Kubizek: En el Parlamento – Despertar político

 


               

      Adolf intentó explicarme lo que estaba pasando en realidad:

 

  • El hombre que se sienta ahí arriba de aspecto bastante indefenso, y que toca el timbre de vez en cuando, es el presidente de la cámara. Los personajes ilustres en los escaños elevados son los ministros, frente a los cuales están los taquígrafos, las únicas personas que hacen algún tipo de trabajo en la cámara. Por eso me gustan, aunque puedo asegurarte que en cualquier caso estos hombres trabajadores no tienen ninguna importancia. En los escaños de enfrente deberían estar sentados todos los diputados de los territorios y provincias representados en el parlamento austríaco pero la mayoría de ellos están paseándose por los pasillos.

 

                Mi amigo continuó describiendo el procedimiento. Uno de los miembros había presentado una moción y en esos momentos hablaba para defenderla. Casi todos los demás diputados, que no estaban interesados en la moción, habían abandonado la sala, pero el presidente no tardó en convocar un debate y las cosas se animaron. Adolf sabía mucho del procedimiento parlamentario: incluso tenía delante una orden el día. Todo sucedió exactamente como había pronosticado.

 

                El parlamento atraía cada vez más a mi amigo mientras yo intentaba escabullirme de él. En una ocasión en que Adolf me había obligado a ir con él – me arriesgaba al fin de nuestra amistad si me negaba-, un miembro checo estaba practicando el “obstruccionismo”. Adolf me explicó que se trataba de un discurso que se hacía únicamente para ocupar tiempo y evitar que otro miembro hablara. No importaba lo que dijera el checo, incluso podía repetir sus palabras, pero no debía parar de ninguna manera. Realmente me pareció como si aquel hombre hablara todo el tiempo da capo al fine. Claro que yo no entendía una palabra de checo, ni tampoco Adolf, y me molestaba mucho perder el tiempo.

 

                Otra de aquellas charlas nocturnas ha permanecido en mi memoria. Adolf describió histérico los sufrimientos de aquella gente, el destino que la amenazaba, y su futuro lleno de peligros. Estaba al borde del llanto, pero tras aquellas amargas palabras volvió a pensamientos más optimistas. Una vez más se dedicó a construir el “Reich de todos los germanos” que pondría a las “naciones invitadas”, que era como llamaba a las demás razas del Imperio Austro-Húngaro, donde les correspondiera.

 

                Un día arremetió contra los grupos de ahorro que se habían formado en muchas tabernas de los barrios de clase obrera. Cada miembro pagaba una suma semanal y recibía sus ahorros en Navidad. El tesorero solía ser el posadero. Adolf criticaba a aquellos grupos porque el dinero que el trabajador se gastaba en aquellas “noches de ahorros” era mayor que la cantidad ahorrada, así que en realidad el único que se beneficiaba era el posadero. En otra ocasión me describió en colores intensos cómo se imaginaba que serían las residencias estudiantiles en su “estado ideal”. Habitaciones luminosas y soleadas, habitaciones comunes para el estudio, la música y el dibujo, comida sencilla pero nutritiva, entradas gratis para conciertos, óperas y exposiciones, y transporte gratis a sus escuelas.

 



                Una noche me habló del aeroplano de los hermanos Wright. Citó de un periódico que aquellos famosos aviadores habían instalado en su avioneta un arma pequeña y comparativamente ligera, y habían hecho experimentos para evaluar el efecto que podrían tener los disparos desde el aire. Adolf, que era muy pacifista, estaba indignado. Dijo que en cuanto hacían un nuevo invento inmediatamente lo ponían al servicio de la guerra. “¿Y quién quiere la guerra?”, preguntó. Desde luego, el individuo no; todo lo contrario. Las guerras las organizan soberanos con y sin corona guiados y dirigidos a su vez por sus industrias de armamento. Mientras estos caballeros ganan grandes sumas de dinero y permanecen apartados de la línea de combate, el “individuo” tiene que arriesgar su vida sin saber para qué.

 

                El “individuo” y las “pobres masas traicionadas” solían jugar un papel importante en sus pensamientos. Un día vimos a unos trabajadores manifestándose en la Ring. Estábamos rodeados de los curiosos que había cerca del parlamento y disponíamos de una buena vista de la excitante escena. “¿Es este estado de ánimo lo que Adolf denomina la “tempestad de la revolución”?, me pregunté ansioso. Algunos hombres caminaban delante del desfile cargados con una gran pancarta en la que sólo habían escrito la palabra “Hambre”. No podría haber habido un llamamiento más conmovedor para mi amigo porque él mismo había sufrido a menudo un hambre persistente. Ahí estaba de pie, a mi lado, y se empapaba entusiasmado de aquella imagen. Por muy fueres que pudieran ser los sentimientos por aquella gente, permanecía apartado y contemplaba todo el suceso, con todos sus detalles, con tanta objetividad y frialdad como si su único interés fuera estudiar la técnica de una manifestación semejante. A pesar de su solidaridad con el “individuo”, nunca se habría planteado participar activamente en aquella manifestación que, de hecho, protestaba por la subida reciente del precio de la cerveza.

 

                Cada vez llegaban más personas. Toda la Ring parecía atestada de personas excitadas. Llevaban banderas rojas, pero la gravedad de la situación resultaba evidente por el aspecto harapiento y los rostros hambrientos de los manifestantes más que por las banderas y consignas.

 

                La cabecera del desfile había llegado al parlamento e intentaba entrar en él a la fuerza. De repente, la policía montada que había acompañado a los manifestantes sacó las espadas y empezó a atacar con ellas. Les respondieron con una lluvia de piedras. Durante un instante la situación pendió de un hilo, pero al final la policía consiguió dispersar a los manifestantes.

 

                El espectáculo había impresionado muchísimo a Adolf, pero hasta que no llegamos a casa no expresó sus sentimientos. Sí, estaba de parte de los hambrientos, de los desfavorecidos, pero también estaba en contra de los hombres que organizaban tales manifestaciones. ¿Quiénes tiraban de los hilos y se ocultaban tras aquellas masas doblemente traicionadas, guiándolas a su voluntad? Ninguno de ellos aparecía en la escena. ¿Por qué? Porque les iba mejor llevar a cabo sus asuntos en la oscuridad, no querían arriesgar sus vidas. ¿Quiénes eran los líderes de aquellas masas desdichadas? No eran hombres que hubieran experimentado en carne propia la miseria del “individuo”, sino políticos ambiciosos, con ansias de poder, que querían explotar la pobreza de la gente para su propio provecho. Un arrebato de cólera contra aquellos buitres políticos puso fin a la arenga llena de amargura de mi amigo. Esa fue su manifestación.

 

                Vivía en una habitación miserable e infestada de chinches que daba a la parte de atrás, y, muchas veces, su almuerzo no consistía más que en un trozo de pan seco. Puede que algunos de los manifestantes estuvieran en una posición más acomodada que él. ¿Entonces por qué no acompañaba a aquellos hombres? ¿Qué era lo que lo retenía?

 

                Puede que sintiera que pertenecía a una clase social distinta. Era hijo de un funcionario del Estado austríaco, cuyo rango equivalía al de capitán del Ejército. Recordaba que su padre era un oficial de aduanas muy respetado, ante el que la gente se levantaba el sombrero, y cuyas palabras pesaban mucho entre sus amigos. Su padre no tenía absolutamente anda que ver con aquella gente de la calle.

 

                El miedo a ser proletario era aún mayor que el miedo a verse infectado por la decadencia moral y política de las clases gobernantes. No había duda de que vivía como un proletario, pero no quería llegar a serlo. Puede que lo que le motivara a estudiar intensivamente fuera la sensación instintiva de que sólo una educación sólida podría evitar que descendiera al nivel de las masas.

 

                Pese a no estar dispuesto a apuntarse a un partido u organización -con una excepción que mencionaré más adelante-, bastaba con caminar con él por la calle para ver la intensidad con la que se interesaba en el destino de los demás. La ciudad de Viena le ofrecía excelentes demostraciones en este sentido. Por ejemplo, cuando los trabajadores que volvían a casa pasaban por nuestro lado, Adolf me agarraba del brazo y exclamaba: “¿Lo has oído, Gustl? ¡Es checo!”.

 

                En otra ocasión nos encontramos con unos albañiles que hablaban en voz alta en italiano, con gestos llamativos.

 

  • ¡Ahí está tu Viena germana! -gritó indignado.

 

                Esa era otra de las frases que repetía a menudo. “Viena germana”, pero Adolf la pronunciaba con un trasfondo amargo. ¿Seguía siendo realmente aquella Viena, a la que acudían procedentes de todas partes muchos checos, magiares, croatas, polacos, italianos, eslovacos, rutenios y por encima de todo judíos de Galitzia, una ciudad germana? Mi amigo consideraba que la situación que se daba en aquellos momentos en Viena era un símbolo de la lucha de los germanos en el Imperio de los Habsburgo. Odiaba la babel de calles de Viena, aquella “personificación del incesto”, como la denominó más adelante. Odiaba aquel estado que echaba por tierra lo germánico, y las columnas que aguantaban aquel estado: la casa real, la nobleza, los capitalistas y los judíos.

 

                Sentía que aquel estado de Habsburgo debía caer, cuanto antes mejor, ya que cada instante de su existencia prolongad se cobraba el honor, las propiedades e incluso las vidas de los germanos. Los conflictos que provocaban que las razas se destruyeran entre sí le parecían síntomas decisivos de su caída inminente. Visitaba el parlamento para sentir el pulso del paciente, por así decirlo, que todos esperaban que falleciera en breve. Ansiaba que llegara aquella hora, ya que sólo el hundimiento del Imperio de los Habsburgo podría abrir el camino a aquellos planes con los que soñaba en sus horas solitarias.

 

 

 

                Había llegado a la conclusión de que mi amigo ya no podía continuar sumido en la pobreza, así que pensé que la forma más fácil de ayudarle sería aprovechando parte de su obra literaria. Un compañero mío del Conservatorio trabajaba de periodista en el Wiener Tagblatt, y le mencioné a Adolf. El hombre sentía mucha lástima por la precaria situación de Adolf y sugirió que mi amigo le trajera parte de su obra a la oficina, donde podrían hablar del asunto. Durante la noche, Adolf escribió un relato corto del que sólo recuerdo el título.

 

                Era A la mañana siguiente y resultó un mal presagio, ya que a la mañana siguiente, cuando fuimos a ver a mi compañero estudiante hubo una pelea terrible. En cuanto Adolf vio al hombre se dio la vuelta antes incluso de entrar en la habitación, y mientras bajaba las escaleras me gritó:

 

  • ¡Idiota! ¿No te habías fijado en que es judío?

Recuerdo bien que en aquella época Adolf se dedicaba a estudiar concienzudamente el

Problema judío, y me hablaba de ello una y otra vez, aunque a mí no me interesaba. En el Conservatorio había profesores y estudiantes judíos, y nunca habíamos tenido ningún problema y la verdad es que me había hecho amigo de algunos de ellos. ¿Acaso no estaba el propio Adolf entusiasmado por Gustav Mahler, y no le gustaban las obras de Mendelssohn? No había que plantearse la cuestión judía solamente basándose en los handelees. Intenté cautelosamente desviar a Adolf de aquel punto de vista, pero su reacción fue muy extraña.

 

  • Ven, Gustl -dijo.

Y una vez más para ahorrarse el billete tuve que caminar con él hasta Brigittenau.

Me quedé atónito cuando Adolf me condujo hasta la sinagoga que había allí. Entramos.

  • No te quites el sombrero -susurró Adolf, y lo cierto es que todos los hombres llevaban la cabeza tapada.

        Adolf había descubierto que en aquel momento se celebraba una boda en la sinagoga. La ceremonia me impresionó mucho. La congregación empezó con un canto alterno, que me gustaba. Luego el rabino dio un sermón en hebreo y finalmente colocó las filacterias en las frentes de la pareja que se casaba. De nuestra extraña visita extraje la conclusión de que en realidad Adolf quería estudiar a fondo el problema judío y así convencerse de que las prácticas religiosas de los judíos aún persistían. Esperaba que al hacerlo su visión sesgada se moderara, pero me equivocaba, ya que un día Adolf llegó a casa y anunció decidido:

 

  • Hoy me he apuntado a la Unión Antisemita y también he anotado tu nombre.

           Aunque me había acostumbrado a que me avasallara en los asuntos políticos, aquella vez había ido demasiado lejos. Y aún me sorprendía más considerando que Adolf solía evitar apuntarse a cualquier sociedad u organización. No dije nada, pero decidí encargarme de mis propios asuntos en el futuro.

 

                Cuando pienso en aquellos días en Viena y en nuestras largas conversaciones nocturnas puedo afirmar que entonces Adolf adoptó una filosofía de vida que pasó a guiarlo a partir de ese momento. De ella extraía sus impresiones y experiencias inmediatas en las calles y la ampliaba y profundizaba con sus lecturas. Lo que yo oía era la primera versión, que solía ser desequilibrada e inmadura, pero que se planteaba aún con más pasión.

 

                En aquella época no me tomaba todas aquellas cosas muy en serio porque mi amigo no tenía ningún papel en la vida pública y no conocía a nadie excepto yo, y de la misma manera sus planes y proyectos políticos flotaban en el aire. Nunca había pensado que más adelante acabaría llevándolos a cabo.


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