Hitler y la Religión

 En el Programa Nacionalsocialista, recogido por Gotfried Feder, se exponen los 25 puntos del partido. El número 24 hace referencia a la religión:

"Exigimos la libertad de todas las confesiones religiosas dentro del Estado en cuanto no representen un peligro para la existencia del mismo o estén reñidas con el sentimiento, la moral y las costumbres de la raza germana."


En su libro Mi Lucha, Hitler se refiere en varias ocasiones a la religión:

Frases extraídas del capítulo III "Reflexiones políticas sobre la época de mi permanencia en Viena":

El protestantismo representa mejor, por sí mismo, las aspiraciones del germanismo, en tanto que este germanismo está fundamentado en origen y tradiciones de su Iglesia; falla, entre tanto, en el momento en que esa defensa de los intereses nacionales tenga que realizarse en un dominio discordante con su tradicional manera de concebir los problemas mundiales. 


El protestantismo obrará siempre en pro del fomento de los intereses germanos toda vez que se trate de pureza moral o del acrecentamiento del sentir nacional, en defensa del carácter, del idioma y de la independencia alemanes, puesto que todas estas nociones se hallan hondamente arraigadas en el protestantismo mismo; pero al instante reaccionará hostilmente contra toda tentativa que tienda a salvar la Nación de las garras de su más mortal enemigo, y esto porque el punto de vista del protestantismo respecto al semitismo (nota: en el original Mein Kampf, Hitler escribió el termino “Judentum”, esto es, “judaísmo” página 123) está indeciso en torno de la cuestión y, a no ser que esa cuestión sea resuelta, no tendrá sentido o posibilidad de éxito cualquier tentativa de un renacimiento alemán. 


Durante mi estancia en Viena, tuve la oportunidad de examinar esa cuestión, sin ideas preconcebidas, y pude incluso verificar millares de veces, en la convivencia diaria, la exactitud de ese modo de ver las cosas. 


En esa ciudad en la que están ubicadas las más y variadas razas (nota: en el Mein Kampf original “Nationalitäten”, “nacionalidades”, página 123) era evidente -a todos parecía claro - que solamente el pacifista alemán procura considerar siempre objetivamente las aspiraciones de su propia Nación, lo que nunca hace el judío con relación a las de su pueblo; que solamente el socialista alemán es "internacional"; esto es, le está vedado hacer justicia a su propio pueblo de otra forma que no sea con lamentaciones y lloriqueos entre sus compañeros internacionales. Nunca actúa así el checo, el polaco, etc. En fin, reconocí desde entonces que la desgracia sólo en parte está en esas teorías y, por otra parte, en nuestra insuficiente educación con respecto al nacionalismo y en una dedicación precaria, en virtud de eso, con relación al mismo.


Por estas razones falló el primer fundamento puramente teórico del Movimiento Pangermanista contra el catolicismo. 


Edúquese al pueblo alemán, desde su juventud, en el conocimiento firme de los derechos de la propia nacionalidad y no se saturen los corazones infantiles con la maldición de nuestra "objetividad", incluso en aspectos relativos a la conservación del propio yo, y en poco tiempo se verificará (suponiéndose un gobierno radical nacional), como en Irlanda, en Polonia o en Francia, que el católico alemán será siempre alemán. 


La más formidable prueba de esto fue ofrecida en la época en que, por última vez, nuestro pueblo, en defensa de su existencia, se presentó ante el Tribunal de la Historia, en una lucha de vida o muerte. 


Mientras el pueblo tuvo durante la guerra de 1914 dirigentes resueltos, cumplió su deber en forma insuperable. 


El pastor protestante como el sacerdote católico, ambos contribuyeron decididamente a mantener el espíritu de nuestra resistencia, no sólo en el frente de batalla, sino ante todo en los hogares. En aquellos años, especialmente al iniciarse la guerra, no dominaba, en efecto, en ambos sectores religiosos otro ideal que el único y sagrado del Imperio Alemán, por cuya existencia y porvenir elevaba cada uno sus votos de fervorosa devoción.


El Movimiento Pangermanista debió haberse planteado en sus comienzos una cuestión previa: ¿Era factible, o no, conservar el acervo germánico en Austria bajo la égida de la religión católica? Si se contestaba afirmativamente, este partido político jamás debió mezclarse en cuestiones religiosas o de orden confesional y si, por el contrario, era negativa la respuesta, entonces debió haberse propiciado una reforma religiosa, pero nunca un partido político. 


Aquél que piensa poder llegar, por el atajo de una organización política, a una reforma religiosa, muestra solamente que le falta cualquier conocimiento de la evolución de las ideas religiosas o incluso de las dogmáticas y de la actuación política del clero.


En realidad no se puede servir a dos señores, siendo como yo considero la fundación o destrucción de una religión mucho más importante que la fundación o destrucción de un Estado, cuanto más de un partido.


¡Que no se diga que los ataques aludidos lo fueron en defensa contra los ataques del lado opuesto!


Es cierto que en todas las épocas hubo individuos sin conciencia que no tuvieron vergüenza de hacer de la religión un instrumento de sus intereses políticos (pues es eso de lo que se trata casi siempre y exclusivamente entre tales mentirosos). Entre tanto, es erróneo interpretarla religión, o el credo, en función de una manada de bribones que hacen de ello mal uso, de la misma forma que podrían poner cualquier otra cosa al servicio de sus bajos instintos. 


Nada puede servir mejor a un holgazán parlamentario que la oportunidad que se le ofrece de conseguir la justificación de su sagacidad política. Pues, después que la religión o la creencia son responsabilizadas de una maldad personal y por eso atacadas, el bribón llama, con formidables gritos, al mundo entero para testimoniar cuán justa fue su actuación y cómo, gracias a él y su locuacidad, fueron salvadas la religión y la Iglesia. Los contemporáneos, tan locos como olvidadizos, no reconocen al verdadero causante del conflicto, debido al gran griterío que se forma, o no se acuerdan más de él, y así alcanza el bribón su objetivo. Estos astutos zorros saben bien que eso nada tiene que ver con la religión. Por eso más se reirá para sus adentros, en cuanto que su adversario, honesto pero inhábil, pierde la partida y se retira de todo, desilusionado de la lealtad y de la fe en los hombres. 


En otro sentido, sería también injusto considerar la religión o incluso la Iglesia como responsable de los desatinos de cualquier individuo. Compárese la grandeza de la organización visible con la imperfección media de los hombres en general y será necesario admitir que el mal entre nosotros es menor que en cualquier otra parte. Es cierto que existen también, incluso entre los propios sacerdotes, algunos para los cuales su función sagrada es apenas un medio para la satisfacción de su ambición política y que llegan incluso a olvidar, en la lucha política, muchas veces de manera más o menos lamentable, que deberían ser ellos los guardianes de una verdad superior y no los representantes de la mentira y de la calumnia. Entre tanto, por cada indigno de esos existen, por otro lado, miles y miles de curas honestos, dedicados de la manera más fiel a su misión que, en nuestros tiempos actuales, tan mentirosos como decadentes, se destacan como pequeñas islas en un cenegal. 


Tampoco condeno o debo condenar a la Iglesia por el hecho de que un sujeto cualquiera de sotana cometa alguna falta inmunda contra las costumbres, cuando muchos otros ensucian y traicionan a su nacionalidad, en una época en que eso ocurre frecuentemente. Sobre todo hoy en día, es bueno no olvidar que por cada Efialtes hay millares de personas que, con el corazón sangrando, sienten la infelicidad de su pueblo, y cómo los mejores de nuestra Nación anhelan ansiosamente el instante en que para nosotros el cielo pueda sonreír también. 


A quien, sin embargo, responde que, en este caso, no se trata de pequeños problemas de la vida diaria, sino sobre todo de cuestiones de verdad fundamental y de contenido dogmático, se le puede dar la respuesta adecuada con otra cuestión: 


"Si te consideras llamado por el Destino para proclamar la verdad, hazlo; ten, sin embargo, también el valor de no querer hacer eso por el atajo de un partido político, pues constituye un error; pero coloca, en lugar del mal de ahora, lo que te parece mejor para el futuro.


Si por ventura te falta valor, o si no conoces bien lo que en ti hay de bueno, no te metas; en todo caso, no intentes, por mediación de un Movimiento político, conseguir astutamente aquello que no tienes el coraje de hacer con la cabeza en alto." 


Los partidos políticos nada tienen que ver con las cuestiones religiosas, mientras éstas no socaven la moral de la Raza; del mismo modo, es impropio inmiscuir la Religión en manejos de política partidista. 


Cuando dignatarios de la Iglesia se sirven de instituciones y doctrinas para dañar los intereses de su propia nacionalidad, jamás debe seguirse el mismo camino ni combatírseles con iguales armas. 


Las doctrinas e instituciones religiosas de un pueblo debe respetarlas el Führer político como inviolables; de lo contrario, debe renunciar a ser político y convertirse en reformador, si es que para ello tiene capacidad. 


Un modo de pensar diferente en este orden conduciría a una catástrofe, particularmente en Alemania. 



Frases extraídas del capítulo X, "Las causas del desastre":


Mientras nuestras dos confesiones cristianas (la católica y la luterana) mantienen misiones en Asia y África, con el objeto de ganar nuevos prosélitos (empeñadas en una actividad de modestos resultados, frente a los progresos que realiza allá el mahometanismo), pierden en Europa millones y millones de adeptos, los cuales se hacen en absoluto indiferentes a la vida religiosa, o van por su propio camino. Sobre todo desde el punto de vista moral, son muy poco favorables las consecuencias. 


Merece remarcarse también la lucha cada vez más violenta contra los fundamentos dogmáticos de las respectivas religiones, fundamentos sin los cuales sería inconcebible la conservación práctica de una fe religiosa en este mundo humano. La gran masa de un pueblo no se compone de filósofos y es principalmente para las masas para quienes la fe constituye la única base de una ideología moral. 


Para el político, la apreciación del valor de una religión debe regirse menos por las deficiencias, quizá innatas en ella, que por la bondad cualitativa de un substituto doctrinal visiblemente mejor. Pero mientras no se haya encontrado un tal substituto, sólo los locos o los criminales podrían atreverse a demoler su existencia. 


Es bien cierto que, en este problema desagradable con la religión, los más culpables son aquellos que perjudican el sentimiento religioso con la defensa de intereses puramente materiales, provocando conflictos completamente innecesarios con la llamada "Ciencia Exacta". En ese terreno, la victoria favorecerá siempre a la última, aunque la lucha sea ardua, y la religión se verá así muy disminuida ante los ojos de los que no son capaces de elevarse sobre los postulados de una ciencia en verdad perecedera. Las peores anomalías, sin embargo, provienen del abuso de la convicción religiosa con fines políticos. No se dirá nunca lo suficiente contra esos miserables explotadores que ven en la religión un instrumento al servicio de su política, o mejor de sus intereses comerciales. Esos descarados impostores gritan con voz estentórea para que los otros pecadores puedan oír, en cualquier parte, la confesión de su fe, por la que nunca morirán, pero con la que procurarán vivir mejor. Para conseguir un éxito importante en su carrera son' capaces de vender su fe; para lograr diez escaños en el Parlamento, se unen a los marxistas, enemigos de todas las religiones; para obtener una cartera ministerial venden su alma al diablo, a menos que éste les desdeñe por un resto de decoro. 


Si la vida religiosa en Alemania antes de la guerra había adquirido para muchos un sabor desagradable, no se debía esto a otra cosa más que al abuso cometido con el cristianismo por un partido político llamado "cristiano" y por el descaro con que se trató de identificar a la religión católica con un partido también político. 


Esta funesta suplantación procuró mandatos parlamentarios a una serie de inútiles, en tanto que a la Iglesia no le trajo consigo sino daños. El resultado de semejantes anomalías tenía que soportarlo la Nación entera, pues las consecuencias emergentes del debilitamiento de la vida religiosa vinieron a producirse precisamente en una época en la que ya todo había empezado a ceder y vacilar, amenazando con el derrumbamiento de los tradicionales fundamentos de la moral y de las buenas costumbres. 


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