Como solíamos recorrer el vestíbulo durante los entreactos de la ópera, me sorprendía cuánta atención nos prestaban las chicas y mujeres. Resulta comprensible que al principio me preguntara quién de nosotros era el objeto de aquel interés nada disimulado y pensara en secreto que debía de ser yo. No obstante, al fijarme más detenidamente, enseguida me di cuenta de que yo no era la preferencia evidente, sino mi amigo. Adolf atraía tanto a las mujeres que pasaban, a pesar de sus ropas sencillas y su actitud fría y reservada en público, que en ocasiones una u otra se daba la vuelta para mirarlo, lo que según la etiqueta estricta predominante en la ópera se consideraba muy inapropiado.
Y esta situación aún me sorprendía más teniendo en cuenta que Adolf no hacía nada para provocar tal comportamiento: al contrario, apenas se fijaba en las miradas alentadoras de las damas, o como mucho me hacía un comentario preocupado al respecto. Aquellas observaciones bastaban para demostrar que sin duda mi amigo contaba con la aprobación del sexo opuesto aunque, para mi sorpresa, nunca se aprovechaba de ello. ¿Acaso no entendía aquellas invitaciones inequívocas, o no quería entenderlas? Me imaginaba que no quería, ya que Adolf era un observador demasiado perspicaz y crítico para no ver lo que sucedía a su alrededor, sobre todo si le concernía a él mismo. ¿Entonces por qué no aprovechaba aquellas oportunidades?
Cada vez que algo tenía que ver con miembros del sexo opuesto era “asunto suyo, no mío”, sin importar a qué clase pudiera pertenecer la mujer en cuestión. Incluso en la calle mostraban preferencia por mi amigo. Cuando por la noche volvíamos a casa de la ópera o del Teatro Burg, de vez en cuando alguna transeúnte se nos acercaba, pese a nuestro aspecto pobre, y nos pedía que fuéramos a casa con ella, pero en estos casos era solamente Adolf quien recibía la invitación. (Tempus)
Siempre que se tratara de miembros del bello sexo, se trataba de “es cosa tuya, no mía, fuera cual fuera la capa social a la que pertenecieran las mujeres en cuestión. Incluso en la calle se ponía de manifiesto esta predilección de las mujeres por mi amigo. Cuando a altas horas de la noche regresábamos por las callejuelas, se acercaba a nosotros de vez en cuando, y a pesar de nuestros modestos atuendos, alguna de aquellas ligeras muchachas, y nos invitaba a acompañarla. Pero era siempre a Adolf a quien iban dirigidas estas invitaciones. (Traducción de 1955)
Recuerdo bastante bien que en aquella época solía preguntarme qué era lo que las chicas encontraban tan atractivo en Adolf. Desde luego se trataba dar un joven bien parecido con rasgos regulares, pero en absoluto se trataba de lo que se entiende por “hombre guapo” Había visto hombres guapos lo bastante a menudo en el escenario como para saber lo que querían decir las mujeres con eso. ¿Quizás les atraían los ojos extraordinariamente brillantes, o la extraña expresión severa del rostro ascético? O puede que fuera sencillamente su indiferencia evidente ante el sexo opuesto lo que las invitara a poner a prueba su resistencia. Fuera lo que fuera, las mujeres parecían notar algo excepcional en mi amigo, a diferencia de los hombres como por ejemplo sus maestros y profesores.
Creo que puedo afirmar que Adolf nunca conoció a una chica, ni en Linz ni en Viena, que realmente se entregara a él.
Debo afirmar categóricamente que Adolf, en todos los sentidos tanto físicos como sexuales, era absolutamente normal. Lo que resultaba extraordinario en él no se encontraba en las esferas eróticas o sexuales, sino en otros aspectos distintos de su ser.
Adolf había escrito a Stefanie una vez durante aquel periodo. Ya no se puede saber si aquella carta se envió antes o durante el tiempo que vivimos juntos en Viena. La carta en sí se ha perdido, y llegué a enterarme de su existencia de una manera curiosa. Le conté a mi amigo el doctor Jetzinger, un archivero que trabajaba en una biografía sobre Adolf Hitler, que Adolf estaba enamorado de Stefanie. El erudito averiguó la dirección de la anciana dama, viuda de un coronel, que vivía en Viena, fue a visitarla y le planteó una petición peculiar: que le hablara de un conocido de juventud, un joven y pálido estudiante de la Humboldstrasse, que más adelante se mudó la Blütengasse en Urfahr. Y añadió que solía esperarla cada noche en el Schmiedtoreck, acompañado de su amigo. Tras decirle todo esto, la anciana dama empezó a hablar de bailes y danzas, excursiones, viajes en carruaje y demás que había disfrutado con hombres jóvenes, en su mayoría oficiales, pero por mucho que se esforzara no conseguía recordar a aquel extraño joven, aun cuando, para gran sorpresa de la dama, se enteró de su nombre. De repente recordó algo. ¿Acaso no había recibido una vez una carta, escrita de un modo confuso, que hablaba de un juramento solemne, le suplicaba que no perdiera la fe y que se limitara a esperar noticias de quien le escribía hasta que hubiera concluido su formación de artista y alcanzara una posición estable? La carta no estaba firmada. Por su estilo, prácticamente se puede concluir que fue Adolf Hitler quien la mandó, y eso fue todo lo que dijo la anciana dama al respecto.
Cuando los pensamientos sobre su amada lo sobrepasaban ya no hablaba directamente de Stefanie, sino que se lanzaba entusiasmado de cabeza a disertaciones sobre el fomento de los matrimonios jóvenes por parte del estado, sobre la posibilidad de ayudar a las mujeres trabajadoras a conseguir sus ajuares a través de préstamos, y de ayudar a las familias jóvenes con muchos hijos a comprar casa con jardín. Recuerdo que en este caso tuvimos las discusiones más violentas respecto a un punto en particular. Adolf sugería que se fundaran algunas fábricas de muebles del estado para que las jóvenes parejas casadas pudieran amueblar sus casas con poco dinero. Yo me oponía mucho a la idea de los muebles producidos en seis; a fin de cuentas, podía hablar sobre ese tema con conocimiento de causa. Yo le dije que los muebles tenían que ser piezas buenas y de gran calidad, y no hacerse a máquina. Hicimos nuestros cálculos y ahorramos en otros aspectos para que la pareja recién casada pudiera disponer de muebles buenos y de calidad en su hogar, colchones de plumas suaves, sillas forradas de tela y sofás, todos elegantes, para que se viera que aún existían maestros tapiceros que dominaban su oficio.
Gran parte de lo que Adolf solía contarme en aquellas largas charlas nocturnas se concentra en una frase en particular que sigue en mi memoria, y en este caso la que connota estas discusiones apasionadas es el extraño cliché Die Flamme des Lebens, “la llama de la vida”. Cada vez que se planteaban los temas del amor, el matrimonio o las relaciones sexuales, surgía esa fórmula mágica. Mantener la llama de la vida pura e inmaculada sería la tarea más importante de aquel “estado ideal” con el que mi amigo se entretenía en sus horas solitarias. Dada mi preferencia por la precisión, no estaba muy seguro de lo que quería decir Adolf cuando hablaba de esa llama de la vida, y en ocasiones la frase cambiaba de significado. Pero creo que al final lo entendía bien. La llama de la vida era el símbolo del amor sagrado que se despierta entre el hombre y la mujer que se han mantenido puros en cuerpo y alma y merecen una unión que produzca niños sanos para el país.
Empezaba con la “tempestad de la revolución” y seguía con innumerables consignas políticas y sociales hasta el “sagrado Reich de todos los alemanes”. Puede que Adolf hallara algunas de estas frases en libros, peo otras las había acuñado él mismo. (Tempus)
Empezaba con el “embate de la revolución”, para continuar luego con todas sus consignas políticas y sociales hasta el “Santo Reich de todos los alemanes” Es posible que Adolf hubiera encontrado parte de estas consignas en los libros. De otras tengo la seguridad de que fueron acuñadas por él. Lentamente iban uniéndose estas consignas hasta formar un sistema prácticamente cerrado. Dado que no podía suceder nada, por lo que no estuviera interesado Adolf, todo fenómeno propio del tiempo era inmediatamente examinado, para ver si era posible encajarlo entre sus ideas políticas. (Traducción de 1955)
A veces mi memoria se permite extrañas yuxtaposiciones, así que inmediatamente después de la llama sagrada e inalcanzable de la vida venían el “pozo de iniquidad”, aunque en el mundo de ideas de mi amigo esta expresión representaba el grado más bajo. Claro que en el estado ideal ya no quedaba ningún pozo de iniquidad. Con aquellas palabras Adolf describía la prostitución que entonces estaba extendida por Viena. Como fenómeno típico de aquellos años de decadencia moral generalizada, nos la encontrábamos en las formas más variadas, tanto en las calles elegantes del centro como en los barrios bajos de los suburbios. Todo aquello enfurecía muchísimo a Adolf. Porque no culpaba solamente de la propagación de la prostitución a aquellas que la ejercían, sino a los responsables de la situación social y económica imperante. Decía que aquella prostitución era un “monumento a la vergüenza de nuestra época”. Una y otra vez, abordaba el problema y buscaba una solución mediante la cual en el futuro cualquier tipo de “amor comercial” resultara imposible.
Hubo una noche que no he olvidado. Habíamos ido a la representación de El despertar de la primavera de Wedekind y, de manera excepcional, nos habíamos quedado hasta el último acto. Entonces atravesamos la Ring en dirección a casa y giramos por la Siebensterngasse. Adolf me agarró del brazo y dijo inesperadamente:
- Ven Gustl, tenemos que ver el pozo de iniquidad una vez.
No sé qué le había sugerido esta idea, pero ya se había metido en la pequeña y poco iluminada Spittelberggasse.
Así que allí estábamos. Pasamos por delante de casas bajas de una sola planta. Las ventanas, que quedaban al nivel de la calle, estaban iluminadas para que los transeúntes pudieran ver directamente las habitaciones. Las chicas estaban ahí sentadas, algunas detrás del cristal de una ventana, otras ante la ventana abierta. Algunas aún eran increíblemente jóvenes, otras estaban prematuramente envejecidas y consumidas. Permanecían ahí sentadas con un vestuario mínimo y desaliñado, maquillándose o peinándose o mirándose al espejo, sin perder de vista en ningún momento a los hombres que pasaban.
Aquí y allá se paraba algún hombre, se inclinaba hacia la ventana para mirar a la chica escogida y tenía lugar un apresurado intercambio de susurros. Luego, como señal de que el pacto había concluido, se apagaba la luz. Aún recuerdo cómo me sorprendió esta costumbre en particular, ya que según las ventáis oscurecidas se podía ver cómo iba el negocio. Entre los hombres, era una convención aceptada no ponerse delante de las ventas sin luz.
Nosotros ni siquiera nos pusimos delante de las ventanas iluminadas, sino que continuamos hasta la Burggasse al otro extremo de la calle. No obstante, al llegar allí, Adolf dio media vuelta y volvimos a pasearnos por el pozo de iniquidad. Yo opinaba que la primera experiencia habría bastado, pero Adolf ya me estaba arrastrando a las ventanas iluminadas. Puede que también aquellas chicas hubieran notado ese “algo especial” que tenía Adolf, puede que se hubieran percatado de que en esta caso tenían que tratar con hombres con limitaciones morales, como los que en ocasiones venían del campo a la ciudad profana. Recuerdo cómo una de aquellas chicas aprovechó justo el instante en que pasábamos por su ventana para quitarse la ropa interior, probablemente para cambiársela, mientras otra se entretenía con sus medias y mostraba las piernas desnudas. Me alegré de verdad cuando terminó aquel acoso para excitarnos y alcanzamos finalmente la Westbahnstrasse, pero no dije nada, mientras que Adolf se enfadó aún más por los trucos de seducción de las prostitutas.
En casa, Adolf empezó a aleccionarme sobre sus nuevas impresiones de una manera fría y objetiva, como si hablara de su actitud hacia la lucha contra la tuberculosis, o hacia la incineración. Me sorprendió mucho que pudiera hablar de ello sin ninguna emoción íntima. Declaró que ya había aprendido cómo funcionaba el mercado del amor comercial, y por lo tanto había satisfecho el propósito de su visita. El origen radicaba en el hecho de que el hombre sentía la necesidad de satisfacción sexual, mientras que las chicas en cuestión pensaban solo en sus ganancias con las que, probablemente, mantenían a un hombre al que realmente amaban, siempre asumiendo que aquellas chicas fueran capaces de amar. En la práctica, hacía tiempo que la llama de la vida se había extinguido en aquellas pobres criaturas.
Hubo otro incidente que me gustaría explicar. Una noche, en la esquina de Mariahilferstrasse, un hombre bien vestido y de aspecto acomodado se nos puso a hablar y nos preguntó sobre nosotros. Cuando le dijimos que éramos estudiantes (“Mi amigo estudia música”, explicó Adolf, “y yo arquitectura”), nos invitó a cenar al Hotel Kummer. Nos dejó que pidiéramos todo lo que quisiéramos y por una vez Adolf tuvo la oportunidad de comer tantas tartas y pastelitos como fue capaz. Mientras tanto, nos contó que era un fabricante de Vöcklabruck y no quería saber nada de las mujeres, ya que sólo eran unas cazafortunas. Me interesó especialmente lo que dijo sobre la música de cámara, que le interesaba. Le dimos las gracias, salió del restaurante con nosotros, y nos fuimos a casa. Luego Adolf me preguntó si me gustaba aquel hombre.
- Mucho -contesté-. Un hombre muy culto, con inclinaciones artísticas marcadas.
- ¿Y qué más? - continuó Adolf con una expresión enigmática en su rostro.
- ¿Qué más quieres que haya? -pregunté sorprendido.
- ¡Es que parece que no entiendes de qué va todo esto, Gustl, fíjate en su tarjetita!
- ¿Qué tarjeta?
De hecho, aquel hombre había pasado su tarjeta a Adolf sin que me diera cuenta, y en ella había garabateado una invitación para que lo visitara en el Hotel Kummer.
- Es un homosexual -explicó Adolf con toda naturalidad.
Me quedé perplejo. Nunca había oído aquella palabra, ni mucho menos tenía noción alguna sobre lo que significaba realmente. Así que Adolf me explicó aquel fenómeno. Naturalmente, hacía tiempo que también contemplaba ese problema y, dado que era una práctica anormal, quería que se luchara implacablemente contra ella, y evitaba escrupulosamente cualquier tipo de contacto con hombres semejantes. La tarjeta de visita del famoso fabricante de Vöcklabruck desapareció en nuestra estufa.
Me parecía bastante natural que Adolf se apartara asqueado y repugnado de aquellas y otras aberraciones (“extravíos”, en traducc. 1955) sexuales de la gran ciudad, que evitara masturbarse aunque muchos jóvenes sí solían hacerlo, y que en todos los asuntos del sexo obedeciera las reglas estrictas que había establecido para el estado futuro y para él mismo. ¿Pero entonces por qué no trataba de zafarse de su soledad, de hacer amigos y encontrar estímulos nuevos en compañía seria, inteligente y progresista? ¿Por qué seguía siendo un lobo solitario, que evitaba cualquier contacto con la gente, aunque le interesaban muchísimo todos los asuntos humanos? Qué fácil le habría resultado, con sus talentos evidentes, hacerse un sitio en aquellos círculos sociales de Viena que se mantenían apartados de la decadencia general, de los que podría haber adquirido no sólo ideas y conocimientos, sino que además habrían supuesto un cambio en su vida solitaria. Había muchas más personas totalmente decentes en Viena que de otra clase, aunque resultaban menos notorios. Así que no tenía ningún motivo para evitar a la gente por motivos morales. De hecho, no era la arrogancia lo que lo retenía, sino más bien la pobreza, y la consiguiente susceptibilidad que lo hacía vivir sin los demás. Además, pensaba que se degradaba si asistía a una reunión social, o a cualquier tipo de distracción. Tenía una opinión demasiado elevada de sí mismo para un flirteo superficial o para una relación meramente física con una chica. El hecho es que nunca nos habríamos permitido participar en tales aventuras. Cualquier paso en aquella dirección habría significado el fin inevitable de nuestra amistad, ya que, aparte de que a Adolf le desagradaban mucho tales vínculos, no habría tolerado que mostrara interés en otras personas. Como siempre, nuestra amistad debía ser completamente exclusiva respecto a todos los demás intereses.
En aquella ciudad corrupta, mi amigo se rodeaba de un muro de principios inquebrantables que le permitían desarrollar una libertad interior pese a todos los peligros que lo rodeaban. Como solía decir, tenía miedo de infectarse. Por fin entendí que no se refería solamente a infecciones venéreas sino a una infección más general, es decir, al miedo a verse atrapado en las condiciones imperantes y a acabar viéndose arrastrado al torbellino de corrupción. No sorprende que nadie le entendiera, que lo tomaran por excéntrico, y que los pocos que entraron en contacto con él lo tacharan de presuntuoso y arrogante.
Seguía su camino sin verse afectado por lo que le rodeaba, pero también sin poder vivir un gran y auténtico amor que lo devorara. Seguía solo, y extraña contradicción, en su ascetismo estricto y monacal guardaba la llama sagrada de la vida.
Yo creo que hitler no tuvo novia en viena porque el solo amaba a estefania y solo sentia amor por ella.
ResponderEliminarNacho con respecto a la relacion amorosa de Hitler con la chica francesa Charlotte Lobjoie en la 1º guerra mundial ¿das por verdadera esta historia? Si esta historia es cierta entonces charlotte seria la primera novia de Hitler. El historiador Werner Maser afirma la teoria del Hijo de Hitler en tres puntos.
* Documentos militares que muestran que Hitler hizo pagos de manutención a su Hijo Jean Marie Loret
*Un soldado ingles en 1944 durante la batalla de la bolsa de falaise se refugio en casa de charlotte y ella le conto toda la verdad sobre la historia de amor con Hitler
* Maser confirmó en una entrevista con el National-Zeitung en 2004 que Jean Marie Loret era claramente el hijo de Hitler y continuó afirmando que las autoridades de Francia lo habían reconocido.
Hay otra Historia de que Hitler tuvo un Hijo con Eva Braun, Los norteamericanos encontraron junto con el testamento de Hitler una foto de un Niño que se parecía mucho a el.
https://www.abc.es/archivo/periodicos/abc-madrid-19460101-81.html
http://hemeroteca.lavanguardia.com/preview/1946/01/01/pagina-15/33103063/pdf.html
Un saludo tocayo!!
Hola tocayo, la "chica francesa" dijo que había tenido un hijo con un soldado alemán "en una noche de copas" durante la Primera Guerra Mundial. No me puedo imaginar a Hitler ni de copas ni acostándose con una desconocida, la verdad. La mujer dio al hijo en adopción y unos años más tarde le contó quién era su supuesto padre. Pues bien, este supuesto hijo reclamó los derechos de autor del Mein Kampf simplemente con unas pruebas sanguíneas y una comparación grafológica. Nada serio. Para mi la cuestión es bien simple: si Hitler hubiera tenido un hijo, se sabría perfectamente. Todo son conjeturas y maniobras para seguir vendiendo.
EliminarTampoco creo que tuviera un hijo con Eva Braun. Según el artículo que me pasas del ABC, el hijo tendría unos 12 años en el momento que el matrimonio murió en el búnker. Eso nos lleva al año 1933, un año en que el Führer apenas veía a Eva Braun. Tampoco me parece compatible el intento de suicidio de Eva Braun en los años treinta, siendo madre. Por otra parte, conociendo el testamento de Hitler, en donde procuró dejar dinero a todos sus seres queridos, es incomprensible que no diera instrucciones para la manutención y educación de su supuesto hijo.
Ningún historiador, digamos de los "serios" reconocidos de Hitler ha podido constatar nada de eso. Y, créeme, si pudieran hacerlo lo harían para vender su exclusiva.
Muchas Gracias nacho!! Me interesaba muchísimo saber tu opinión sobre los supuestos hijos de Hitler. En la historia aunque a veces se den Cosas materiales, hechos, y argumentos con que se prueba o se intenta probar algo, eso no es suficiente para saber la verdad y sobre Hitler hay muchas leyendas que no sabemos si son ciertas
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