliberadamente eludo en esta obra.


Nada menos que por tres veces intenté convencer a Hitler, en interés de una razonable gestión del problema bélico, de la conveniencia de modificar la estructura del mando militar supremo. No creo que pueda nadie alegar tan insistente pertinacia en la ingrata declaración de que su caudillaje militar no nos satisfacía. 


Y eso que yo no ignoraba que jamás se mostraría Hitler dispuesto a renunciar oficialmente a su condición de caudillo máximo. pues que tampoco podría hacerlo como dictador sin un grave menoscabo de su autoridad. La fórmula que yo había imaginado como paliativo de la amarga píldora consistía en que, conservando nominalmente el mando supremo, accediese a poner en manos de un jefe de Estado Mayor Central responsable la gestión práctica de lo referente a operaciones militares en todos los teatros de guerra y a nombrar un comandante en jefe para el del Este. De tales tentativas mías, desdichadamente ineficaces, aún he de volver a hablar cuan- do llegue al relato del curso de la contienda en 1943-44. Por cierto que el tema no podía ser más embarazoso para nadie que para mí, puesto que Hitler sabía muy bien los vientos que en el Ejército corrían y cuán numerosos eran en él los que deseaban verme en la efectiva jefatura del Estado Mayor Central o en la Alta Comandancia del Este.


No ha sido mi intención ocuparme aquí de la cuestión de una modificación violenta del Régimen alemán ni, por tanto, de la tentativa llevada a cabo el 20 de julio de 1944 en este sentido. Tal vez más tarde me tiente el tema; pero de momento básteme decir, en estricta observancia de los límites del de memorias militares aquí abordado, que como comandante en jefe consciente de su responsabilidad frente al enemigo, no me he creído en el caso de tomar en consideración la posibilidad de un golpe de Estado en tiempo de guerra. A mi modo de ver, la inmediata consecuencia de semejante acción había sido un desmoronamiento del frente y a buen seguro el caos en toda Alemania, por no hablar ya de la lealtad jurada y de la licitud o ilicitud del asesinato político.


 Como ya manifesté en mi proceso: «Sería inconcebible que durante años hubiese estado un alto jefe militar demandando de sus soldados el sacrificio de la propia vida en aras de la victoria reivindicada, para ir luego a llevarles a la derrota por su propia mano.»  Además de que ya entonces era manifiesto que tampoco un golpe de Estado habría conseguido que los aliados atenuasen poco ni mucho la dureza de la capitulación incondicional de Alemania, y de que no creo, en suma, que mientras yo desempeñaba un alto mando, hubiesen llegado las cosas al punto de no consentir solución menos catastrófica.

Hitler en el ejercicio de las funciones del Alto Mando Militar. Por Erich von Manstein (Segunda parte)


 

Tomar en cuenta las intenciones presuntas del enemigo al trazar los planes propios, era cosa que no solía interesarle a Hitler, por la convicción en que estaba de que su voluntad lo arrollaría todo al fin y al cabo. Como tampoco solía dar crédito a los más fidedignos informes relativos a una gran superioridad de fuerzas y recursos enemigos. En estos casos prefería rehusarlos lisa y llanamente, cuando no lo echaba todo a barato sosteniendo que el enemigo andaba agotado de unidades o buscando la evasiva en el socorrido subterfugio de una interminable alegación de cifras de producción propia.


De esta suerte ocurría que ante su voluntad, o antojo si se quiere, cedían y desaparecían más o menos los elementos esenciales del «enfoque de la situación», de donde ha de arrancar la resolución de todo jefe militar, y ya no era el firme terreno de la realidad lo que Hitler pisaba.


Pero lo más extraño de todo era el hecho de que a esta sobreestimación del poder de la propia voluntad y a este desdén de las posibles intenciones y recursos del enemigo no iba aparejada la correspondiente osadía de resolución. Porque Hitler, que después de los éxitos alcanzados en el dominio político hasta el año 1938 se había tornado un arriscado de la política, en el terreno militar se mostraba receloso y rehuía el riesgo. Hasta tal punto es ello así, que la única decisión atrevida que quepa atribuirle a él sería la ocupación de Noruega, y aun en esto le vino el primer impulso del gran almirante Raeder. Pero ni en lo de Noruega se mantuvo siquiera el inicial arrojo de Hitler con impávida constancia, sino que tan pronto como en Narvik apuntó una situación crítica, ya él estaba para disponer la evacuación de la ciudad y abandonar allí el objetivo fundamental de toda la operación, consistente en asegurar la libertad de transporte de mineral. Y en la ejecución de la ofensiva occidental tampoco dejó de delatar ya cierta renuencia a la aceptación del riesgo militar, como en su lugar hicimos notar. Por lo que toca luego a la decisión de atacar a la Unión Soviética, cabe afirmar que en definitivas cuentas no pasaba de la obligada consecuencia de la renuncia a la invasión de Inglaterra, fundada a su vez en la magnitud del riesgo que Hitler había estimado excesiva.


En el curso de la campaña de Rusia la aversión de Hitler por el riesgo se puso de manifiesto bajo dos aspectos. Primeramente, en que, como más adelante explicaremos, nunca consintió la forma móvil de operar, posible entonces -tal como las cosas se habían puesto desde 1943- solamente a costa de renunciar voluntaria, aunque transitoriamente, a algunas de las zonas conquistadas. Y en segundo lugar se caracterizaba esta su repugnancia del riesgo por la resistencia sistemática que en todo momento mostró ante la necesidad de desguarnecer frentes o teatros de guerra secundarios para poder cargar el potencial en los puntos críticos, pasando por el peligro consiguiente.


Sospecho yo que esta hiperestesia del riesgo en el terreno mili. tar puede haber tenido en él tres motivos íntimos. Ante todo, la secreta convicción de Hitler de que le faltaba la necesaria capacidad militar para sobreponerse al riesgo y salir airoso de una situación comprometida. De donde se seguía que tampoco quisiese confiar a sus generales empresas para las que él mismo no se sentía con arrestos en su fuero interno. En segundo lugar, la preocupación de todo dictador de, que cualquier paso suyo en falso ha de redundar en descrédito propio. De cuya premisa, resulta que la cadena de inevitables errores militares acumulados para evitar el que se trata de prevenir, suele redundar en un descrédito mucho mayor. En tercer y último lugar, presumo que venía su aversión al riesgo de la repugnancia a ceder nada de cuanto su codicia dominadora había tenido ocasión de señorear.


En relación con lo que acabo de decir, creo que aún debo mencionar otra peculiaridad de Hitler que tan tenaz como inútilmente fuimos combatiendo tanto su jefe de Estado Mayor, coronel general Zeitzler, como yo durante todo el tiempo en que desempeñé la comandancia del Grupo de Ejércitos.


Tenía, en efecto, la costumbre de ir difiriendo cuanto podía aquellas decisiones que no eran de su gusto ni dejaban, por otro lado, de imponerse como ineludibles. Tal sucedía, por ejemplo, siempre que habíamos de salir al paso de un previsible éxito operativo del enemigo, anulándolo mediante una oportuna acumulación de fuerzas o conteniendo en proporciones inocuas un éxito inicial. Días de pugna y regateo con Hitler necesitaba el jefe del Estado Mayor para conseguir la autorización de retirar de sectores poco amenazados las fuerzas que habrían de restablecer la situación en los puntos críticos. Y el caso es que casi siempre cedía o demasiado tarde, o tan cicateramente que el resultado fatalmente se traducía por lo general en alarmantes agudizaciones de las crisis y en que para remediarlas tenía que facilitar, al fin, muchas más fuerzas de las que el caso reclamaba cuando las habíamos solicitado. Pues ¿y cuándo se trataba de la propuesta de ceder una posición prácticamente insostenible, como en 1943 el sector del Donez o en 1944 la curva del Dnieper? ¡Semanas costaba entonces la brega! Y lo mismo sucedía cada vez que habíamos de evacuar salientes del frente sin importancia operativa y en sectores por el momento tranquilos, a fin de poder reunir fuerzas de que carecíamos en los puntos más batidos. Siempre nos encontrábamos con un Hitler aferrado a la idea de que las cosas acabarían por ir encauzándose como su voluntad demandaba y podría él ahorrarse decisiones sumamente ingratas; aunque no fuese más que por el trance en que le ponían, de reconocer la necesidad de tomar en cuenta la voluntad del adversario. A lo que se sumaba, naturalmente, su indefectible recelo del riesgo suscitado en las zonas que debía de debilitar.


La hiperbólica idea del poder de la propia voluntad, así como un sensible recelo a pechar con el riesgo implícito en una forma móvil de conducir las operaciones (la forma, por ejemplo, de esperar el golpe para mejor devolverlo en un «retour offensif») cuando de antemano no pudiese garantizarse plenamente el buen éxito, y, en último caso, la repugnancia de Hitler a ceder espontáneamente ni un palmo, caracterizaron cada día más acusadamente su mando militar.


La inflexible defensa de cada pulgada de terreno fue poco a poco convirtiéndose en norma exclusiva de su estrategia. Luego que la Wehrmacht alemana había conseguido en los primeros tiempos de la guerra los extraordinarios éxitos debidos a su movilidad maniobrera, venía ahora Hitler a tomar de Stalin, después de la primera crisis ante Moscú, la receta de mantener las posiciones aferrándose al terreno. Justamente, una fórmula que había puesto al mando soviético tan al borde del precipicio en el año 1941, que ya con ocasión de la ofensiva alemana del año siguiente se decidió a abandonarla.


Mas como en aquel invierno de 1941 la contraofensiva soviética había acabado por desmayar al fin ante la resistencia de nuestras tropas, estaba Hitler completamente persuadido de que bastaba su prohibición de ceder ni un palmo de terreno para salvar al Ejército alemán de la suerte que había corrido el de Napoleón en el año 1812. Y de que, efectivamente, había sido aquella determinación la que nos ahorrara el fatal destino napoleónico, no dejaron de persuadirle también las coincidentes apreciaciones de su camarilla y aún de varios de nuestros comandantes del frente. Por eso, cuando en el otoño de 1942 se produjo una nueva crisis por la frustración y estancamiento de nuestra ofensiva ante Stalingrado y en el Cáucaso, otra vez se figuró Hitler haber hallado los polvos de la madre Celestina en la fórmula de aguantar a todo trance. Y ya desde entonces no hubo quien pudiese disuadirle de su funesta manía. 


 Ya se sabe que generalmente se considera la defensiva como la forma más eficaz y segura de combatir. Sólo que esta regla se cumple únicamente cuando podemos organizarla tan a la perfección que el enemigo se desangre y agote en inútiles asaltos a la línea de defensa. Circunstancia que no se daba ni remotamente en el Este, donde el número de divisiones alemanas disponibles distaba mucho de bastar para montar una defensa de estas condiciones. La enorme superioridad de que allí disponía el enemigo, siempre dejaba en su mano la posibilidad de agrupar las fuerzas donde se le antojase para conseguir rupturas en frentes tan dilatados. Y el resultado indefectible venía luego en el embolsamiento  de considerables grupos alemanes, más impotentes aún contra la presión del cerco que lo habían sido contra la embestida de la ruptura. No cabe duda: sólo una guerra de movimientos pudo haber ofrecido ocasión al mando y a las tropas alemanas para sacar el debido partido de su superioridad cualitativa y acabar tal vez por desjarretar la potencia combativa de las masas rusas.



De los efectos logrados por el cada vez más socorrido comodín de Hitler de “resistir a toda costa”, he de tratar aún con más detalle al llegar a las batallas defensivas de los años 1943 y 1944 en el Este. Aquí diré tan sólo que si por momentos se acentuaba su apelación a la necesidad de resistir y aferrarse al terreno, ello venía de un rasgo muy hondo de su propio carácter. Porque Hitler era un hombre que sólo percibía y conocía la lucha en su forma más brutal. A su manera de ser mejor se acomodaba el espectáculo de unas masas enemigas desangrándose ante nuestras líneas en bárbara hecatombe, que no el del gladiador elegante, que sabe también ceder y esquivar a veces para poder luego asestar más limpiamente el golpe fulminante. Al concepto del arte de la guerra puede decirse que oponía él el de la fuerza bruta, el de una ruda potencia cuya eficacia plena estaría en la virtud de una inflexible voluntad que la secundase.


Por eso no es de extrañar que un Hitler que así anteponía la virtud de la fuerza a la del espíritu, el empuje del soldado a la competencia del mando, diese no sólo en el misticismo de la técnica, sino también en el «delirio de las cifras», en la idólatra “rape du nombre”. Así le veíamos por momentos más embriagado con las estadísticas de producción de la industria de armamentos alemana, que indudablemente había sabido elevar a índices asombrosos,  pero que también el enemigo había elevado paralelamente y aun superado mucho, cosa que él no solía tomar en cuenta en sus arrebatos estadísticos. 


Y otra cosa olvidaba todavía: lo mucho que en cuestión de adiestramiento y habilidad reclama un arma nueva para sacar de ella todo su rendimiento teórico. Hitler, en efecto, se contentaba con que las armas nuevas llegasen al frente, pero sin haberse asegurado de que las unidades provistas de ellas, dominasen previamente su manejo ni de si aquellos recursos habían sido o no probados en condiciones prácticamente bélicas. 


Con la misma ligereza dispuso también la formación de divisiones y más divisiones nuevas, que ciertamente no sobraban, pues andábamos más bien escasos de grandes unidades. Lo malo en esto era que él creaba lo nuevo con lo indispensable para reparar y reponer nuestras reducidas existencias, y así iban las divisiones antiguas desangrándose y contrayéndose a proporciones ridículas, al faltarles la fuente de los reemplazos. En cambio, las divisiones nuevamente creadas habían de pagar un crecidísimo tributo de sangre en los primeros momentos a causa de su inexperiencia. De lo que tenemos dolorosos ejemplos en las ya citadas divisiones de aviación de tierra, en las de constante aparición de las SS y últimamente en las llamadas divisiones de milicianos, o soldados del pueblo.


Recordemos, por último, el incesante alarde que Hitler hacía de su íntima compenetración con el soldado, de su identificación por así decirlo con lo militar y de que todos sus conocimientos y disposiciones castrenses le venían de la experiencia adquirida como soldado en el frente. Pues bien; la verdad era que su íntima condición tenía muy poco o nada que ver con el modo de pensar y sentir del soldado. Como los aspavientos de su partido tampoco tenían nada de común con el auténtico espíritu prusiano, que tanto se complacía en reivindicar.


Ni es que Hitler no estuviese muy al corriente de la situación en el frente por los informes de los Grupos de Ejércitos, de los ejércitos, divisiones, etc., y hasta por informes verbales directos que obtenía de oficiales combatientes. No; él conocía perfectamente el rendimiento y capacidad de nuestras tropas, como conocía los incontables sufrimientos que una excesiva exigencia venia imponiéndoles desde el comienzo de la campaña contra la Unión Soviética. Y acaso fuera esta conciencia de las penalidades insuperables una de las razones por las que nunca se consiguió llevar a Hitler hasta las líneas del Frente en el Este. Sólo para hacerle llegar hasta el puesto de nuestra comandancia general, tuvimos que porfiar lo indecible, cuanto más pensar en hacerle seguir adelante. Porque es que seguramente presentía la posibilidad de que en tales visitas se le cayese a pedazos la fantasía de su voluntad invencible.


Por otra parte, pese a cuanto alardeaba de su antigua condición de combatiente, yo no he tenido nunca la impresión de que su corazón estuviese entrañablemente con la tropa, antes creo que para él tenían las bajas una mera significación numérica de merma de nuestro potencial sin mayor trascendencia en la esfera de los sentimientos cordiales.


Comprendo perfectamente las razones de su impresión subjetiva (la de que Hitler no llevaba en su corazón la devoción de las tropas ni sus bajas le afectaban sino como deducciones de un potencial apetecible). Efectivamente, fuera de la intimidad se daba Hitler esos aires, aunque en realidad sus sentimientos eran muy otros. Bajo el punto de vista militar, más bien lo considero demasiado blando, y en todo caso más sensitivo de lo que debiera. Es muy sintomático el hecho de que se le hiciese insoportable lo de enfrentarse con los horrores de la guerra, como si temiese que su sensibilidad y compasión fuesen a impedirle luego la adopción de medidas que su voluntad política le exigía. Las bajas de que tenía que enterarse con detalle o que le eran descritas con lujo de detalle plástico, se le hacían penosísimas, y se le veía literalmente abrumado bajo el peso de tales descripciones, lo mismo que se advertía su doloroso sufrimiento cada vez que tenía noticia de la muerte de personas que le eran conocidas.


Mi opinión, formada en años de continua observación, me lleva a creer que nada de teatral había en esto, sino que era una auténtica faceta de su personalidad, y que si ante la galería acentuaba su indiferencia, lo hacía justamente para prevenirse contra el peligro de que su re- catada sensibilidad le arrastrase por caminos inconvenientes. Por eso y no por otra razón era por lo ciudades bombardeadas. No porque careciese de valor personal, sino que no se avenía a visitar los frentes ni las por la aprensión de su emotividad ante los horrores de la contienda.


Frecuentemente teníamos ocasión de observar en los medios privados, cada vez que salía a relucir el tema del rendimiento y penalidades de nuestras fuerzas, cómo sabía apreciarlos y cómo se condolía de las fatigas que no podía ahorrarles a los combatientes, sin distinción de grados por cierto.


El juicio de este oficial, que no ha sido -lo reconozco- de los secuaces y admiradores de Hitler, prueba por lo menos cuán contradictoria pudo ser la impresión recogida por cada uno de los muchos hombres que han conocido a Hitler, y cuán difícil, por tanto, se hace desentrañar la íntima y auténtica condición de aquel hombre. Porque, si Hitler era realmente impresionable y sentimental, como este oficial pretende, ¿cómo nos explicaremos la barbarie cruel que caracterizó su régimen, cada vez más despiadado?


Hitler en el ejercicio de las funciones del Alto Mando Militar. Por Erich von Manstein (Primera parte)

 


De la influencia de Hitler en el plan de operaciones contra la Unión Soviética y en la ejecución de ellas durante la primera fase de la campaña, nada supe ni en mi puesto de general, ni en el de comandante en jefe del Decimoprimer Ejército; como tampoco tuve conocimiento de los planes para la ofensiva de verano de 1942. Sólo puedo asegurar que en la dirección y marcha de la campaña de Crimea no terció Hitler con intromisión alguna. Antes al contrario, al informar en la primavera de 1942, asintió sin reservas a nuestros puntos de vista e hizo luego todo lo posible por facilitarnos el éxito en Sebastopol. ¿Que después de la caída de la fortaleza el Decimoprimer Ejército fue aplicado indebidamente? ¡Desde luego! 


Ahora, en cambio, era cuando, como comandante en jefe de un Grupo de Ejércitos y en directa dependencia de Hitler, iba a tener ocasión de conocerle en el ejercicio del mando supremo militar.


En este terreno lo primero que he de hacer constar es que no estoy conforme con que nos baste con el tópico de «cabo de la primera guerra» para despachar la personalidad de Hitler.


Algo más era que un simple cabo con manía de grandezas, como se echa de ver por la presteza con que adoptó el plan de operaciones en el oeste del Grupo de Ejércitos A, delatando así aptitudes nada vulgares para captar las posibilidades operativas. Es ésta una facultad que no deja de darse entre personas legas en materia militar, y harto se comprende que así sea, cuando la Historia puede citar tantos casos de príncipes que se han distinguido como caudillos militares.


Pero, además, Hitler poseía unos conocimientos y una memoria francamente asombrosos, así como una fecunda imaginación en todo lo tocante a materias técnicas y a problemas de armamento. Desconcertaba a todos su capacidad para describir los efectos de las últimas armas, incluso de las del enemigo, y para barajar las cifras de producción propia y extraña; aptitud de la que hacía preferente uso cuando quería eludir explicaciones ingratas. Y no puede negársele tampoco la inteligencia y extraordinaria energía desplegada en la esfera del rearme. Precisamente fue la creencia de la propia superioridad en este terreno la que había de acarrearle con secuencias más funestas, ya que con sus intromisiones paralizó la constante y oportuna evolución de perfeccionamiento de la Luftwaffe. Sin olvidar el efecto inhibitorio de su rígida tutela en la evolución de las armas-cohetes y de las atómicas.


Otro de los efectos de su interés por todo lo técnico fue sin duda su extravío por los caminos de la superestimación del valor del recurso técnico. Así por ejemplo, tenemos el caso aleccionador de haberle visto incurrir en la manía de que con unas cuantas secciones de cañones de asalto o con el nuevo modelo de tanque "Tigre" habría suficiente para restablecer situaciones a las que en realidad no se podía volver sin el empleo de grandes agrupaciones combatientes.


Mi juicio, en suma, es que a Hitler le faltaba esa especial competencia militar que tiene su base en la experiencia y a la que nunca llegó a suplir enteramente su «intuición».


Por otra parte, si bien es verdad que poseía cierta perspicacia para captar las oportunidades operativas, o al menos para comprenderlas y apreciarlas cuando otro se las mostraba, no menos cierto es que carecía de criterio estructural para articular en el concepto operativo las condiciones previas y posibilidades de ejecución del mismo. El enfoque conjunto de una operación, con la apreciación de las proporciones indefectibles entre objetivo, espacio geográfico, tiempo y volumen de fuerzas, era cosa que no estaba a su alcance. Cuanto menos, la estrecha y fatal dependencia de toda operación respecto de las posibilidades de abastecimiento y reposición de fuerzas. Él no comprendía o no quería comprender que, por ejemplo, toda ofensiva de amplios vuelos reclama una constante aportación de fuerzas nuevas al contingente inicial de ataque, como puso de manifiesto bien crudamente el planteamiento y ejecución de la ofensiva de verano de 1942. Asimismo hemos de catalogar entre sus más patentes defectos la descabellada fantasía de que al año siguiente habríamos atravesado el Cáucaso con un Grupo de Ejércitos Motorizado, precipitarnos así sobre el Cercano Oriente y avanzar hasta la India, según me confiara en el otoño del mismo año.


Tengo para mí que el defecto capital de Hitler, así en la esfera militar como en la política, fue la falta de tacto, la carencia de sentido de mesura que le permitiese distinguir lo asequible de lo inasequible; aun cuando en el aspecto político se nos hagan más explicables ciertos desvanecimientos después de sus éxitos del año 1938. Así, en el otoño de 1939 se resistía al principio a reconocer las posibilidades de éxito decisivo de una ofensiva alemana bien planeada en el oeste, a pesar de que en el fondo le merecía muy escaso respeto la capacidad de resistencia francesa. Mas en cuanto el éxito se hubo presentado, tampoco supo darse cuenta de todas las posibilidades que una situación inesperada le brindaba ni menos contenerse en la medida de lo prudente una vez que las circunstancias tomaron nuevo giro. En ambos casos se echaba de menos en él la seria formación estratégica y operativa.


Su espíritu vivaz asía en el acto todo objetivo seductor que a su paso se hallase, pero con la indefectible consecuencia de que esta codiciosa apetencia le llevaba en último caso a dispersar la potencia alemana entre varias empresas simultáneas y a desmenuzarla a veces y disgregarla entre los más distintos teatros de guerra. La regla o apotegma de que nunca se peca por exceso de fuerza en el punto decisivo y la consiguiente necesidad de renunciar a frentes secundarios para salvar situaciones críticas o de afrontar un riesgo para acentuar el poder de percusión en el momento y sitio de trascendente interés, eran para él letra muerta. Y así hemos visto que en las ofensivas de los años 1942 y 1943 no acabó de sentirse capaz de jugárselo todo a una carta, que hubiera sido la del éxito. Ni tampoco fue capaz de comprender o no quiso comprender lo que la consiguiente desfavorable evolución de la situación reclamaba en concepto de medida reparadora.


Por lo que toca a las finalidades operativas de Hitler -al menos en la lucha contra la Unión Soviética-, se advertía que estaban netamente subordinadas a consideraciones políticas y de economía bélica. 


No dejo de reconocer que en la determinación de objetivos estratégicos tienen hoy un papel importante los aspectos políticos y especialmente los relativos a la economía de guerra. Pero lo que a Hitler no se le alcanzaba era el hecho de que para ganar objetivos territoriales y sobre todo para mantenerse en ellos había que vencer antes y anular a las fuerzas militares adversarias. Mientras no se obtenga este resultado militar, la conquista de zonas territoriales de influencia decisiva en la producción bélica será cosa más bien problemática e imposible a la larga el mantenerse en ellas, como nos ha demostrado la lucha contra la Unión Soviética. Los tiempos en que el empleo de la aviación o de las armas dirigidas a distancia habría de permitir desarticular y destruir el sistema de transportes o la producción bélica enemigos, incapacitando a sus fuerzas para proseguir la guerra; esos tiempos estaban lejanos todavía.


Tan cierto como que la estrategia tiene que limitarse a servir los fines de la política, lo es el hecho de que no tiene justificación una postergación tan manifiesta como la practicada por Hitler, al privarla en la medida que lo hizo de la posibilidad de alcanzar el objetivo estratégico de toda guerra, que no es otro que la anula. ción de la capacidad de resistencia militar del enemigo. La preponderancia de los objetivos político-económicos sobre los netamente militares no quiere decir, ni mucho menos, que no haya de precederlos la victoria militar, como único recurso para allanar el camino hacia las metas económico-políticas.


Y con esto, henos aquí ya ante el factor que decisivamente caracteriza la capitanía de Hitler: la sobreestimación del poder de la voluntad; de su voluntad, por mejor decir, que había de transformarse en fe ciega en todos y cada uno de los soldados para confirmar el acierto de sus decisiones y asegurar el éxito de sus órdenes.


Claro está que una voluntad firme es condición indispensable en el caudillo que aspire a alcanzar la victoria, y que muchas batallas se han perdido y muchos éxitos se han malogrado por haber flaqueado en el último instante la voluntad. del jefe.


 Pero la voluntad de victoria de un caudillo, la que le presta fortaleza para hacer frente a las graves crisis, es algo muy distinto de lo la voluntad de Hitler era, reducida en último término a una que consecuencia de su fanatismo «mesiánico». La creencia de que Providencia le había puesto a él a cumplir una alta misión no podía por menos de desembocar en rígida obstinación y en el peregrino antojo de que bastase la propia voluntad para trasponer las fronteras que la insobornable realidad le oponía. Poco importaba en tal caso que estas fronteras estuviesen determinadas por la presencia de fuerzas enemigas en aplastante superioridad numérica, o por las condiciones de espacio o de tiempo, o, incluso por el hecho ineluctable de que también el enemigo tenía su voluntad propia y bien resuelta.