El Hitler de Núremberg - Fernando Paz

 


Al final del libro "Nuremberg, Juicio al nazismo", Fernando Paz dedica un estudio a la personalidad de Hitler basada en los testimonios de sus colaboradores más cercanos. La bibliografía que emplea Paz es fácilmente obtenible en España, así que he optado por ampliar mediante esos libros las descripciones que hacen los colaboradores. Fernando Paz hace un estudio más o menos imparcial, serio, y que pretende desmitificar lo que él llama "El Hitler de Nuremberg", es decir, la imagen de Hitler que aun perdura en nuestros días. El texto en negro forma parte del libro de Fernando Paz, en rojo añado el texto de la bibliografía empleada por él y que, por cuestiones de espacio entiendo que no incluyó. De esta forma el estudio queda más completo.

El Hitler de Núremberg 

Nuremberg, juicio al nazismo. Fernando Paz


  La versión que Hjalmar Schacht dio de sus relaciones con Hitler tenía e resultar, en primer lugar, adecuada a su línea de defensa, pero que también, y sobre todo, creíble para la fiscalía y para sus compañeros de banquillo. Si bien estaba claro que Hitler era la ausencia más notable, de todas las que habían dejado su hueco en el banquillo de Nuremberg, y que, ante todo, Hitler era un misterio, los norteamericanos habían tratado de aclarar todo lo referente a su personalidad y a las relaciones había mantenido con los acusados, así como su papel en que la Alemania que acababa de ser derrotada mediante numerosos y largos, interrogatorios a los que había sometido a los prisioneros.


Aunque  fueron muchos los testimonios y razones que se pidieron a fin de arrojar luz sobré su figura, en cierto modo Hitler sigue siendo un enigma a fecha de hoy. Empezando porque en Nuremberg ninguno de entre los acusados podía decir con sinceridad que conocía a Hitler más allá de ciertos aspectos superficiales, con la posible excepción de Speer y Göring, con lo que numerosos aspectos de su figura quedaron ignotos. Y siguiendo porque, lo que vino después de la guerra, en forma de copiosa producción cinematográfica y literaria que se dedicó a ridiculizar la figura de Hitler volviéndola irreconocible con respecto a la realidad histórica, ha impedido durante mucho tiempo un tratamiento objetivo.


Las visiones que del Führer dieron los acusados son de indudable interés, por cuanto nos dibujan un Hitler después de la mitificación efectuada a por sus seguidores y antes de la execración universal que se produjo tras la guerra. Por lo tanto, dichas visiones presentan un carácter en general positivo, aunque con algunos matices, que ayudan al replanteamiento histórico de Hitler, tanto político como personal.


Se han aceptado versiones palmariamente contrarias a la historia con tal de mostrar a un individuo grotesco y ridículo, hasta un punto en que cuesta comprender cómo es que un pueblo como el alemán pudo aceptar la jefatura de un personaje así; la caricatura vuelve in comprensible no solo al personaje, sino a toda una época. Baldur von Schirach escribió, al salir de su confinamiento de veinte años en Spandau, que «la semblanza que actualmente se hace de Hitler es muy diferente a la real: un tipo vulgar, tanto en el aspecto como en el trato, con la fascinación afectada y barata de un violinista de café suburbial; un burgués enloquecido y una especie de monomaniaco furioso. Resulta comprensible que se haya difundido la imagen de este Hitler. Pero lo cierto es que se trata de una imagen falsa y siniestra. ¿Cómo fue posible que un pueblo tan poseído de una cultura propia, siguiera a semejante espantajo? Eso se pregunta la actual juventud y posiblemente se preguntarán las generaciones venideras». (Baldur von Schirach, Yo creí en Hitler). Continua von Schirach: “Yo también he visto al Hitler vociferante en situaciones que hoy no puedo recordar sin estremecerme. Pero fue en una época en que su fortuna había cambiado ya. El Hitler afortunado, que seducía tanto a las masas como a los individuos, tanto a los seres primarios como a los formados, a los alemanes como a los extranjeros, era el otro Hitler. Era un Hitler discreto, conversador, afable, y eterno admirador de las mujeres hermosas.


A esta faceta de su carácter tuvo que agradecer grandes éxitos, y resulta por tanto más sorprendente todavía que ninguno de us biógrafos se haya detenido a analizar hasta ahora tanto los orígenes de semejante faceta como sus motivaciones”. (Baldur von Schirach, Yo creí en Hitler, editorial Luis de Caralt, 1968, páginas 26 y 27).



Pero de las declaraciones que hicieron los acusados durante el juicio se desprende algo muy diferente. Los norteamericanos, que lo desconocían casi todo de él, llevaron a cabo extensos interrogatorios en los que trataron de averiguar qué es lo que los acusados y testigos sabían de aquel hombre. Esas declaraciones hay, naturalmente, que tomarlas con el cuidado que merecen las palabras de quienes se están jugando la vida o la libertad en función de ellas; pero, no obstante ese importante matiz, todas ellas tienen un cierto aire de sinceridad y reverberan la impresión que siempre les causó Adolf Hitler.


Hjalmar Schacht no lo despreciaba. Durante los primeros años le había admirado abiertamente, y hasta pensó que era la única esperanza para la Alemania que se hallaba inmersa en la crisis económica tras el crack de 1929, algo que en 1946 no ocultaba. A pesar de su oposición a la política del Führer, que consideraba imprudente y peligrosa para Alemania, Schacht sostenía que Hitler no era, en absoluto, un personaje al que desdeñar. «Hitler era un hombre relativamente culto-aseguraba Schacht, que presumía precisamente de serlo él mismo en grado sumo-. No se había escolarizado lo suficiente, pero había leído mucho después y tenía unos conocimientos vastos», 


Schacht puntualizaba que el fuerte de Hitler era sacar partido a sus, por otro lado, nada escasos conocimientos, mientras Speer recalcaba que «sus conocimientos técnicos y su memoria para los números siempre causaban gran impresión, ya que estas cualidades rebasaban la comprensión de la gente». (“Sin embargo, siempre que se hablaba de asuntos técnicos, dejaba que hablasen primero los expertos y luego daba su opinión.


“No solía vociferar ni perder la compostura. Tuvo hasta el final un absoluto dominio de sí. No le inmutaban ni las peores noticias. Su circulo admiraba aquella capacidad suya para dominarse. 


Cuesta encontrar otro individuo que resistiera una tensión comparable durante tantos años y que, además, tuviera un médico que probara en él productos farmacológicos de última hora para conservar su capacidad de trabajar y, al mismo tiempo, someterlo a un experimento médico único en su especie. 


Quería ser un político, pero sus métodos de trabajo y sus características eran los de un artista y no los de un político, y menos aún los de un jefe militar. 


Tengo la sospecha de que no le gustaba su “misión”; de que habría preferido ser arquitecto y no político. Se expresaba con frecuencia y claridad contra la política, y más aun contra los temas militares. No ocultaba su intención de abandonar los asuntos de Estado, después de la guerra, y construir en Linz una casa grande para pasar en ella el resto de su vida. Había dicho que se retiraría por completo. No quería ejercer ninguna influencia en absoluto en su sucesor. Pronto lo olvidarían y estaría a solas consigo mismo. Puede que algún antiguo colega lo visitara de tarde en tarde, pero no quería contar con eso. No llevaría consigo a nadie, exceptuando a la señorita Braun. Y por su gusto nadie viviría con él durante mucho tiempo.


Las colecciones privadas de Göring y otros le irritaban, porque eran de mucho valor y no tenían derecho a impedir que el público las viera. 


Censuraba los deportes de caballeros que practicaban sus colegas “importantes”, como la caza y las carreras de caballos. (“Interrogatorios”, Richard Overy. Informe del ministro Speer, páginas 242 a 280). 





Schacht iba incluso más allá: 


No me cabe duda de que era un genio en según qué materias. Se le ocurrían de repente ideas que a nadie más se le ocurrían y que podían ser en ocasiones de utilidad para resolver grandes problemas, a veces de un modo sorprendentemente sencillo, a veces, sin embargo, con una brutalidad también sorprendente.


Era un psicólogo de masas realmente diabólico. Aunque otras personas y yo —así me lo confesó el general Von Witzleben no nos dejamos cautivar en las charlas privadas, tenía una manera muy particular de influir en la gente y era capaz, pese a su voz aguda y cortante, de provocar un entusiasmo absolutamente abrumador en el gran público que llenaba un auditorio abarrotado.


Quienquiera que se lance a 'seducir a las masas queda seducido a su vez por ellas, y fue esta relación de reciprocidad entre el líder y sus súbditos lo que, a mi entender, lo condujo hasta aquella perversidad inherente a los instintos de las masas y que todo líder político debería evitar.


Había algo más por lo que Hitler era digno de admiración. Era un hombre de una energía inagotable, de una determinación que vencía todos los obstáculos. Creo que estas dos características, su comprensión de las masas y aquella energía y determinación, explican que Hitler llegara a atraer a su órbita al pueblo alemán.


La excepcional fuerza que emanaba de Hitler fue abundantemente reconocida por todos los demás acusados: Speer llegó a hablar de embrujo: «Le obedecían ciegamente y carecían de voluntad, llámese esto clínicamente como se llame». Cuando se encontraba en presencia de Hitler, al poco tiempo el propio Speer notaba cómo se iba quedando vacío, agotado; lo mismo que le pasaba a Dönitz. El poder de persuasión de Hitler era algo legendario, aunque bien real, y se complementaba con la idea que la gente tenía de que el Führer estaba llamado a una gran misión, y ese aspecto también jugaba su papel: «Hay que tener presente -seguía Speer- la veneración que sentían por su magnitud histórica cuantos se acercaban a él, y la inevitable trascendencia que atribuían a cada una de sus palabras». También Keitel aseguraba que Hitler tenía una fuerza de voluntad fuera de lo común, «diabólica», y a través de ella desarrollaba un enorme poder de convicción mediante la palabra, «sus discursos siempre se adaptaban al sentir de las personas a quienes se dirigía».


  • Hitler poseía una fuerza de voluntad fuera de lo común y cuando algo se le metía en la cabeza, tenía que conseguirlo. Hitler tenía encanto, le gustaban los niños, gustaba a las mujeres, pero en política no se detenía ante nada. En otros aspectos, era un hombre amable y emotivo.
  • De igual modo que podía ser brutal en la consecución de sus ideas políticas, podía demostrar una gran sensibilidad ante los sentimientos de los demás, ante la vida humana considerada de modo individual. Al menos, ésa era mi impresión. 
  • Sin embargo jamás oí ningún rumor sobre las atrocidades durante la guerra. Ni una palabra sobre la persecución y el asesinato de los judíos. Hitler era un gran psicólogo en ese sentido. Sabía que no podía pedir algo así a un caballero, a un oficial, que ni siquiera podía mencionarlo. 
  • Con independencia de lo que dijera, Hitler siempre tenía una fina percepción del auditorio al que se dirigía. Hablaba, por ejemplo, de modo muy distinto a un grupo de oficiales que a un grupo de dirigentes del Partido, y lo que decía a unos o a otros, no lo repetía en el Reichstag. Sus discursos siempre se adaptaban al sentir de las personas a quienes se dirigía en esa ocasión en particular. 
  • Esa era una de sus grandes habilidades, su poder de convicción mediante el discurso. Ante los soldados siempre mencionaba las nobles tradiciones del soldado alemán. De su despacho siempre colgaban tres retratos, uno de Federico el Grande, otro de Bismarck y un tercero de Karl Bernhard Graf von Moltke. 
  • En 1938, Hitler habría hecho a Rundstedt alto comisionado del Ejército de no haber sido éste tan mayor, pero le tenía un enorme respeto. Por ejemplo, cuando Rundstedt iba a visitarle, Hitler acudía a recibirle personalmente y le acompañaba escaleras arriba. Era el único general a quien trataba con tanto respeto y ése era un honor que le brindaba sólo a él, una muestra de cortesía que indicaba el gran aprecio que Hitler sentía por su capacidad, y eso que jamás le consideró un nacionalsocialista. Aunque eso es algo que jamás exigió de ninguno de nosotros. 
  • Siempre decía que escogía a sus generales por su capacidad, no por sus convicciones políticas. Decía: “A mis oficiales y generales les pido tres cosas: uno, que sean válidos para el puesto que desempeñan; dos, que cuando me informen de la situación, me digan la verdad; y tres, que sean obedientes”. Esas eran sus tres exigencias. 

Streicher recordaba perfectamente la primera vez que vio a Hitler y la impresión que este le causó: «Solo había oído su nombre, pero nunca le había visto. Y ahí estaba yo sentado, un desconocido entre desconocidos. Era poco antes de medianoche, después de que hubiera hablado durante tres horas, empapado en sudor, radiante. Mi vecino dijo que creía haberle visto un halo en torno a su cabeza. Y yo experimenté algo verdaderamente trascendente».


Walter Funk daba fe de la capacidad de Hitler en este sentido. Nada más conocer a Hitler, «recibí la impresión de una excepcional personalidad. Captaba el fondo de los problemas con enorme rapidez y sabía cómo presentarlos y explicarlos. Tenía la costumbre de quedar absorbido por los problemas y, mediante largos monólogos, elevarlos a una más alta atmósfera». 


Hitler tampoco era, como a veces se ha insinuado, un hombre que creyese saber más que nadie de todos los temas. Speer recuerda que «cuando se hablaba de temas técnicos, dejaba que hablasen primero los expertos y luego daba su opinión». No buscaba rodearse de colaboradores dóciles que se resistiesen a mostrar su desacuerdo bajo ninguna circunstancia, aunque en el caso de los militares esto pudiera suceder por la naturaleza de la vocación castrense; en situaciones extremas había depuesto a aquellos que tenían una visión distinta, pero muchas veces el tiempo le había dado la razón, como había sucedido ante Moscú en diciembre de 1941. Speer recordaba que «aceptaba de buena gana las opiniones de los peritos cualificados e incluso se mostraba dispuesto a revisar sus ideas preconcebidas».


  • ¿Era competente el conocimiento técnico de Hitler?
  • Sí, indudablemente. Desde 1930 mostraba interés por detalles técnicos, por ejemplo, sobre fabricación de automóviles, y comprendía sin dificultad los problemas técnicos. Era capaz de entender informes complicados, y desde luego mejor que su séquito. A raíz de mis experiencias como arquitecto suyo, le presenté a peritos industriales y a oficiales de material y pertrechos. Admitía sus opiniones e incluso se mostraba dispuesto a revisar sus propias ideas preconcebidas. Me di cuanta de que aceptaba de buena gana las opiniones de los peritos cualificados. Si su círculo militar lo hubiera advertido a tiempo y hubiera dado a los oficiales con experiencia en el frente la oportunidad de hablarle en calidad de “expertos”, las opiniones de Hitler habrían sido más sensatas en muchos casos. Pero temían que por obrar así se pusiera de manifiesto su ignorancia. A menudo daba la sensación de que se escondía de sus responsabilidades militares tras largas conversaciones sobre armamento y producción de guerra. Se relajaba enfrascándose en ellas, como había hecho con el tema de la arquitectura antes de la contienda. Él mismo lo decía con frecuencia. Así tuve responsabilidades, como antes del estallido de la guerra, en una esfera que contaba con su atención tanto personal como oficial. ( Richard Overy, “Interrogatorios” página 274).

Sus hombres en el partido no eran personas fáciles. Todo lo contrario. Ni Göbbels, ni Göring, ni Himmler eran personas sin relieve, aunque junto a Hitler pudieran parecerlo. Su Führer los había escogido y promovido tanto por su valía como por su lealtad; en razón de esa

misma fidelidad también había protegido a algunos de dudoso valor, como parecía ser el caso de Julius Streicher y de Robert Ley


La lealtad, para Hitler, era esencial. Siempre había protegido a aquellos que le habían sido fieles, y si finalmente se decidió a aniquilar a Röhm y a la cúpula de las SA, había tenido que ser persuadido por Himmler de que en el seno de las milicias se incubaba la traición. Del mismo modo, Hitler se ligó a Mussolini en 1938, cuando este permitió el Anschluss y, en medio del elevado clima emocional del momento, juró al Duce que jamás olvidaría lo que este estaba haciendo. Y lo cumplió, aunque el cumplirlo fuera dudosamente beneficioso para Alemania, cuando entre 1940 y 1943 Italia se convirtió en una onerosa rémora para el Reich.


Si bien en los primeros años la flexibilidad política era mayor, tras la llegada a la Cancillería Hitler se convirtió en el Führer triunfante, y su figura se agrandó hasta alcanzar proporciones casi míticas. Nadie negó que Hitler había ido cambiando con el tiempo. En esos primeros años, él mismo dudó de que fuera el Führer que el Reich esperaba; más bien creía que era solo el adelantado de lo que habría de venir. Fritzsche le conoció en esos años -en torno a 1925- y no quedó particularmente impresionado por él, si bien reconocía que había en su persona algo profundamente turbador, hasta el punto de calificarlo de «místico». Jodl también consideraba que tenía algo de profeta. 


Von Schirach, en cambio, por los mismos años lo dejó todo para seguirle. Cuando peor estaban las cosas:


De pronto, apareció en Múnich un hombre cuyos discursos fascinaban a las masas, un orador como no lo había habido en toda la historia alemana. Este hombre conciliaba, además, dos conceptos que hasta entonces habían aparecido tan antagónicos como el fuego y el agua: nacionalismo y socialismo.


Aquello vino a resultar para muchos algo así como una fórmula mágica. El hombre había sido, además, cabo en las filas militares y estaba condecorado con la Cruz de Hierro de primera clase.


A su alrededor, habían muerto muchos combatientes sin nombre y sin familia. Francia tenía enterrado a su Soldado Desconocido bajo el Arco del Triunfo. En Alemania aparecía viviente y como un mensajero de la revolución nacional. Todo aquello resultaba tan fascinante para las masas de las cervecerías como para la alta burguesía de los salones. Se agitaban alrededor de aquel Hitler. En las grandes familias eran sobre todo las mujeres quienes mayor curiosidad experimentaban hacia el nuevo y singular personaje. A ellas no se les ocultaba la impresión que sus espaciosas viviendas, sus tesoros de arte y sus formas de vida le causaban. Era aquel un mundo nuevo para el hijo del aduane ro austríaco, que en Viena y en Múnich había vivido en pisos de soltero y habitaciones amuebladas baratas y luego, durante cuatro años, en cuarteles y trincheras.”


Sin embargo, cuando tenía enfrente una personalidad decidida, Hitler vacilaba. Sucedió en el caso de algunos militares, como Dietl y Model, que se permitieron contradecirle de modo abierto y hasta rozar la impertinencia personal. En todo caso, su capacidad cuasi hipnótica en la que también insistía Hans Frank- le permitía no tener que recurrir a su condición de Führer para imponer su criterio: Speer subrayó ante los americanos que Hitler «siempre procuraba convencer».Y, frente a la tópica imagen, aseguraba que «no solía vociferar ni perder la compostura (…) tuvo hasta el final un completo dominio de sí. No le inmutaban ni las peores noticias (...) su círculo admiraba aquella capacidad suya para dominarse (...) esta actitud contribuía que confiaran en todas sus decisiones (...) a pesar de su mala salud supo dominarse con firmeza hasta el final. Este autodominio era esencial en la influencia que ejercía y fue una conquista extraordinaria de su insuperable energía». Sin duda, Speer le estaba juzgando desde el punto de vista formal: su visión en este aspecto no tenía nada de moral, ni lo pretendía. 


La capacidad de atracción que emanaba de su personalidad es sin duda difícil de describir. Personas poco inclinadas a considerar este tipo de cualidades más o menos carismáticas, no podían sino acordar que algo diferente caracterizaba a aquel hombre.Von Papen dejó su testimonio al respecto:


Es difícil describir el poder de su personalidad. Había pocas muestras de genio o dominio en sus maneras o apariencias, pero poseía inmensos poderes de persuasión y una extraordinaria e indefinible capacidad de doblegar personas y, sobre todo, las masas, a su voluntad. Se percataba de su poderío y estaba completamente convencido de su infalibilidad. Era capaz de dominar e imponer sus opiniones a todo el que estuviese en contacto con él. Todos aquellos que discrepaban de él, fundamentalmente, acababan por convencerse de su sinceridad.Yo era tan víctima como cualquier otro…"


Cuando la situación era más desesperada, lejos de ser una persona dominada por los nervios y propensa a los ataques de histeria, Hitler aparecía como un hombre extraordinariamente sereno. En general, como Donitz señalaba, parecía “un hombre razonable”.


“Siempre me dio la impresión de ser un hombre razonable y sus demandas parecían provechosas para Alemania. Ahora me doy cuenta de que tenía muy poca consideración por otros pueblos como los judíos o los estados vecinos. Pero jamás tuve la más libera sospecha de las iniciativas que se tomaban en lo concerniente a los judíos. Hitler decía que todo hombre debía ocuparse de sus asuntos y los míos eran los U-Booten y la flota. (“Las entrevistas de Nuremberg”, Leon Goldensohn)



Por el contrario, Frick sostenía que Hitler era sin duda un genio, pero que básicamente era inmoderado, y que esa fue la razón última del fracaso del Reich. Desde 1934 se volvió mucho más desconfiado y empezó a escuchar solamente a Himmler y a Bormann (lo cierto es que Bormann no tendría un peso importante hasta muchos años más tarde). Frick remataba su valoración de Hitler con que era «demasiado vehemente, le faltaba autocontrol». Esta visión no era incompatible con la de Speer; Frick se refería sobre todo al fondo de su política, y no tanto a los modos de la persona.


Hitler había acertado en cuestiones básicas al tiempo que quienes le rodeaban habían errado. Antes de la guerra eso había sucedido en muchas ocasiones, por lo que para 1939 sus detractores estaban desmoralizados. Eso le permitió hacerse con el poder militar con mucha menor dificultad de la que seguro había previsto. Al frente de la Wehrmacht, Hitler encontró una verdadera vocación que cumplir.


Es indudable su pasión por los temas militares desde el principio, que combinó con una más qué notable intuición; mantuvo un incuestionable apoyo al arma blindada en un momento en que las mentes más respetadas del estamento militar se oponían a ceder ante la mecanización. El conocimiento de Hitler acerca de las armas, sobre todo de los blindados y cañones, era legendario. Igualmente comprendía los problemas técnicos no solo de las armas, sino también de los automóviles. El que en muchas ocasiones fuesen quienes se le oponían precisamente los que mantenían los puntos de vista más anticuados en materia militar, le ratificaba en su postura. Su posicionamiento a favor de la modernización del Ejército y de las distintas armas como la aviación y los paracaidistas sirvió para promover decisivamente la creación de una Wehrmacht modernizada, que llegaría a ser el eficaz instrumento en que se convirtió.


Una consecuencia tanto del régimen como de la propia voluntad del Führer fue la promoción de oficiales provenientes de la burguesía y las clases medias, algo que no gustaba en la casta militar y que fue causa también del odio que muchos manifestaron hacia el advenedizo Hitler. Resultó para ellos insoportable que el cabo austriaco pretendiera darles lecciones de estrategia o táctica, pero eso es lo que sucedió en muchas ocasiones.Aunque en la primera campaña polaca se man tuvo relativamente al margen, en aquel otoño de 1939 fue inmiscuyéndose cada vez más en la toma de decisiones.


De acuerdo con Jodl, uno de sus mayores aciertos fue la conquista de Noruega y, sobre todo, la decisión de atacar Francia por lugar de aceptar la reedición del viejo Plan Schlieffen que le proponía su Estado Mayor. Si bien siempre se ha especulado con el origen de la idea de irrumpir por las Ardenas con la masa de blindados, para tomar por la espalda a los ejércitos aliados, achacándosela a Von Manstein, el general Jodl no dudó en atribuírsela en exclusiva a Hitler.


“ Pregunta: ¿Cree usted que las decisiones de Hitler eran acertadas y contribuyeron a los buenos resultados de la guerra?


Respuesta: No puedo hacer generalizaciones al respecto. No cabe duda de que muchas grandes decisiones suyas impidieron que perdiéramos la guerra antes. Uno de sus mayores aciertos fue la decisión de ocupar Noruega. Otra gran hazaña suya fue la decisión de atacar a Francia por Sedán, que tomó por su cuenta y riesgo, y contra la recomendación de su Estado Mayor, que le había instado en pleno a seguir el llamado “Plan Schlieffen”, un ataque envolvente por la costa holandesa. Fue también una destacada hazaña personal, pero su triunfo militar más importante puede que fuera su intervención personal para detener la retirada alemana en el este en noviembre de 1941. Ningún otro lo habría conseguido. Allí ya se había desatado el pánico. Habría podido producirse fácilmente el mismo desastre que había caído sobre el ejército francés en la campaña de 1812. “ (Interrogatorios, Richard Overy, páginas 300-301).


  El propio Manstein estuvo de acuerdo en que es posible que Hitler desarrollara las mismas ideas que él de modo simultáneo, pues «a veces nos desconcertaba con su certero instinto de las posibilidades tácticas y tenía, además, la costumbre de engolfarse en el estudio de los mapas». Y, sobre todo, seguía Jodl, la principal hazaña consistió en que fuese capaz de sostener el frente en diciembre de 1941 ante la avalancha soviética que caía sobre las diezmadas tropas alemanas; mientras los generales le recomendaban una retirada a posiciones en retaguardia, Hitler ordenó que se mantuviera el frente a toda costa, no importaba a qué coste. No solo la decisión fue acertada, sino que de haberse seguido el consejo de los generales, el frente se habría hundido de un solo golpe; Jodl opinaba que «muchas de las grandes decisiones suyas impidieron que perdiéramos la guerra antes», lo cual era básicamente cierto.


Incluso algunas de las decisiones más controvertidas de Hitler desde el punto de vista militar tenían, sin embargo, su razón de ser en cuestiones que no comprendían los militares, como el propio Jodl. Por ejemplo, Hitler no tenía que tener en cuenta solo los aspectos puramente operativos o los objetivos exclusivamente militares, sino también los diplomáticos y económicos; así, podía ordenar una defensa en apariencia absurda de una posición en el sur de Ucrania, porque así se alejaba a Turquía de la tentación de ceder a las presiones británicas a fin de que entrase en guerra; o podía ordenar una determinada operación, que desde el punto de vista militar no parecía tener mucho sentido, por salvaguardar unos yacimiento de petróleo, talón de Aquiles de Alemania durante toda la guerra.


Por supuesto, también cometió errores, en algunos casos propiciados por su falta de formación profesional. Característicamente, en la campaña de Francia, asustado por su propia audacia, ordenó una detención a las tropas acorazadas que podría haber sido fatal. El Estado Mayor, que había sido escéptico en un primer momento acerca de las posibilidades del plan de ataque, no comprendía ahora cómo Hitler ordenaba el alto, y le presionó para que mantuviese el ritmo del avance. Al final, el Führer hizo caso a sus militares y retomó el avance.


Igualmente, a consecuencia del mencionado éxito defensivo que salvó el frente en diciembre de 1941, desarrolló una cierta inflexibilidad, como si hubiera descubierto una fórmula mágica, que llegó a ser fatal. La resistencia a ultranza no podía convertirse en una receta infalible en cualquier situación, pero Hitler pareció querer aplicarla de forma indiscriminada. En Stalingrado -tras unos errores iniciales- funcionó a medias, salvando una cantidad de tropas equivalente a la que se perdía en el cerco; más tarde llegó a costarle algunas sangrientas derrotas, como la que tuvo como consecuencia la destrucción de unas 25 divisiones alemanas durante el verano de 1944 en el Grupo de Ejércitos Centro. Siempre sobreestimó la importancia de la voluntad, como si esta pudiera moldear la realidad con solo proponérselo.


Cuando creyó que el Ejército le estaba fallando y que se venía abajo precisamente por carecer de voluntad, introdujo el sistema de comisariado, copiado de los soviéticos, justo cuando estos se estaban dando cuenta de lo contraproducente que resultaba y trataban de minimizar el poder de los comisarios en las Fuerzas Armadas. Hacía tiempo que solía inmiscuirse en niveles operativos muy bajos, entorpeciendo la ejecución de movimientos sobre el terreno, pero hacia el final de la guerra esa tendencia se agudizó, empeorando las cosas. Sin embargo, los militares que rodeaban a Hitler terminaban concediendo que, aunque fuese criticable por mucho motivos la dirección de la guerra que llevaba a cabo Hitler, estratégicamente poco más se podía hacer.


Keitel abundaba en la personalidad de Hitler en la misma línea que tantos sostenían: «Desde mi punto de vista, Hitler era un genio. Para mí, un genio es un hombre con una habilidad extraordinaria para mirar al futuro, con una gran capacidad para advertir las cosas, con un conocimiento exhaustivo de la historia y de las cuestiones militares. Cuando digo que Hitler era un genio, lo digo en ese sentido. Además, yo soy un simple soldado, y nada convence más a un soldado victoria». El propio Hitler solía decir que exigía a sus soldados tres cosas: una, que fueran válidos para el puesto que desempeñaban; dos, que la que cuando le informaran de la situación le dijeran la verdad; y tres, que fueran obedientes.


  • ¿Le parecía Hitler un demonio?:
  • Sí, era un hombre demoníaco. Poseía una fuerza de voluntad fuera de lo común y cuando algo se le metía en la cabeza, tenía que conseguirlo. Hitler tenía encanto, le gustaban los niños, gustaba a las mujeres, pero en política no se detenía ante nada. En otros aspectos, era un hombre amable y emotivo. (Las entrevistas de Nuremberg, Leon Goldensohn, pagina 223). 

En lo personal, el Hitler que salió de Nuremberg resultó algo contradictorio. En el trato personal era educado y considerado. Con las mujeres y los niños se mostraba deferente y hasta cariñoso. Mostraba sensibilidad hacia los demás, y hacia la vida humana en términos individuales.


Con algún matiz, Ribbentrop estaba de acuerdo en que «sabía cómo tratar a la gente, sobre todo a los hombres, de un modo encantador (...) tenía conocimientos muy amplios de todo; dominaba a todo el mundo (...) eran todos como escolares frente a él, incluso Bormann. 

Ribbentrop admitía que Hitler tenía un lado cruel o cuando menos duro, pero era lo menos que podía esperarse de un hombre como él, seguía razonando.


Peleando en la Gran Guerra y luego, en la lucha por el poder, Hitler se mostró como un hombre fisicamente valiente. Hasta 1940 pasaba por alto hasta las más elementales medidas de seguridad; entraba en restaurantes a los que no había notificado su asistencia o viajaba con su chófer, incluso distancias medias, sin apenas escolta. Con el avance de la guerra, a partir sobre todo de la invasión de la URSS, se volvió más desconfiado y tomó muchas más medidas de seguridad.


Hacía tiempo que le preocupaba no vivir lo suficiente para culminar su obra, y sentía que la obligación de prolongar su vida no era cuestión personal, sino de Estado, algo que empezó como tarde en 1937.


Esa pasión, que transformó una audaz valentía en obsesión por la seguridad, llevó a Hitler a apartarse de las visitas al frente. Speer consideraba que aquello había constituido uno de los principales errores de Hitler en cuanto a la conducción de la guerra, y en parte es razonable que así sea; sin embargo, una menor implicación emocional seguramente le permitía realizar evaluaciones más frías y, por tanto, ajustadas. Lo mismo cabría decir de su negativa a visitar las áreas bombardeadas; es muy improbable que se resistiera a hacerlo por miedo a sentir un rechazo de la población, pues las visitas de Göring y de Göbbels eran acogidas con júbilo por el pueblo.


Pero no era la admiración el único vínculo que unía a la cúpula militar y política con el Führer. Este, también utilizaba abundantemente las retribuciones por los servicios prestados a quienes creía que se lo merecían; un arma de la que en el pasado habían usado mucho los reyes de Prusia y los emperadores de Alemania. Estas retribuciones se hacían en forma de fincas y en metálico, para lo cual se había establecido un fondo especial, aunque, en ocasiones, el dinero procedía de los fondos del NSDAP; muchos de los perceptores eran miembros del partido en sus más altos cargos, y otros eran generales o mariscales, secretarios de Estado y ministros. Las cantidades oscilaban entre cien mil y un millón de marcos...


En determinadas efemérides, también personas de círculos cerca nos al Führer recibían entre 10.000 y 100.000 marcos, cantidades menores pero en absoluto desdeñables; también del mundo industrial, a instancias de Speer, eran retribuidas mediante este tipo de atenciones. El valor de estas recompensas era doble, puesto que no estaban sujetas a tributación ni a ninguna clase de fiscalidad salvo al impuesto de propiedad; los ingresos que generaban sí tributaban.


En principio, estas concesiones las podrían realizar también los ministros del Estado, pero Hans Lammers, jefe de la Cancillería, con siguió que solo el Führer tuviera dicha atribución, aunque Göbbels retuvo la discrecionalidad de recompensar a cargo de los mismos fondos a intelectuales y artistas. Entre quienes más se beneficiaron de esta política cabe señalar a algunos de los principales mandos militares de Alemania: Keitel, Guderian, Von Kleist, Von Leeb, Von Mackensen,Von Rundstedt y el almirante Raeder. Algunos señalados miembros del partido como el doctor Ley, Ribbentrop, Kurt Daluege, Viktor Lutze. Sepp Dietrich y Walter Funk; y las familias de los fallecidos Reinhard Heydrich y Von Reichenau.


Durante el proceso, Schacht rechazó haber recibido jamás un regalo de este tipo del Führer, aunque precisó que, con motivo de su sesenta cumpleaños, fue obsequiado con un cuadro cuyo precio estimó en unos 20.000 marcos; se trataba de una imitación de una obra del pintor romántico alemán Carl Spitzweg. Igualmente rechazó haber recibido ningún tipo de compensación el gran almirante Dönitz, de modo taxativo.  Aunque no cabe duda de que este tipo de pagos concedía un amplio margen de discrecionalidad al poder político encarnado por Hitler, era cierto que no resultaban extraños para quienes los recibían; había sido costumbre en la Alemania imperial. Pero es indudable que apuntalaba lealtades y que se convertía, de este modo, en una especie de instrumento de corrupción legal.


La vida personal de Hitler estuvo siempre velada incluso más cercanos colaboradores. Ninguno de ellos, pese a que vivieron para sus largas jornadas a su lado, así como momentos de triunfo exultante y de negra derrota, pudo decir que verdaderamente lo conociera. Keitel admitió que nunca tuvo la confianza del Führer, pese a su cercanía física; según él, se trataba de una diferencia generacional, pero muchos otros casos demuestran que esa no era la razón.


A menudo mostraba una increíble lejanía personal con quienes le rodeaban. Hans Frank lo achacaba a su indiferencia sexual, que terminó -según sostenía- por volverle insensible y cruel. Creía que había en él un cierto sadismo a causa de su aislamiento afectivo; con frecuencia hablaba de su madre y lo hacía con cariño, pero jamás mencionaba a su padre. Aunque estaba rodeado de mujeres, para él no eran más que objetos bellos y, todo lo más, dignos de veneración. Se trataba de una admiración estética, nada más.


La pasión por su madre se mantuvo viva a lo largo de los años. En cierto modo, refrenó alguno de sus instintos más radicales, como cuando recriminó a Bormann la adopción de medidas excesivamente duras contra la Iglesia católica pensando justamente en la devoción de su madre: Concibió el proyecto de erigir un mausoleo para sus padres en Linz, junto al Danubio, y cuando se suicidó, lo hizo frente a un retrato de Federico el Grande y a una fotografía de su madre.


Sin embargo, apenas mantuvo contacto con su propia familia. Durante la época en que llegó al poder, en 1933, su medio hermana -por parte de padre- Angelika se encargó de cuidar el Berghof hasta que, un año más tarde, cierto conflicto relacionado con Eva Braun terminó con aquella relación. Pero fue Angelika la que decidió marcharse, para casarse con alguien que no aprobaba su hermano Adolf. Sin embargo, con su hermana Paula las cosas fueron algo mejor; cuando perdió el empleo en su Austria natal por ser hermana de quien era, Hitler le asignó una pensión mensual de 250 marcos que elevó en 1938 al doble; por Navidad le regalaba 3.000 marcos y le proporcionó otras cantidades a fin de que pudiera comprarse una casa modesta.


Peor fueron las cosas con otros parientes, sobre todo con uno por vía materna, Fritz Pauli, que se casó con una judía y que sostenía en público que «esta sería la rama judía de la familia Hitler». Leo Raubal, hermano de Geli, la sobrina del Führer que había sido un día el amor de Hitler, fue herido en Stalingrado y capturado allí por los soviéticos, aunque sobrevivió al cautiverio y regresó a Alemania en 1955.Y otro primo del Führer también fue capturado, aunque en su caso murió en los campos soviéticos.



Hitler tenía otros parientes en este frente: Hans Hitler, cuyo padre era primo del Führer, y Heinz Hitler, hijo de su medio hermano, Alois. Hans logró escapar a Alemania, mientras que Leo y Heinz fueron capturados. Según la hija de Stalin, los alemanes propusieron intercambiar a uno de sus prisioneros (podría haber sido tanto Leo como Heinz) por su hermano Yasha. Pero Stalin le dijo: “No lo haré. La guerra es así.” Dicen que el joven Stalin fue fusilado por los alemanes. Heinz Hitler murió en cautiverio, pero el hermano de Geli volvió a Alemania en 1955, hecho a la idea de que su tío no había movido un dedo por salvarlo y convencido más que nunca de que Hitler era “absolutamente inocente” de la muerte de su hermana. (Adolf Hitler, una biografía narrativa, John Toland, página 1089)


Con ninguno de ellos tuvo una relación muy cercana y, aunque no los rehuyó, tampoco buscó mantener el contacto.


Eva Braun fue el único amor que se le conoció tras el suicidio de su sobrina Geli Raubal en 1931, suceso que le volvió taciturno durante una época y que jamás olvidó. Por esa época conoció a Eva Braun, que trabajaba para su fotógrafo particular Heinrich Hoffman, y poco a poco la integró sin hacer mucho ruido en su entorno personal.




La tentativa de suicidio de Unity Mitford trastornó también a Hitler. Me dijo poco después, con un tono abrumado:


- ¿Sabe usted, Hoffmann que empiezo a tener miedo de las mujeres? Cuando se me ocurre demostrarlas un interés personal, por pequeño que sea, una mirada o una simple galantería, la cosa acaba mal Creo que las doy mala suerte. Es un hecho que se repite de una manera desusada y fatal, durante el curso de mi vida.


Pensé en toda aquella serie de muertes: la de su madre, que había sido prematura, el suicidio de Geli, la tentativa de Eva y la de Unity. 


Y no era esto todo: otra mujer de la que no sabe nada el mundo había intentado acabar con su vida a causa de su amor ignorado por Hitler. En 1921, cuando Hitler era totalmente desconocido, intentó ella ahorcarse en un cuarto de hotel; la socorrieron a tiempo.


Habían pasado los años, cuando Hitler la trajo, feliz y casada, a mi estudio para que la hiciese unas fotos, simplemente.


La fascinación que ejercía él sobre las mujeres era única. Durante su lucha para conquistar el poder, todas enloquecían por él, lo mismo las viejas que las jóvenes. ¡Y las cartas que recibió! Mujeres casadas y adornadas de virtudes, le escribían fríamente para pedirle que fuese el padre de sus hijos. Otras, para expresarle su delirante amor. 


En el despacho particular de Hitler, una abultada carpeta que llevaba el rótulo de “Bromas”, contenía todas aquellas cartas. (Yo fui amigo de Hitler, Heinrich Hoffmann, página 151). 


La presencia de Eva en el Berghof era casi fantasmal, y no puede decirse que jugase un gran papel en la vida de Hitler o que influyese en sus decisiones; indudablemente, obtuvo algún trato de favor para amistades suyas en asuntos de menor importancia, pero eso fue todo. Parece que, en los últimos días de Berlín, trató de conseguir que Hitler perdonase la vida al general de las SS Fegelein (que estaba casado con su hermana Gretel y había desertado), pero Hitler se negó.


De cualquier modo, Hitler trató de hacerle a Eva la vida lo más amable posible, y la cuidó y colmó de atenciones, aunque jamás consideró casarse con ella. Desde el principio, y en esto no evolucionó lo más mínimo, consideró que debía permanecer soltero, algo que para él cumplía también una función política. «Yo estoy casado con Alemania», solía decir. Sostenía, además, que de este modo mantenía su atracción ante el sexo femenino, lo cual parece ser cierto.


Las mujeres ocupaban un papel secundario en el entorno del Führer. Acompañaban a sus maridos, como la esposa de Bormann, de Morell o de los visitantes ocasionales; algunas de ellas trataban de desarrollar su propia red de relaciones, pero Hitler casi siempre lo impedía. No soportaba a las mujeres que buscaban un excesivo protagonismo, razón por la que no se privaba de criticar, hubiera ocasión o no para ello, a Ilse Hess, la mujer de su lugarteniente para el NSDAP, Rudolf Hess.


Hitler mencionaba en sus conversaciones a ciertas mujeres que le llamaban la atención por sus particularidades o su personalidad. Si en primer lugar hay que mencionar a la señora Hess es por lo mucho que Hitler la detestaba. Cuando se presentaba la ocasión de emitir un juicio adverso, ella era el blanco. Decía que era una modalidad de “marimacho” que por ambición quería dominar al hombre y en el proceso casi perdía la feminidad. Su interés por la artesanía, que no compartía con Hitler, resulta curiosa, pero carece de importancia. Cuando, tras muchos años de matrimonio, tuvo un niño al que se entregó con devoción, Hitler calificó sus sentimientos de “teatrales”. 


Fue la primera en llamar “jefe” a Hitler y por este nombre se le conoció durante muchos años en su círculo de colaboradores inmediatos. No se sabe si había otras razones, de índole personal, para explicar las malas relaciones que había entre Hitler y la familia de su antiguo lugarteniente. Es probable que esta inteligente mujer de actitud sobria nunca tuviera ninguna afinidad con un hombre del calibre de Hitler. (Interrogatorios, Richard Overy, página 290)


Hitler tuvo también que oficiar de árbitro entre sus secretarias. La decana de estas, Johanna Wolff, una mujer muy humilde, alcanzó una cierta influencia entre todas ellas, en el Berghof o en las sucesivas residencias que Hitler dispuso a lo largo del tiempo y según el devenir de la guerra. Fue la más leal de todas al Führer, pese a que era la que peor estado de salud sufría, y ello creó un vínculo entre Hitler y ella que podía ser apreciado por los visitantes más avezados. Algo más tarde, añadió una nueva secretaria, Christa Schroeder, ocasionalmente sustituida por la señorita Gerda Daranowski (casada con el general Christian, de la Luftwaffe).


Christa Schroeder era una persona muy talentosa y con un gran don de gentes, pero también con un notable sentido crítico; era capaz de realizar grandes jornadas de trabajo sin emitir la más mínima queja, pero no dudaba en llevar la contraria a Hitler cuando lo creía oportuno. Daranowski, aunque tan trabajadora como Schroeder, era todo lo contrario que esta: estaba siempre de acuerdo con Hitler, y era también mucho más moderna que su colega. Por último, se sumó al círculo de las secretarias del Führer Traudl Junge. Tuvo siempre mucha más influencia en Hitler que las otras secretarias, quizá porque su cercanía era mucho más personal que ideológica. 


Tuvo también Hitler otras relaciones de amistad o cercanía con mujeres, sobre todo en el ámbito de Bayreuth, el venerado templo wagneriano en Baviera al que acudía todos los años para pasar ocho días en el mes de julio (lo que duró hasta 1940). El complejo en el que vivía la familia Wagner -llamado Wahnfried- estaba dominado por Winifred Wagner, nacida inglesa y que se había casado con Sigfried Wagner, el hijo del compositor. Todos sus hijos fueron nazis convencidos, con excepción de la hija Mouse, que se consideraba británica y huyó a Suiza por este motivo. Las relaciones fueron muy cordiales y la estancia anual de Hitler en Bayreuth era un verdadero remanso de tranquilidad para la frenética y, durante esos años, caótica actividad del Führer.


Un caso particular del que no se habló en Núremberg fue el de Unity Mitford, joven británica, hija de lord Redesdale, y ardiente admiradora de Hitler que durante los años treinta intentó acercar a su país natal y al Reich. Hitler siempre le tributó una especial consideración, en parte por razones políticas, pero, finalmente, también por motivos personales. El 3 de septiembre de 1939 trató de suicidarse y, aunque falló en su intento, su cerebro quedó dañado para siempre. Hitler prohibió que la noticia se difundiese y dedicó a la muchacha todos los esfuerzos médicos que estaban a su alcance, mientras los medios en Gran Bretaña aseguraban que había sido ejecutada por la Gestapo. Hitler la visitó dos veces, la segunda en el mes de noviembre de 1939, y decidió evacuarla al Reino Unido vía Suiza. Hitler lamentó profundamente la pérdida de una muchacha que en su día llegó a despertar los celos de Eva Braun.




Hitler visitó por segunda vez a Unity. La primera vez, el 10 de septiembre, Unity ni siquiera reconoció a su “adorable Führer”, y Hitler salió enseguida de la habitación, tenso y mudo. El 8 de noviembre, Unity yace, pálida e inmóvil, en la cama blanca de la clínica. Hitler exige quedarse a solas con ella. Pasa un cuarto de hora en su habitación. Al salir, se muestra más elocuente que la primera vez, y, ante la estupefacción de los médicos, afirma, con voz de mando, que Unity se expresa con absoluta coherencia. La joven le ha confiado que quiere regresar a Inglaterra. Él va a cumplir su deseo.” (Las hermanas Mitford, Annick Le Floc’hmoan, página 216).


Visto con perspectiva, resulta posible discriminar con claridad entre la versión que se dio de Hitler en Nuremberg cuando se abordaron cuestiones concretas, relacionadas con las vivencias personales de los lo que acusados, y la que se le atribuyó como jefe de Estado y caudillo militar. En la medida en que Hitler era la piedra angular de todo el sistema, a mayor culpa de Hitler menor de los acusados, por lo que acudir al Führerprinzip fue una tentación que exoneraba a muchos de sus responsabilidades históricas y penales.


De las descripciones y análisis de los acusados se sigue que quienes se sentaban en el banquillo lograban disociar los recuerdos, sensaciones y convicciones que habían profesado durante largos años con las necesidades del momento, fundamentalmente con la de afrontar la acusación de que eran objeto. El Hitler que alababan de manera abierta era el mismo que les merecía la condena del Holocausto y de algunos errores y crímenes de política interna en Alemania; las reacciones eran, sin embargo, bien distintas en unos casos y en otros. Para algunos, las revelaciones de Nuremberg no modificaron en lo sustancial la idea que se habían hecho del Führer, y trataron de acomodar aquellos datos a la idea previa; mientras que para otros, supuso un descubrimiento que les hizo abjurar de lo que habían sido, si bien, desde luego, cabe dudar en muchos casos de la sinceridad de dicha «conversión».


Ambas posturas las representaron mejor que nadie Göring y Von Schirach. El Reichsmarschall terminó por aceptar la realidad del Holocausto, y lo consideró «un acto de barbarie que será (...) condenado como el mayor acto criminal de la historia», aunque lo racionalizó explicándolo como producto de la mala influencia de Himmler y Göbbels sobre Hitler para que lo pusiera en marcha o al menos lo aceptara. Göring tampoco buscaba distanciarse en exceso de sus antiguos compinches:


Conste que no soy un moralista; si realmente creyera que matar a los judíos podía servir de algo, como hubiera servido para ganar la guerra, no me habría importado. Pero ha sido totalmente absurdo y no ha tenido otra consecuencia que mancillar el nombre de Alemania. Tengo conciencia, y sé que matar a mujeres y niños simplemente porque da la casualidad de que son las víctimas de la propaganda histérica de Göbbels no es una actuación honorable. No creo que vaya al cielo ni al infierno cuando muera; no creo en la Biblia ni en muchas de las cosas en las que sí tienen fe los creyentes, pero siento veneración por las mujeres y me parece muy poco deportivo matar a niños. Eso es lo que más me molesta del exterminio de los judíos. En segundo lugar condeno también la reacción política poco favorable que conlleva necesariamente un programa de exterminio tan insensato.


Como acusación más importante desde el punto de vista moral, la de crímenes contra la humanidad fue asumida tardíamente, pero al final admitida por la mayoría de ellos. La reacción era previsible, puesto que no estaban dispuestos a aceptar su parte de culpa en los crímenes:


Yo no me siento en absoluto responsable de los asesinatos en masa. Es cierto que, como segundo de Hitler, oí rumores sobre los asesinatos en masa de los judíos, pero no podía hacer nada, y sabía que de poco serviría investigar esos rumores y comprobar su veracidad, cosa que no me habría resultado demasiado difícil, pero estaba demasiado ocupado con otras cosas y, de haber sabido lo que pasaba, solo me habría servido para hacer nada sentirme incómodo cuando, en el fondo, apenas podía por evitarlo.


Sinceramente, tengo la intención de convertir este juicio en una farsa. Creo que un país extranjero no tiene ningún derecho a juzgar al gobierno de un Estado soberano. He renunciado a criticar a mis compañeros de banquillo, pero lo cierto es que son un grupo heterogéneo y poco representativo. Algunos de ellos son tan irrelevantes que ni siquiera había oído hablar de ellos. Admito que tienen todo el derecho a incluirme a mí entre los grandes nazis que dirigimos Alemania pero, ¿a qué viene incluir a Fritzsche? Sólo estaba al frente de una de las muchas secciones del Ministerio de Propaganda. Y, además, juzgar a un hombre como Funk, que no tiene culpa de nada... Sólo seguía órdenes, mis órdenes. También juzgan a alguien como Keitel, que, aunque recibiera el nombre de mariscal de campo, no es sino un pobre hombre que hacía lo que Hitler le mandaba. De todos los acusados, los únicos que somos lo bastante importantes como para merecer un juicio somos yo, Schacht, Von Ribbentrop tal vez, si bien no es más que un eco distante de Hitler, Frick, que propuso las leyes de Nuremberg, y quizá otros, como Rosenberg y Seyss-Inquart. Los demás eran gregarios que demostraron poca iniciativa.


También está la farsa del caso contra el Estado Mayor de la Wehrmacht. Los militares no formaban parte de conspiración alguna para iniciar la guerra, se limitaban a recibir órdenes y a cumplirlas, como habría hecho cualquier soldado u oficial alemán. Si hubo conspiración, la llevaron a cabo personas que han muerto o que han desaparecido, es decir, Himmler, Goebbels, Bormann y, naturalmente, Hitler. Siempre pensé que Bormann era un tipo criminal y primitivo y jamás confié en Himmler. Por mí, los habría destituido -dice Goering y sonríe con complicidad. Hay muchas maneras sutiles de librarse de alguien, ¿sabe? Por ejemplo, puedes destituir a alguien pronto, pero eso es menos eficaz cuando esa persona tiene poder y apoyos que si vas reduciendo gradualmente su influencia dándole más y más cargos absurdos. En el caso de Himmler, yo le habría ascendido sobre el papel y le habría hecho jefe de cualquier cosa, hasta que hubiera perdido todo el poder. Primero, lo habría quitado de la Policía; a continuación, me habría puesto a mí mismo al frente de las SS. Así habríamos evitado hechos como los asesinatos en masa. Por que, aunque Hitler era un genio y una persona de carácter fuerte, también era influenciable, y tuvieron que ser Himmler y Goebbels quienes ejercieron sobre él la influencia necesaria para seguir adelante con aquella estupidez de las cámaras de gas y los crematorios para eliminar a millones de personas.


Aunque no sienta pesar alguno al pensar en el exterminio de una raza, el sentido común dice que, en nuestra civilización, es un acto de barbarie y que será muy criticado en el extranjero y en el interior, y condenado como el mayor acto criminal de la historia. Quede claro que yo, aunque posea mi propio código de honor, no soy un moralista. Si realmente creyese que matar a los judíos podría servir de algo, como hubiera servido ganar la guerra, no me habría importado. Pero ha sido totalmente absurdo y no ha tenido otra consecuencia que mancillar el nombre de Alemania. Tengo conciencia, y sé que matar a mujeres y niños simplemente porque da la casualidad de que son víctimas de la propaganda histérica de Goebbels no es una actuación honorable. No creo que vaya al cielo ni al infierno cuando muera; no creo en la Biblia ni en muchas cosas en las que sí tienen fe los creyentes, pero siento veneración por las mujeres y me parece muy poco deportivo matar a niños. Eso es lo que más me molesta del exterminio de los judíos. En segundo lugar, condeno también la reacción política poco favorable que conlleva necesariamente un programa de exterminio tan insensato. Yo no me siento en absoluto responsable de los asesinatos en masa. Es cierto que, como segundo de Hitler, oí rumores sobre los asesinatos en masa de judíos, pero no podía hacer nada, y sabía que de poco serviría investigar esos rumores y comprobar su veracidad, cosa que no me habría sido demasiado difícil, pero estaba demasiado ocupado con otras cosas y, de haber sabido lo que pasaba, sólo me habría servido para sentirme incómodo cuando, en el fondo, apenas podía hacer nada por evitarlo. (Nuremberg, El mayor juicio de la historia, James Owen, páginas 279-281)


Von Schirach vaciló entre una postura y otra desde el principio, pero el reconocimiento de los crímenes le llevó a conclusiones diferentes, Animado por Speer, que se había convertido en la bestia negra de Göring, el antiguo Gauleiter de Viena culpó a Hitler directamente y, al contrario que Göring, no buscó una coartada para mantener su lealtad al Führer, sino que hizo a este responsable máximo de la persecución a los judíos. Para Schirach, el genocidio era:


El asesinato masivo más importante y más diabólico que haya conocido jamás la historia. Pero no fue Höss el autor de ese crimen; Höss no fue sino el ejecutor. Fue Adolf Hitler quien dio la orden, y así se desprende de la lectura de su última voluntad y testamento... la juventud alemana es inocente. Nuestra juventud tenía una cierta inclinación hacia el antisemitismo, pero no se mostró partidaria del exterminio de la raza judía. Y no se imaginaba ni supo ver que Hitler había llevado a cabo el exterminio, asesinando cada día a millares de inocentes. La juventud alemana que, hoy, se alza perpleja entre las ruinas de su patria, no estaba informada de aquellos crímenes ni tampoco los deseaba. Es inocente de todo lo que Hitler ha hecho contra los judíos y contra el pueblo alemán.


Es innegable que aquella confesión hay que contextualizarla en el intento de construir una línea de defensa contra las acusaciones de las que Schirach era objeto. La táctica era muy parecida a la de Speer, y consistía en admitir las acusaciones con carácter general y proclamar una culpabilidad propia de tipo muy general para pasar a negar los delitos concretos de los que era objeto; hay que decir que la sentencia que recayó sobre Schirach fue la misma que la que recibió Speer, lo que quizá sea algo más que una coincidencia. Por otra parte, Speer y Schirach eran los más jóvenes de entre los acusados, lo que tampoco resulta un dato baladí a la hora de explicar su comportamiento.


Yo eduqué a esa generación en la fe y la lealtad a Hitler. La organización juvenil que creé llevaba su nombre.Yo creí estar sirviendo a un líder que haría de nuestra gente y de los jóvenes de nuestro país individuos im portantes, felices y libres. Millones de jóvenes lo creían conmigo y hallaron en el nacionalsocialismo su ideal último. Muchos murieron por ese ideal. Ante Dios, ante la nación alemana y ante el pueblo alemán, nadie sino yo ha de cargar con el peso de haber formado a nuestra juventud para servir a un hombre al que, durante muchos años, consideré como líder y como jefe del Estado, de haber creado una intachable, como in intachable, generación que lo veía como yo lo veía. Soy culpable de haber educado a la juventud para servir a un hombre que asesinó a millones de personas.Yo creía en este hombre, es todo cuanto puedo decir en mi defensa y para calificar mi actitud. Es culpa mía, de nadie más. Yo era el responsable de la juventud del país. Yo estaba por encima de los jóvenes, y no hay más culpable que yo. Los jóvenes son inocentes.


El Hitler que salió del proceso de Nuremberg fue esencialmente el que proyectaron aquellos que buscaron refugio en su figura para justificarse, antes que el de quienes lo reivindicaron contra viento y marea. El posterior desarrollo de la historia, de la situación internacional y de la propia Alemania, se conjuró para culpar a Hitler de todos los males. A lo cual contribuyeron las memorias de los políticos y generales protagonistas de la Segunda Guerra Mundial, todos ellos interesados en que Hitler cargase con todas las culpas y errores cometidos en el conflicto, al tiempo que omitían los propios.


Muchas de las imputaciones que hoy constituyen el cuerpo principal de la acusación contra el nazismo, en su momento pasaron desapercibidas. Los estudios de la sociedad alemana que han tenido lugar desde los años ochenta del pasado siglo hasta el día de hoy, arrojan luz sobre un panorama mucho más complejo que la simplificación que se ha venido administrando como doctrina oficial durante décadas.


Sin embargo, en muchas ocasiones, no se especifica que los mecanismos de poder y el funcionamiento sociológico de la mentalidad alemana en los años que nos ocupan, no son privativos de esa sociedad y de ese tiempo, sino que su estudio es el de la naturaleza humana y de los mecanismos del poder en sí mismos. En ese sentido, la figura de Hitler ha sido analizada bajo múltiples aspectos, desde los que niegan absurdamente su protagonismo, empecinados en interpretar la historia bajo paradigmas superados, hasta los que le otorgan una singularidad capaz de esculpir la historia con su sola voluntad. Era previsible que quedase sin defensa alguna, si bien es cierto que una parte de los acusados se negaron a culpabilizar a Hitler de todos los males, pese a todo.


Una de esas cuestiones que hoy recibe una atención especial pero que, en su momento, no formó parte del núcleo duro de la acusación, fue la de la mano de obra extranjera obligada a emigrar a Alemania. No pocos de entre quienes se sentaron en el banquillo tuvieron relación con la explotación de esa mano de obra. De hecho, Alemania había pasado a ser demandante de trabajo justamente el año en que comenzó la guerra, y ello tuvo repercusiones en muchas facetas de la vida pública alemana. Así que Hitler dispuso que la mano de obra extranjera debía ser explotada en beneficio del Reich sin mucha consideración.


2 comentarios:

  1. Es tremendo toda la cantidad de información que posees sobre Hitler y el tercer reich, debes tener la biblioteca mas extensa de España en esa materia.

    En los Juicios de Nuremberg los papeles estaban invertidos y no se correspondían con la realidad ya que los aliados del mal juzgaron al eje del bien cuando debería haber sido al contrario ya que los alemanes deberían haber juzgado a los aliados por cometer los crímenes mas espantosos que se han cometido en la historia del hombre.

    En muchas casos las confesiones de los dirigentes alemanes eran arrancadas con golpes físicos y torturas psíquicas (come decirles que enviarían a su mujer y sus hijos a los sovieticos para que abusaran y ultrajaran sus cuerpos).

    Julius streicher sufrio un verdadero calvario y tormento en su cautiverio, pocas personas en el mundo han sufrido como el
    http://hemeroteca.lavanguardia.com/preview/1946/04/27/pagina-6/33099470/pdf.html
    https://www.vidlii.com/watch?v=SPfwCjh76uy

    Un saludo tocayo!!!

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    1. Hola. Bueno, a lo largo de los años uno va acumulando libros. Muchos de ellos ya es difícil conseguirlos. No se reeditan. Así que conviene siempre guardar a buen recaudo todo. Poco a poco se van conociendo las condiciones de los presos de Nuremberg. El calvario de Streicher es bien conocido. Recientemente se ha sabido que las sogas que utilizaron para el ahorcamiento estaban amañadas para alargar la agonía. Todo es de una repugnancia extrema. Gracias por los links. Ciertamente interesantes. Como vemos, lo de Streicher ya era conocido en la época.

      Saludos amigo

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