Kubizek: Intervalo no militar - Enojosa interrupción

 


Un buen día -debía de ser a principios de abril de 1908-, recibí una carta. Como Adolf nunca decía cartas, yo solía mostrarme discreto respecto a las mías para no herir sus sentimientos, pero en seguida se percató de que aquella carta debía de tener una importancia especial.


- ¿Qué ocurre, Gustl? -me preguntó afable.


Yo me limité a responder:


-Mira, léela.


Aún recuerdo cómo le cambió el color de la cara, cómo adquirieron sus ojos aquel brillo extraordinario que solía anunciar un ataque de ira. Empezó a despotricar.


- ¡No te vas a alistar bajo ningún concepto, Gustl! -gritó-. Serás un idiota si vas. ¡Lo mejor que puedes hacer es romper este estúpido papel!


Me puse en pie de un salto y le arrebaté los papeles de reclutamiento antes de que la furia provocara que los rompiera en pedacitos. Yo mismo estaba tan alterado que Adolf no tardó en calmarse. Mientras caminaba arriba y abajo dando grandes zancadas entre la puerta y el Iano, no tardó en elaborar un plan para sacarme del apuro en el que me encontraba.


-Aun no estamos seguros de que te vayan a declarar apto -señaló calmado-. A fin de cuentas, sólo han pasado seis años desde aquel terrible ataque de neumonía, que casi acaba contigo. Si, tal y como yo espero, no estás en buena forma, toda esta excitación habrá sido en vano.


Adolf me sugirió que debía seguir las instrucciones e ir a Linz y presentarme ante el comité médico. Si me declaraban apto, entonces debía atravesar de inmediato y en secreto la frontera hasta Alemania en Passau. Bajo ningún concepto iba a servir al ejército austrohúngaro. Declaró que el moribundo Imperio de los Habsburgo no se merecía un solo soldado. Como mi amigo era nueve meses más joven que yo, no esperaba que lo llamaran a filas hasta el año siguiente, 1909, pero como resultaba evidente, ya había tomado una decisión respecto a este tema y no tenía ninguna intención de servir en el Ejército Austríaco. Puede que deseara utilizarme de conejillo de Indias y averiguar si la solución que sugería funcionaría realmente en la práctica. 


Para Adolf, incluso la idea de que yo sirviera en la Reserva era una concesión demasiado grande al Imperio de los Habsburgo e insistió una y otra vez, tratando de persuadirme de que aceptara su plan hasta el mismo instante en que acabé de hacer las maletas.


En Linz, le conté a mi padre lo que había sugerido mi amigo, ya que la idea me intrigaba bastante. No me entusiasmaba nada el servicio militar e incluso las ocho semanas en la Reserva me parecían espantosas. Mi padre se mostró aún más horrorizado de lo que se. Había mostrado el director.


- Por el amor de Dios, ¿en qué estás pensando? -exclamó negando con la cabeza.


Afirmó que si me dirigía a la frontera en secreto o, llamando a las cosas por su nombre, si desertaba, podrían procesarme. Además de eso, nunca podría volver a casa, y mis padres, que ya habían hecho muchos sacrificios por mí, me perderían para siempre. 


Escribí a Adolf explicándole que había decidido seguir el consejo del director del Conservatorio y que al cabo de pocos días me harían el examen médico, después del cual iría a Viena con mi padre. Puede que mientras tanto Adolf también se lo hubiera pensado mejor y se hubiera percatado de que el camino que había pensado para sí mismo no era adecuado para mí, porque en su respuesta ni siquiera lo mencionaba. O claro, también puede ser que no quisiera escribir sobre su plan, que a fin de cuentas era bastante arriesgado. Por otro lado, obviamente se mostraba muy contento de que mi padre pensara volver conmigo a Viena (ese viaje nunca tuvo lugar).


También había explicado a Adolf que me llevaría la viola por si surgía alguna actuación con una orquesta para poder ganar un poco de dinero extra. Durante los estudios en Viena había contraído conjuntivitis y en Linz me había tratado un oculista, por lo que advertí a Adolf que no debía sorprenderse si llegaba a Westbahnhof con gafas. Por suerte aun conservo la carta que escribió respondiéndome, dirigida al “estudiante de música Gustav Kubizek”.



Querido Gustl,


Te agradezco mucho tu carta, y también debo decirte inmediatamente cuándo me 

alegró saber que tu padre viene contigo a Viena. Siempre y cuando ni tu padre ni 

tú tengáis ninguna objeción, iré a buscaros a la estación el jueves a las once en 

punto. Me escribes contándome que estás teniendo un tiempo estupendo, lo que

casi me molesta, ya que, si aquí no lloviera, también tendríamos un tiempo 

estupendo. Me alegro mucho de que traigas la viola. El martes me gastaré dos

coronas en algodón y veinte kreuzers en engrudo, para los oídos, naturalmente.

Me afecta mucho que además de todo lo anterior te estés quedando ciego: 

tocarás las notas peor que nunca. Así que te quedarás ciego y yo me iré volviendo

loco. ¡Vaya por Dios! Pero mientras tanto al menos os deseo a tus queridos padres

y a ti una feliz Pascua y les mando cordiales saludos, y también a ti.


Tu amigo,

Adolf Hitler


Esta carta tiene fecha del 20 de abril, así que Adolf la había escrito el día de su cumpleaños. Considerando sus circunstancias en aquella época, no sorprende que no lo mencionara. Puede que incluso no se diera cuenta de que era su cumpleaños. Todo lo que en la carta se refiere a mi padre es perfectamente educado. Incluso pregunta si nos parece bien que venga a recibirnos, pero en cuanto se refiere al tiempo aparece su sarcasmo. “Si aquí no lloviera, también tendríamos un tiempo estupendo”. 


Cuando volví  a Viena -sin las temidas gafas-, Adolf me recibió muy calurosamente porque, a pesar de todo, se alegraba de que continuara viviendo con él. Aunque claro, también se burló mucho del “reservista”. Dijo que no era capaz de imaginarse cómo podrían hacer de mí un soldado. Y la verdad es que yo tampoco, pero era algo que podía compaginar con mis estudios. 


Sabía cuánto le gustaban el campo, los bosques y, en particular la lejana cordillera azul. Encontró una solución personal a este problema mucho antes que yo, ya que cuando la habitación de Frau Zakreys resultaba demasiado estrecha e irrespirable, y el hedor de la parafina le resultaba insoportable, se iba al parque Schönbrunn, pero a mí no me bastaba. Quería explorar más zonas del campo en los alrededores de Viena. Adolf me explicó que él también quería, pero que no tenía dinero para semejantes “gastos extra”. Eso podía solucionarse, ya que uno me encargaba de invitarlo a tales excursiones y, para asegurarme de ello, compraba provisiones para ambos el día antes. En segundo lugar -y eso era mucho más difícil-, si de verdad queríamos hacer una excursión que durara todo el día, tenía que levantarse temprano. Antes prefería hacer cualquier otra cosa, ya que era lo que más le costaba. 


Intentar despertarlo era una empresa arriesgada: es probable que se pusiera totalmente imposible.


- Ni una nube a la vista: brilla el sol -le anunciaba, pero en cuanto me daba la vuelta, Adolf se había vuelto a dormir profundamente. 


Si lograba sacarlo de la cama y ponerlo en marcha tenía que considerar las primeras horas perdidas, porque después de despertarlo tan “temprano” se quedaba callado y resentido durante mucho rato, y sólo respondía a las preguntas con gruñidos reticentes. Hasta que no nos habíamos alejado al verde y luminoso campo no salía de su enfurruñamiento. Y luego, por supuesto, estaba contento y satisfecho e incluso me agradecía que hubiera insistido en despertarlo. 


Hermannskogel


Nuestro primer objetivo fue el Hermannskogel en los bosques de Viena, y tuvimos mucha suerte con el tiempo. Una vez en la cima juramos que saldríamos lejos más a menudo. El domingo siguiente volvimos a los bosques de Viena. Sentíamos que estábamos preparados para cualquier cosa, aunque realmente no teníamos un aspecto muy emprendedor con nuestra ropa urbana y zapatos ligeros. Aquel día hicimos un viaje muy largo para lo que estábamos acostumbrados, desde el inicio del Tullner Feld, y por Rielad y Purkersdorf al volver a la ciudad. A Adolf le encantaba aquella parte del campo y decía que le recordaba a cierta parte de Müllhviertel que le gustaba mucho. Sin duda alguna y aunque no lo expresara, él también añoraba la tierra de su niñez y adolescencia, aunque no quedara una sola persona a quien le importara. 


Wachau



Me tomé un día libre del Conservatorio para ir al Wachau. Tuvimos que llegar a la estación muy temprano para tomar un tren a Melk, y hasta que no vio el maravilloso monasterio Adolf no aceptó el haber madrugado, pero entonces cuánto lo disfrutó… me costó sacarlo de allí. No se ceñía al circuito guiado, sino que buscaba pasajes secretos y escaleras escondidas por todas partes, que pudieran llevarle a los cimientos: quería examinar cómo se había construido en las rocas. La verdad es que uno casi no podía creerse que la mole imponente hubiera surgido de la piedra. Después del monasterio, pasamos mucho rato en la bonita biblioteca y luego subimos al barco de vapor que red corría el espléndido Wachau engalanado de mayo. 


Adolf estaba cambiado, aunque sólo fuera por volver a estar en el Danubio, su río amado. Viena no se había construido tan alrededor del Danubio como por ejemplo Linz, donde existía opción de permanecer en el puente y esperar a que se acercara una doncella rubia distinguida de Urfahr. Echaba de menos el Danubio casi tanto como aún añoraba a Stefanie. Y en ese momento los castillos, los pueblos, los viñedos en la ladera pasaban delicadamente por nuestro lado, porque no parecía que avanzáramos nosotros, sino más bien como si permaneciéramos quietos con aquel paisaje maravilloso flotando a nuestro lado a un ritmo pacífico. 

Semmering


Lo que más recuerdo es una excursión a la montaña que hicimos a comienzos de verano. Semmering quedaba lo bastante lejos como para que Adolf pudiera recuperarse de haber madrugado. Inmediatamente después de Wiener Neustadt, el campo se volvía montañoso. El ferrocarril tenía que alcanzar las alturas del Semmering describiendo curvas amplias. Para llegar a los 980 metros de altura tuvo que dar muchos giros y pasar por túneles y viaductos. Adolf quedó encantado con el audaz diseño de la vía; las sorpresas se sucedían. Le habría gustado salir y recorrer caminando aquel tramo de vía para poder inspeccionarla. Ya me estaba preparando para escuchar una charla exhaustiva sobre la construcción de ferrocarriles de montaña en cuanto se presentara la ocasión, ya que seguro que a él se le habría ocurrido un diseño aún más audaz, incluso viaductos más elevados y túneles más largos. 


Como siempre ocurría con Adolf, su voluntad tenía que compensar lo que pudiera faltar. No llevábamos comida, porque nuestra idea original era bajar de las alturas del Semmering a Gloggnitz. Ni siquiera llevábamos mochila y nuestra ropa era la que llevábamos para nuestros paseos por la ciudad. Los zapatos eran demasiado ligeros, de suelas finas y sin clavos. Vestíamos pantalón y chaqueta, sin nada que nos abrigara. Pero el sol brillaba y éramos jóvenes, así que, ¡adelante!


La aventura que vivimos al bajar eclipsó nuestro ascenso de tal manera que ya no sabría decir que ruta tomamos. Ahora lo único que recuerdo es que ascendimos durante varias horas antes de alcanzar el llano en la cima de la montaña. Nos parecía que estábamos en un pico de una montaña, y me invadió una extraña sensación de libertad, como si ya no perteneciera a la tierra, sino que ya estuviera cerca del cielo. 


Adolf estaba muy afectado y permanecía de pie en la cumbre sin decir palabra. Teníamos una vista panorámica de toda la región. Aquí y allá, entre los prados y bosques coloridos, se alzaba la torre de una iglesia o un pueblo. ¡Qué insignificantes e intrascendentes parecían las obras del hombre! Fue un momento maravilloso, puede que fuera el más hermoso que experimenté jamás con mi amigo. Nos entusiasmamos tanto que nos olvidamos del cansancio. En algún rincón del bolsillo encontramos un pedazo de pan seco y nos apañamos con eso. Estábamos disfrutando tanto del día que apenas habíamos reparado en el tiempo. ¿Acaso no brillaba el sol hasta un instante? Pero entonces, de repente, hicieron su aparición unas nubes oscuras y cayó la niebla. Ocurrió tan rápido como si se hubiera producido un cambio de decorado. 


Por mucho que corríamos, la tormenta iba acortando las distancias. Las primeras gotas ya estaban salpicando los bosques, y la lluvia no tardó en aparecer. ¡Y menuda lluvia! Auténticos torrentes de agua empezaron a caer procedentes de nubes que parecían cernirse justo por encima de las copas de los árboles. Corrimos sin parar, tan rápido como pudimos,. Era inútil intentar protegernos. No tardamos en quedar completamente empapados, y los zapatos llenos de agua: no había casas, ni refugios, ni ningún tipo de lugar para guarecerse miráramos donde miráramos. A Adolf no le molestaban nada los rayos ni los truenos, ni la tormenta ni la lluvia. Para mi sorpresa estaba de un humor espléndido, y, aunque calado hasta los huesos, se fue animando más a medida que aumentaba la lluvia. 


Cruzamos el camino pedregoso dando saltos y de repente, justo al lado, vi un pequeño refugio. No tenía sentido continuar corriendo bajo la lluvia, y, además, estaba oscureciendo, así que sugerí a Adolf que debíamos quedarnos a pasar la noche en aquella cabaña. Él accedió de inmediato: no quería que la aventura terminara. 


Inspeccioné la cabaña de madera. En la mitad inferior había un montón de heno, seco y suficiente para que ambos durmiéramos sobre él. Adolf se quitó los zapatos, la chaqueta y los pantalones y empezó a escurrir la ropa.


- ¿Tú también tienes hambre? -me preguntó. 


Se sintió un poco mejor cuando le dije que sí. Una pena compartida es media pena, y al parecer esta idea servía también para el hambre. Mientras tanto, en la parte superior de la cabaña había encontrado unos trozos grandes de tela basta que los campesinos usaban para bajar el heno por las laderas empinadas de la montaña. A mí me daba mucha pena Adolf, que estaba ahí en la entrada con la ropa interior empapada, tiritando de frío mientras escurría las mangas de la chaqueta. Como era sensible a cualquier clase de enfriamiento, muy fácilmente podía contraer neumonía, así que cogí uno de los trozos cuadrados y grandes, lo extendí sobre el heno y le dije a Adolf que se quitara la camisa y los calzoncillos mojados y se envolviera en la tela. Y eso hizo.


Se echó desnudo sobre la tela mientras yo agarraba los extremos y lo envolvía ajustándola con firmeza a su alrededor. Entonces agarré un segundo pedazo y se lo coloqué por encima, tras lo cual escurrí toda nuestra ropa y la colgué, me envolví en un trozo de tela y me eché. Para que no nos congeláramos durante la noche, arrojé un fardo de heno por encima del bulto que formaba Adolf, y otro por encima de mí.


No sabíamos qué hora era ya que ninguno de los dos tenía reloj, pero bastaba con saber que fuera era noche cerrada y que llovía incesantemente sobre el techo de la cabaña. Lejos, en algún lugar, se oía ladrar a un perro, así que no nos encontrábamos muy lejos de alguna población, y esa idea me consoló. Pero cuando se lo mencioné a Adolf, se mostró bastante indiferente. Estaba disfrutando enormemente de toda aquella aventura y su final romántico lo atraía especialmente. Ya empezábamos a entrar en calor, y nos habríamos sentido casi cómodos en el pequeño refugio si no hubiéramos estado muertos de hambre. Volví a pensar en mis padres y me dormí.


Cuando me desperté por la mañana, la luz del día ya se filtraba a través de los huecos de las tablas. Me levanté. Nuestra ropa estaba casi seca. Aún recuerdo cuánto me costó despertar a Adolf. Cuando finalmente se despertó, se quitó los envoltorios de los pies, y, con la tela envuelta alrededor de él, se dirigió hasta la puerta para ver qué tiempo hacía. Su figura enjuta y erguida, con la tela blanca colocada a modo de toga por los hombros, parecía la de un asceta hindú.


Aquella fue nuestra última gran excursión juntos. Igual que mi visita al comité médico había resultado una interrupción desagradable de nuestra vida en Viena, nuestros paseos y aventuras fueron interrupciones hermosas y extremadamente deseadas de nuestra vida sombría y sin sol en la Stumpergasse. 

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