Hitler en el ejercicio de las funciones del Alto Mando Militar. Por Erich von Manstein (Primera parte)

 


De la influencia de Hitler en el plan de operaciones contra la Unión Soviética y en la ejecución de ellas durante la primera fase de la campaña, nada supe ni en mi puesto de general, ni en el de comandante en jefe del Decimoprimer Ejército; como tampoco tuve conocimiento de los planes para la ofensiva de verano de 1942. Sólo puedo asegurar que en la dirección y marcha de la campaña de Crimea no terció Hitler con intromisión alguna. Antes al contrario, al informar en la primavera de 1942, asintió sin reservas a nuestros puntos de vista e hizo luego todo lo posible por facilitarnos el éxito en Sebastopol. ¿Que después de la caída de la fortaleza el Decimoprimer Ejército fue aplicado indebidamente? ¡Desde luego! 


Ahora, en cambio, era cuando, como comandante en jefe de un Grupo de Ejércitos y en directa dependencia de Hitler, iba a tener ocasión de conocerle en el ejercicio del mando supremo militar.


En este terreno lo primero que he de hacer constar es que no estoy conforme con que nos baste con el tópico de «cabo de la primera guerra» para despachar la personalidad de Hitler.


Algo más era que un simple cabo con manía de grandezas, como se echa de ver por la presteza con que adoptó el plan de operaciones en el oeste del Grupo de Ejércitos A, delatando así aptitudes nada vulgares para captar las posibilidades operativas. Es ésta una facultad que no deja de darse entre personas legas en materia militar, y harto se comprende que así sea, cuando la Historia puede citar tantos casos de príncipes que se han distinguido como caudillos militares.


Pero, además, Hitler poseía unos conocimientos y una memoria francamente asombrosos, así como una fecunda imaginación en todo lo tocante a materias técnicas y a problemas de armamento. Desconcertaba a todos su capacidad para describir los efectos de las últimas armas, incluso de las del enemigo, y para barajar las cifras de producción propia y extraña; aptitud de la que hacía preferente uso cuando quería eludir explicaciones ingratas. Y no puede negársele tampoco la inteligencia y extraordinaria energía desplegada en la esfera del rearme. Precisamente fue la creencia de la propia superioridad en este terreno la que había de acarrearle con secuencias más funestas, ya que con sus intromisiones paralizó la constante y oportuna evolución de perfeccionamiento de la Luftwaffe. Sin olvidar el efecto inhibitorio de su rígida tutela en la evolución de las armas-cohetes y de las atómicas.


Otro de los efectos de su interés por todo lo técnico fue sin duda su extravío por los caminos de la superestimación del valor del recurso técnico. Así por ejemplo, tenemos el caso aleccionador de haberle visto incurrir en la manía de que con unas cuantas secciones de cañones de asalto o con el nuevo modelo de tanque "Tigre" habría suficiente para restablecer situaciones a las que en realidad no se podía volver sin el empleo de grandes agrupaciones combatientes.


Mi juicio, en suma, es que a Hitler le faltaba esa especial competencia militar que tiene su base en la experiencia y a la que nunca llegó a suplir enteramente su «intuición».


Por otra parte, si bien es verdad que poseía cierta perspicacia para captar las oportunidades operativas, o al menos para comprenderlas y apreciarlas cuando otro se las mostraba, no menos cierto es que carecía de criterio estructural para articular en el concepto operativo las condiciones previas y posibilidades de ejecución del mismo. El enfoque conjunto de una operación, con la apreciación de las proporciones indefectibles entre objetivo, espacio geográfico, tiempo y volumen de fuerzas, era cosa que no estaba a su alcance. Cuanto menos, la estrecha y fatal dependencia de toda operación respecto de las posibilidades de abastecimiento y reposición de fuerzas. Él no comprendía o no quería comprender que, por ejemplo, toda ofensiva de amplios vuelos reclama una constante aportación de fuerzas nuevas al contingente inicial de ataque, como puso de manifiesto bien crudamente el planteamiento y ejecución de la ofensiva de verano de 1942. Asimismo hemos de catalogar entre sus más patentes defectos la descabellada fantasía de que al año siguiente habríamos atravesado el Cáucaso con un Grupo de Ejércitos Motorizado, precipitarnos así sobre el Cercano Oriente y avanzar hasta la India, según me confiara en el otoño del mismo año.


Tengo para mí que el defecto capital de Hitler, así en la esfera militar como en la política, fue la falta de tacto, la carencia de sentido de mesura que le permitiese distinguir lo asequible de lo inasequible; aun cuando en el aspecto político se nos hagan más explicables ciertos desvanecimientos después de sus éxitos del año 1938. Así, en el otoño de 1939 se resistía al principio a reconocer las posibilidades de éxito decisivo de una ofensiva alemana bien planeada en el oeste, a pesar de que en el fondo le merecía muy escaso respeto la capacidad de resistencia francesa. Mas en cuanto el éxito se hubo presentado, tampoco supo darse cuenta de todas las posibilidades que una situación inesperada le brindaba ni menos contenerse en la medida de lo prudente una vez que las circunstancias tomaron nuevo giro. En ambos casos se echaba de menos en él la seria formación estratégica y operativa.


Su espíritu vivaz asía en el acto todo objetivo seductor que a su paso se hallase, pero con la indefectible consecuencia de que esta codiciosa apetencia le llevaba en último caso a dispersar la potencia alemana entre varias empresas simultáneas y a desmenuzarla a veces y disgregarla entre los más distintos teatros de guerra. La regla o apotegma de que nunca se peca por exceso de fuerza en el punto decisivo y la consiguiente necesidad de renunciar a frentes secundarios para salvar situaciones críticas o de afrontar un riesgo para acentuar el poder de percusión en el momento y sitio de trascendente interés, eran para él letra muerta. Y así hemos visto que en las ofensivas de los años 1942 y 1943 no acabó de sentirse capaz de jugárselo todo a una carta, que hubiera sido la del éxito. Ni tampoco fue capaz de comprender o no quiso comprender lo que la consiguiente desfavorable evolución de la situación reclamaba en concepto de medida reparadora.


Por lo que toca a las finalidades operativas de Hitler -al menos en la lucha contra la Unión Soviética-, se advertía que estaban netamente subordinadas a consideraciones políticas y de economía bélica. 


No dejo de reconocer que en la determinación de objetivos estratégicos tienen hoy un papel importante los aspectos políticos y especialmente los relativos a la economía de guerra. Pero lo que a Hitler no se le alcanzaba era el hecho de que para ganar objetivos territoriales y sobre todo para mantenerse en ellos había que vencer antes y anular a las fuerzas militares adversarias. Mientras no se obtenga este resultado militar, la conquista de zonas territoriales de influencia decisiva en la producción bélica será cosa más bien problemática e imposible a la larga el mantenerse en ellas, como nos ha demostrado la lucha contra la Unión Soviética. Los tiempos en que el empleo de la aviación o de las armas dirigidas a distancia habría de permitir desarticular y destruir el sistema de transportes o la producción bélica enemigos, incapacitando a sus fuerzas para proseguir la guerra; esos tiempos estaban lejanos todavía.


Tan cierto como que la estrategia tiene que limitarse a servir los fines de la política, lo es el hecho de que no tiene justificación una postergación tan manifiesta como la practicada por Hitler, al privarla en la medida que lo hizo de la posibilidad de alcanzar el objetivo estratégico de toda guerra, que no es otro que la anula. ción de la capacidad de resistencia militar del enemigo. La preponderancia de los objetivos político-económicos sobre los netamente militares no quiere decir, ni mucho menos, que no haya de precederlos la victoria militar, como único recurso para allanar el camino hacia las metas económico-políticas.


Y con esto, henos aquí ya ante el factor que decisivamente caracteriza la capitanía de Hitler: la sobreestimación del poder de la voluntad; de su voluntad, por mejor decir, que había de transformarse en fe ciega en todos y cada uno de los soldados para confirmar el acierto de sus decisiones y asegurar el éxito de sus órdenes.


Claro está que una voluntad firme es condición indispensable en el caudillo que aspire a alcanzar la victoria, y que muchas batallas se han perdido y muchos éxitos se han malogrado por haber flaqueado en el último instante la voluntad. del jefe.


 Pero la voluntad de victoria de un caudillo, la que le presta fortaleza para hacer frente a las graves crisis, es algo muy distinto de lo la voluntad de Hitler era, reducida en último término a una que consecuencia de su fanatismo «mesiánico». La creencia de que Providencia le había puesto a él a cumplir una alta misión no podía por menos de desembocar en rígida obstinación y en el peregrino antojo de que bastase la propia voluntad para trasponer las fronteras que la insobornable realidad le oponía. Poco importaba en tal caso que estas fronteras estuviesen determinadas por la presencia de fuerzas enemigas en aplastante superioridad numérica, o por las condiciones de espacio o de tiempo, o, incluso por el hecho ineluctable de que también el enemigo tenía su voluntad propia y bien resuelta.


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