Kubizek : Autoestudio - Lectura y estudio solitario

           

Pintura de Adolf Hitler

       No puede haber ninguna duda de que, en aquella época, Adolf estaba convencido de que estaba destinado a ser arquitecto. Nunca le preocupó cómo conseguiría abrirse camino en la profesión, pese a lo mucho que estudiaba en privado, ya que no podía presentar ninguna recomendación ni diploma. Casi nunca hablábamos de ello, ya que mi amigo estaba completamente seguro de que para cuando hubiera terminado sus estudios, las circunstancias habrían cambiado (volviéndose más pacíficas o violentas, como consecuencia de su “tempestad de la revolución”), hasta el extremo de que los títulos formales ya no importarían: solamente la capacidad real.


Esto fue lo que escribió en ‘Mi Lucha’:


Que en aquella época me entregara a mi amor por la arquitectura con cierto fanatismo fue algo natural. Junto con la música, me parecía la reina de las artes. En tales circunstancias, que me dedicara a ello no significa que fuera “trabajo”, sino la mayor de las satisfacciones. Podía leer o dibujar hasta muy tarde y nunca me cansaba. Así se vio reforzada mi creencia en que mi hermoso sueño del futuro, aunque pudiera tardar años, acabaría haciéndose realidad. Estaba prácticamente convencido de que algún día sería un arquitecto famoso” (“un nombre como arquitecto”, en traducción de 1955).


De ese modo, Adolf veía claro el futuro que le aguardaba. En Linz ya había superado el trato, según sus palabras, sesgado, injusto e idiota que había recibido en la escuela sumergiéndose en cuerpo y alma en el estudio de un tema que él mismo había elegido, así que no le costaba hacer lo mismo en Viena, donde se enfrentaba a una situación similar. Maldecía la burocracia anticuada y desfasada de la Academia en la que no entendían qué era el auténtico arte. Decía que habían colocado astutamente cables trampa -recuerdo sus palabras exactas- (“trampas astutamente colocadas”, traducción de 1955) con el único objetivo de arruinar su carrera. Pero él iba a demostrar a esos idiotas incompetentes y seniles que podría salir adelante sin ellos. Al oír su lista de improperios, me dio la impresión de que, al rechazar al joven, aquellos maestros habían despertado involuntariamente en él más ganas y energía de lo que habría conseguido nunca la enseñanza. 


Pero mi amigo tenía que enfrentarse a otro problema: ¿de qué iba a vivir durante sus años de estudio? Pasarían muchos años hasta que pudiera convertirse en un arquitecto famoso. Personalmente, yo dudaba si alguna vez llegaría a salir algo de los estudios privados de mi amigo. Es cierto que estudiaba con una diligencia increíble y una determinación que cualquiera habría pensado que excedía las fuerzas de su cuerpo desnutrido y debilitado. Pero sus actividades no estaban encaradas hacia ningún objetivo práctico. Más bien al contrario, de vez en cuando se perdía en sus amplísimos planes y especulaciones. Estableciendo una comparación con mis estudios musicales, que avanzaban absolutamente según lo previsto, lo único que podía concluir era que Adolf buscaba un radio demasiado amplio y tenía en consideración todo lo que tenía una conexión mínima con la arquitectura, y lo hacía, además, con la mayor meticulosidad y precisión posible. ¿Cómo podía llegar todo aquello a alguna conclusión? Sin mencionar el hecho de que cada vez le asaltaban más ideas y le distraían de su formación profesional. 


Una noche -supongo que fue después de que una estudiante mía viniera a una de las clases privadas- aproveché la oportunidad para intentar persuadirlo de que se buscara un trabajo remunerado. Él empezó con que, si uno tiene suerte, puede dar clases a jovencitas. Le dije que, sin que yo tomara la iniciativa, el profesor Boschetti me había enviado a aquellas estudiantes, y que era una pena que tuviera que enseñarles armonía en vez de arquitectura. Y continué aún más convencido, diciéndole que si yo tuviera tanto talento como él habría buscado algún trabajo a tiempo parcial mucho tiempo atrás. 


Él me escuchó con interés, como si no estuviera hablando en absoluto de él , pero yo insistí. Dibujar, por ejemplo, era algo que hacía muy bien, tal y como incluso sus profesores habían admitido. ¿Qué le parecía buscar un trabajo en un periódico o una editorial? Quizás podría ilustrar libros, o hacer viñetas en los periódicos. Él respondió con evasivas diciendo que se alegraba de que le atribuyera tal habilidad, pero que en cualquier caso era mejor dejar ese tipo de ilustración en los periódicos a los fotógrafos, ya que ni siquiera el mejor artista podía ser tan rápido como un fotógrafo. 


Adolf escribió mucho durante este periodo. Yo había descubierto que redactaba básicamente obras de teatro, de hecho dramas. Tomaba los argumentos de la mitología o la historia germánica, pero no acabó realmente ninguna de aquellas obras. Sin embargo, podría haber sacado algo de dinero de ellas. Adolf me enseñó algunos de sus borradores, y me sorprendió el hecho de que atribuía una gran importancia a la puesta en escena espléndida. A excepción del drama sobre el advenimiento de la cristiandad, no recuerdo ninguna de aquellas obras, sólo que todas necesitaban una producción enorme. Wagner nos había acostumbrado a la idea de las producciones pretenciosas, pero las ideas de Adolf eclipsaban cualquier cosa diseñada por el maestro. Yo sabía unas cuantas cosas sobre la producción de óperas y no tardé en manifestarle mis dudas. Le expliqué que con unos escenarios entre los que se encontraban el cielo y el infierno, ningún productor aceptaría ninguna de sus obras. Debía ser mucho más modesto en todo lo relativo a la escenografía. En definitiva lo mejor para él era no escribir ninguna ópera, sino obras bastante sencillas, comedias quizás, que eran populares entre el público. Lo más provechoso era escribir alguna comedia sin pretensiones. ¿Sin pretensiones? Esa sola expresión bastaba para enfurecerlo. Así que este intento también terminó en fracaso. 


Al no ser ningún experto, yo no podía dar ninguna opinión sobre los estudios especiales a los que se dedicaba. Además, yo ya estaba demasiado ocupado como para entender cómo era realmente su trabajo. No obstante, me di cuenta de que cada vez se rodeaba más de libros técnicos. Recuerdo especialmente un libro grande de historia de la arquitectura porque le encantaba elegir al azar una de las imágenes, tapar la leyenda y decirme lo que era, la catedral de Chartres, por ejemplo, o el Palazzo Pitti de Florencia. Tenía una memoria prodigiosa: nunca fallaba, y le suponía, por supuesto, una gran ventaja en su trabajo.


Palazzo Pitti de Florencia


Trabajaba sin cesar en sus dibujos. Me daba la impresión de que en Linz ya había aprendido los principios básicos del dibujo lineal, pero sólo a partir de los libros. No recuerdo que Adolf intentara jamás aplicar en la práctica lo que había aprendido, o que asistiera nunca a clases de dibujo arquitectónico. Nunca mostraba ningún deseo de mezclarse con personas que compartieran sus propios intereses profesionales, ni de  comentar con ellos problemas comunes. Antes que conocer a personas con conocimientos especializados, prefería sentarse solo en su banco del parque Schönbrunn,


cerca de la Glorieta, donde sostenía conversaciones imaginarias sobre los temas de sus libros. Esta costumbre extraordinaria de estudiar un tema determinado y penetrar en su esencia más profunda, al tiempo que evitaba ansiosamente cualquier contacto con su aplicación práctica, esta autosuficiencia peculiar, me recordaba la relación de Adolf con Stefanie. Su amor infinito por la arquitectura, su interese apasionado por la construcción, seguían siendo fundamentalmente u mero pasatiempo intelectual. Igual que solía correr hasta la Landstrasse para ver a Stefanie cuando necesitaba alguna confirmación tangible de sus sentimientos, escapaba de los efectos agobiantes de sus estudios teóricos visitando la Ringstrasse, y recuperaba su equilibrio interior entre sus maravillas. 


Descubrí con aprensión que las nuevas ideas, experiencias y proyectos desorganizaban los estudios profesionales de mi amigo. En la medida en que los nuevos intereses tenían algún vínculo con la arquitectura pasaban a integrarse en su educación general, pero muchos de ellos se oponían diametralmente a sus planes profesionales, y además, la política fue atrayéndole y convenciéndole cada vez más. En ocasiones preguntaba a Adolf qué conexión había entre problemas lejanos con los que se encontraba durante nuestras visitas al parlamento y su preparación profesional. Y él contestaba: 


- Solo puedes construir cuando has creado las condiciones políticas para ello. 


A veces sus respuestas eran bastante groseras. Así, recuerdo que una vez contestó a mi pregunta de cómo se proponía resolver un determinado problema diciendo: 


- Aunque encontrara la respuesta a este problema no te lo diría porque no lo entenderías. 


Pero aunque a menudo era brusco, temperamental, poco fiable y nada conciliador, nunca conseguía enfadarme con él porque estos aspectos desagradables de su carácter quedaban eclipsados por el fuego puro de su alma exaltada. 


En ‘Mi Lucha’ escribió: 


Desde que era muy joven intenté leer del modo correcto y me ayudaron de la mejor manera posible la memoria y el entendimiendo. Y visto así, el tiempo que pasé en Viena resultó especialmente fructífero y valioso… leía de todo y sin parar. El tiempo que me quedaba después de trabajar lo dedicaba a estudiar. Hoy en día estoy convencido de que, en general, las ideas creativas aparecen inicialmente en la juventud, en la medida en la que resultan disponibles. Distingo entre la sabiduría y la edad, que sólo tiene valor como resultado de experiencias amplias, y el inagotable carácter fructífero de la juventud, en la que las ideas no se han examinado debido a que se presentan en gran número. Son el material de construcción para planes futuros de los que el hombre más sabio y viejo toma las piedras, talla los bloques y luego se dispone a construir el edificio, siempre y cuando la así llamada sabiduría del hombre viejo y el carácter fructífero del joven no se hayan visto reprimidos.


Así que para mí amigo lo más importante eran los libros, siempre los libros. No podía imaginarme a Adolf sin libros. Los apilaba a su alrededor. Siempre tenía que tener a su lado el libro en el que estaba trabajando en aquel momento. Incluso si no lo estaba leyendo en ese preciso momento, tenía que estar cerca. Cada vez que salía, solía llevar un ejemplar bajo el brazo, lo que resultaba un problema, ya que prefería abandonar la naturaleza y el cielo abierto antes que el libro. 


Los libros eran todo su mundo. En Linz, para conseguir los libros que quería, se había suscrito a tres bibliotecas. En Viena utilizaba la Biblioteca Hof con tanta diligencia que una vez le pregunté muy en serio si pretendía leerse la biblioteca entera, lo que por su puesto provocó que me espetara varios comentarios groseros. Un día me llevó a la biblioteca ay me enseñó la gran sala de lectura. Me sentí casi arrollado por aquellas masas enormes de libros, y le pregunté cómo lograba encontrar lo que buscaba. Empezó a explicarme el uso del catálogo, lo que me confundió aún más. 


Respecto al modo en que alguien debía leer un libro, dedicó tres páginas al tema en ‘Mi Lucha’:


Conozco a gente que “lee” sin parar, libro tras libro, pero a los que no concedería el adjetivo de “cultos”. Es verdad que poseen gran cantidad de “conocimiento”, pero su cerebro no sabe cómo distribuirlo y clasificarlo entre los diversos materiales. 


En relación a este tema, mi amigo era sin duda muy superior al lector medio. Leer empezaba para él cuando seleccionaba el libro. Adolf tenía una sensibilidad especial para los poetas y autores que tenían algo valioso que decirle. Nunca leía libros sencillamente para pasar el rato; para él era una ocupación terriblemente seria. Me dio esa impresión más de una vez. ¡Cómo se enfadaba si no me tomaba sus lecturas lo bastante en serio y tocaba el piano mientras él estudiaba!


Era interesante el modo en que Adolf seleccionaba un libro. Lo más importante era el índice. Luego recorría el libro, no de la primera a la última página sino sencillamente para extraer la esencia. En cuanto lo había hecho lo tenía cuidadosamente ordenado y clasificado en su memoria. A menudo me preguntaba si aún le podía quedar más sitio en la cabeza, pero casi parecía que cuanto más material asimilaba más mejoraba su retentiva. Era como un milagro: realmente en su cerebro había espacio para una biblioteca entera. 


Como he mencionado anteriormente, entre sus libros destacaban las leyendas heroicas germánicas. Fuera cual fuera su estado de ánimo o las circunstancias externas, siempre volvía a ellas y las volvía a leer aunque ya se las supiera de memoria. El volumen que tenía en Viena creo que ra Gotter-und Heldensagen, Germanisch-Deutscher Sagenchatz, “Leyendas de Dioses y Héroes: Los Tesoros de la Mitología Germánico-Germana”. 


En Linz, Adolf había empezado a leer a los clásicos. Del Fausto de Goethe, señaló en una ocasión que contenía más de lo que la mente humana podía entender. En una ocasión vimos la segunda parte, rara vez representada, en el Teatro Burg, con Josef Kainz en el papel principal. Adolf se emocionó mucho y habló de ella durante mucho tiempo. Es natural que, de las obras de Schiller, Guillermo Tell le afectara en lo más hondo. Por otro lado, por extraño que parezca, no le gustó mucho Die Räuber. Le impresionó muchísimo la Divina comedia de Dante, aunque, a mi entender, era demasiado joven cuando la leyó. Sé que le interesaba Perder, y vimos juntos Minna von Barhelm, de Lessing. En parte le gustaba Stifter porque en su escritura encontraba la imagen familiar de su paisaje natal, mientras que Rosegger le parecía, como dijo en una ocasión, “demasiado popular”.


De vez en cuando escogía libros que entonces estaban de moda, pero para poder formarse una opinión de los que los leían, y no de los libros en sí. 


En lo referente a las obras filosóficas, siempre tenía a Schopenhauer a su lado, más adelante también a Nietzsche, pero yo sabía muy poco de ellos, ya que consideraba que estos filósofos eran por así decirlo su tema personal, una propiedad privada que no compartía con nadie.


Leía muchísimo y, con la ayuda de su extraordinaria memoria, almacenaba una cantidad de conocimientos muy por encima de lo habitual en un muchacho de veintiún años, pero evitaba cualquier discusión objetiva al respecto. 


Su actitud hacia los libros era igual que su actitud hacia el mundo en general. Asimilaba con fervor todo lo que caía en sus manos, pero se esforzaba mucho por mantenerse a una distancia segura de cualquier cosa que pudiera ponerle a prueba. 


Sin duda alguna era un buscador, pero incluso en los libros hallaba solo lo que le convenía. Un día, cuando le pregunté si realmente tenía pensado completar sus estudios solamente con libros, me miró, sorprendido y me gritó:


- Claro, tú necesitas profesores. Ya lo veo. Pero para mí son superfluos. 


En el transcurso de esta conversación me llamó “parásito intelectual” y “parásito en las mesas de los demás” (nota: “pupilo espiritual” en la traducción de 1955). Nunca me pareció, y sobre todo no durante aquellos días que vivimos juntos en Viena, que buscara nada concreto en sus montones de libros, como principios e ideas para su propia conducta; al contrario, solo buscaba la confirmación de principios e ideas que ya tenía. Por este motivo sus lecturas, a excepción quizás de la mitología germánica, no poseían un objetivo constructivo, sino que eran una especia de confirmación personal. 


Lo recuerdo en Viena exponiendo sus múltiples problemas. Normalmente acababa remitiéndose a algún libro:


- Verás, el hombre que escribió esto piensa exactamente igual que yo. 

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