Kubizek : En la ópera imperial. - Noches en la ópera

     




LOHENGRIN de Richard Wagner Opera completa subtitulada en español

Las mujeres no podían entrar en la zona de pie, lo que alegraba muchísimo a Adolf.


Otro inconveniente era que la zona de pie solía ser el rincón de la claque, que solía estropear nuestro disfrute. El procedimiento habitual era muy sencillo: un cantante que quería que lo aplaudieran en un determinado momento contrataba a una claque para la noche. El líder del grupo compraba las entradas para sus hombres y además les pagaba un dinero. Había “aplaudidores” profesionales que trabajaban a un precio fijo. Así que a menudo sucedía que en el momento más inadecuado estallaban en aplausos a nuestro alrededor, lo que nos indignaba muchísimo. Recuerdo en una ocasión, durante Tannhäuser, que hicimos callar con nuestros silbidos a un grupo d¡que aplaudía. Uno de ellos, que no dejaba de gritar “¡Bravo!” Aunque la orquesta seguía tocando, recibió de Adolf un puñetazo en el costado. Al marcharnos del teatro, encontramos al líder de la claque esperándonos con un policía. Interrogaron a Adolf allí mismo y se defendió tan brillantemente que el policía lo dejó marchar, lo que le dio tiempo de alcanzar al tipo en cuestión en la calle para propinarle un buen sopapo. 


Lo que más nos molestaba era que teníamos que estar en casa a las diez como muy tarde para ahorrarnos el Sperrsechserl. Según los cálculos precisos de Adolf, tardábamos quince minutos en llegar a casa caminando desde la ópera, así  que teníamos que marcharnos a las diez menos cuarto. La consecuencia fue que nunca logramos escuchar el final de aquellas óperas que terminaban más tarde y yo tenía que tocarle en el piano lo que se había perdido. 


Él prefería una representación mediocre de Wagner cien veces antes que un Verdi de primera. Escuchar a Wagner no implicaba para él una simple visita al teatro, sino la oportunidad de que lo transportaran al estado extraordinario que la música de Wagner producía en él: lo llevaba al trance, a la evasión al mundo de sueños místicos que necesitaba para soportar la enorme tensión de su naturaleza turbulenta. 


Nos sabíamos de memoria Lohengrin, la ópera favorita de Adolf -creo que la vio diez veces durante el tiempo que pasamos juntos en Viena-, y lo mismo ocurría con los Maestros Cantores. 


Estudiábamos con libreto y partitura las obras de Wagner que no habíamos visto en Liz. Así que llegamos a la Viena wagneriana bien preparados. 




Amaba Linz, siempre la había considerado su ciudad natal.


La vida cultural de Linz tenía que equipararse a la de Viena, y provisto de una determinación implacable Adolf se puso manos a la obra. 


Disfrutaba aplicando a su ciudad natal el estilo e arquitectura monumental con el que se había familiarizado en la Viena imperial. 


En Linz ya habíamos visto un Fígaro sorprendentemente bueno, que había encantado a Adolf. 


Vimos representaciones perfectas, no sólo de óperas de Mozart, sino también del Fidelio de Beethoven. La ópera italiana nunca atrajo a Adolf. 


Las óperas de Verdi que vimos juntos fueron Un bello in maschera, Il Trovatore, Rigoletrto y La Traviata, pero de todas ellas Aída fue la única que le gustó. 


La música de Verdi le resultaba demasiado sencilla, y le parecía que se basaba demasiado en la melodía. ¡Qué rico y variado era en comparación el registro de Wagner! Un día que oímos a un organillero tocar La dona è mobile, Adolf exclamó:


- ¡Ahí tienes tu Verdi!


- ¿Te imaginas la historia del Santo Grial en un organillo?


A él solo le interesaban los estilos germanos, el sentimiento germano y el pensamiento germano. Solo aceptaba a los maestros alemanes. ¡Cuántas veces me dijo que estaba orgulloso de pertenecer a un pueblo que había engendrado tales maestros!


Su devoción y veneración por Wagner adquirió prácticamente la forma de una religión. 


Cuando escuchaba la música de Wagner cambiaba: la violencia lo abandonaba, se volvía tranquilo, flexible y tratable. Su mirada perdía inquietud; su propio destino, por mucho que le pesara, dejaba de ser importante. Ya no se sentía solo y marginado, juzgado injustamente por la sociedad. 



Treinta años después, cuando volvió a verme en Linz, a su amigo al que había visto por última vez cuando era estudiante del Conservatorio de Viena, estaba convencido de que habría llegado a ser un director de orquesta importante, pero cuando me presenté ante él como un humilde empleado municipal, Hitler, que para entonces era canciller del Reich, mencionó la posibilidad de que yo asumiera la dirección de una orquesta. 


Decliné la oferta y le di las gracias. Ya no me sentía preparado para aquella tarea. Cuando se percató de que no podía ayudar a su amigo con su generosa oferta, recordó nuestras experiencias comunes en el teatro de Linz y en la Ópera Hof de Viena, que habían elevado nuestra amistad de lo común a la sagrada esfera de su propio mundo, y me invitó a ir a Bayreuth. 


Nunca había imaginado que aquellas experiencias artísticas excepcionales de mis días estudiantiles en Viena aún pudieran superarse. Pero así fue, ya que lo que experimenté en Bayreuth invitado por mi amigo de juventud fue la culminación de todo lo que Richard Wagner había significado alguna vez en mi vida. 


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