Después de unos intensos estudios de cuatro años en el Conservatorio de Viena, fui contratado en octubre de 1912 como segundo director de orquesta en el Teatro Municipal de Marburg, donde me presenté como director de orquesta en la obra «Der Waffenschmied” de Lortzing. Este primer trabajo independiente me reportó una gran alegría. La ciudad, aun cuando más pequeña que Linz, era muy abierta a las representaciones artísticas. La Asociación Musical y los orfeones reforzaban voluntariosos los elementos puestos a mi disposición en el teatro. Representamos un buen número de óperas cómicas, de las que en particular “Martha”, de Flotow, obtuvo un resonante éxito. Desde las lejanas comarcas de la Estiria, una campiña agradable, resplandeciente va por el brillo del sur, y a la que aprendí a amar, venían los visitantes a la ciudad. Terminada la temporada me trasladé con mi orquesta a Bad Pystian para hacerme allí cargo do la dirección musical en el balneario. Mi contrato en Marburg tenía validez todavía por un año más. Me había adaptado de manera excelente a la vida en la pequeña y alegre ciudad. La general aprobación que había encontrado aquí elevaba la conciencia juvenil de mi propio valer y reforzaba mi celo.
En aquel entonces, después de una representación de “Eva”, me llamó el director a su palco y me presentó al director del Teatro Municipal de Klagenfurt, que estaba interesado en contratar un director de orquesta para su teatro. Al parecer, estaba tan impresionado por mi labor, que me contrató en el acto para la próxima temporada. Cuando a principios de verano de 1914 puse fin a mi actividad en Marburg, para dirigirme a casa de mis padres en Linz, interrumpí el viaje en Marburg y me informé acerca de mi futuro campo de actividades. Una buena orquesta de cuarenta miembros, una bella casa, un moderno escenario, y, todo ello, además, en la capital de Carintia, una región famosa por su elevado nivel musical. Aquí podía atreverme a representar incluso el «Lohengrin», quizá también «Los maestros cantores». ¿Qué más podía yo desear? Realmente, el cielo parecía abierto para mí. Pero tan próximos a su realización, todos los sueños de mi juventud se desvanecieron bajo el fuego de las baterías rusas, cuando, pocos meses más tarde, sufrí el bautismo de fuego como soldado de la reserva del regimiento de infantería imperial número 2 en los campos do batalla de Galitzia. Era ésta una música en la que no había soñado jamás. Aunque no me sentía llamado para el oficio del soldado, traté de cumplir con mi deber, lo mismo que todos mis otros camaradas. Este intento terminó, después del espantoso invierno en los Cárpatos del año 1915, en el mísero hospital de campaña do Eperjes, en Hungría. Cuando los heridos graves y enfermos fueron trasladados de allí, en un espantoso viaje que duró siete días, hasta Budapest, en tanto que los muertos eran descargados en las estaciones principales del trayecto, también yo creí haber terminado con la vida, y calculaba en qué estación sería también descargado. Pero, como en un milagro, resistí todos los dolores y espantos de este transporte. Sin embargo, mi resistencia estaba quebrada para siempre.
Cuando después de largos meses de enfermedad mejoré lo bastante para poder visitar a mis padres, encontré mi hogar enteramente cambiado. Mi padre, agotado por las fatigas del trabajo y despojado de la ilusión de su vida, la empresa que había levantado él por sí mismo, y que confiaba poder entregar en manos de su único hijo, la había abandonado en el año 1916, comprando una pequeña propiedad agrícola en Fraham, cerca de Eferding. En vano buscó allí mi madre su curación. Cuando salí por segunda vez para el frente, murió mi padre en septiembre del año 1918, en medio del dolor y la desesperación de aquella época. ¡Con qué fervor le hubiera deseado yo una muerte más bella!
El final de la guerra me sorprendió en una sección motorizada en Viena, con la que fui desarmado el 8 de noviembre de 1918. ¿Qué es lo que debía hacer ahora? Mis perspectivas profesionales eran igual a cero. Los teatros de provincias estaban cerrados. Partí para Viena en busca de algún trabajo. Los dos teatros del Estado seguían abiertos, pero era inútil esperar poder ingresar en ellos. La orquesta sinfónica en la que me había ganado mi sustento durante varios años como viola en tiempos de mis estudios, había sido disuelta. ¿Qué es lo que quedaba? Algunas orquestas de baile en los grandes cafés. No, esto no era nada para mí. Durante un tiempo trabajé como director de orquesta en uno de los nuevos cines, al frente de la orquesta de seis músicos, cuyo objeto era «subrayar musicalmente» las películas mudas, actividad ésta que no me interesaba lo más mínimo. Traté de encontrar algún empleo como viola, o por lo menos como substituto en alguna orquesta. ¡En vano! Nadie se interesaba tampoco por clases de repaso.
Estaba al final de mis fuerzas. En este momento llegó una carta de mi madre. Me comunicaba que en la ciudad de Eferding había sido abierto un concurso para cubrir la plaza de secretario de la comunidad. Y como ella conocía muy bien a su hijo, sabía también como podría hacerme un poco más atractiva esta oferta, de por sí tan poco tentadora para mí. Había expuesto al alcalde mis disposiciones musicales y me informaba que se confiaba que el futuro secretario organizaría de nuevo la Asociación Musical, disuelta durante la guerra, y que se haría cargo de su dirección.
Regresé a casa y estudié la oferta. Los honorarios eran ciertamente escasos, y las posibilidades artísticas se me aparecían como muy modestas. Pero entre tanto había renunciado de manera definitiva a la idea de llegar a ser algún día director de una orquesta profesional. Por lo tanto, en particular por amor a mi madre, presenté la correspondiente instancia para este empleo. Después, regresé de nuevo a Viena, siempre con la esperanza de encontrar trabajo en alguna orquesta. Estando allí, en enero del año 1920 me llegó la carta del alcalde de que el comité de la comunidad, entre treinta y ocho aspirantes, me había elegido a mi para secretario. Con ello me había convertido en funcionario.
Lentamente fui adaptándome a este trabajo y algunos años más tarde hice el examen como funcionario de la comunidad ante la comisión nombrada por el gobierno provincial de la Alta Austria. Por modesta que fuera esta existencia, me dejaba también tiempo para poder atender a mis inclinaciones musicales. Organicé una orquesta que podía presentarse muy bien en cualquier parte. La vida musical en la pequeña ciudad no tardó en mostrar un satisfactorio incremento en su nivel, Desde la contemplativa música de aficionados de un cuarteto de cuerda hasta el concierto del coro de instrumentos de viento y las festividades de los orfeones, había allí un campo de trabajo muy agradable para mí.
Durante todos estos años no había sabido ya nada de mi amigo de juventud, que me había abandonado de manera tan inesperada. Finalmente había renunciado a seguir buscándole. Además no hubiera sabido ya cómo podía obtener alguna noticia de él. Su cuñado Raubal había muerto hacía tiempo. Angela, su hermana, no vivía ya en Linz. ¿Qué habría sido de mi amigo? Estaba seguro de que fue mejor soldado que yo, ¿Habría caído, acaso, como tantos otros jóvenes de nuestra edad?
Alguna que otra vez oía hablar de un político alemán que se llamaba Adolfo Hitler. Pero creía que se tratada de un hombre que llevaba casualmente el mismo nombre que mi amigo. A fin de cuentas, el nombre de Hitler no era tan raro. Si yo llegaba a saber algún día de mi amigo, daba yo, por supuesto, que sería más bien la noticia de que se había convertido en un famoso arquitecto, o por lo menos un artista, pero no algún político sin importancia, ni mucho menos en Munich. Un anochecer, cruzaba por la tranquila plaza de nuestra ciudad y, sin el menor propósito definido, me detuve delante de la librería. En el escaparate estaba la «Münchner Illustrierte». La portada mostraba el rostro de un hombre en medio de los treinta, de rasgos delgados y pálidos, al que a la primera mirada le reconocí. Era Adolfo. Apenas si había cambiado. Calculé el tiempo transcurrido desde nuestra vida en común en la Stumpergasse —¡quince años! —. Este rostro me pareció más severo, más viril, más maduro, pero no notablemente envejecido. Bajo el retrato se leía: «El conocido orador de masas de los nacionalsocialistas, Adolfo Hitler». Así pues, mi amigo era idéntico con aquel renombrado político. Lamenté que, lo mismo que yo, tampoco él hubiera podido concluir su carrera artística. Sabía muy bien lo que significa tener que renunciar a todos los sueños y esperanzas. Ahora tenía que ganarse el sustento como orador en las reuniones políticas. Un pan amargo, aun cuando él era, de por sí, un orador excelente y persuasivo. Yo había tenido ocasión de comprobarlo a menudo. También su interés por la política podía yo comprenderlo. Pero la política era un tema tan peligroso como desagradecido. Me sentía feliz de verme por encima de los acontecimientos políticos del día, gracias a mi empleo profesional como secretario, pues tenía que interesarme por un igual por todos los miembros de la comunidad. Mi amigo, por el contrario, navegaba con todas las velas al viento por el proceloso mar de la política, y no me causó, ciertamente, ninguna sorpresa que su impetuosidad, según pude leer en los periódicos, le llevara a la prisión de Landsberg.
Pero reanudó de nuevo la lucha. La Prensa se ocupaba cada vez más de su persona. Sus ideas políticas, que lentamente encontraban también sus partidarios en Austria, no me sorprendieron en modo alguno, pues, en el fondo, eran los mismos principios que me expusiera en otros tiempos en Viena, aunque algo más confusa y apasionadamente. Al leer sus discursos, me parecía verle de nuevo ante mí, caminando arriba y abajo en la poco acogedora habitación en la casa trasera del 29 de la Stumpergasse, mientras me hablaba sin cesar. En aquel entonces era yo su único oyente. Ahora eran miles los que le escuchaban. Su nombre se oía por todas partes. Y la gente empezaba a preguntarse: ¿De dónde ha salido este Hitler?
De ello podía yo dar muchos datos. ¿Acaso no conservaba todavía cartas y dibujos de él? Me había olvidado por completo de ello. Subí al desván. Allí estaba todavía el viejo cofre de madera, guardado en casa de mis padres y que me había seguido a mi casa en Eferding, pasando por la pequeña casíta de Fraham, cuando la madre, siguiendo mis consejos, había vendido todos sus bienes para reunirse conmigo. Busqué la llave, la encontré finalmente y abrí el cofre. En efecto, allí se encontraba un gran sobre azul, sobre el que, escrito por mi mano, se leía “Adolfo Hitler”. No podía acordarme ya de este sobre. En medio de los espantosos acontecimientos de la guerra, en la miseria de los años de la postguerra, me había olvidado de mi amigo, de no haber surgido de nuevo ante mí como político.
Abrí el sobre. Tarjetas postales, cartas, dibujos del amigo de mi juventud, ciertamente sólo una parte de lo que había recibido de él. Pero bastantes cosas, de todas formas. Leí de nuevo sus cartas y sus tarjetas. ¿Qué debía hacer con todo ello? ¿Mandarle toda esta correspondencia? Él tendría ahora otras cosas que hacer, que no refrescar los recuerdos de su juventud. Quizá se hubiera olvidado, hacía ya tiempo, del delgado oficial de tapicero, tan apasionado por la música, a quien había conocido en otros tiempos en las localidades de paseo en el Teatro Municipal de Linz ¿Debía escribirle acaso? También esto se me aparecía innecesario, pues ya entonces se había burlado él de mi falta de interés por la política, y ahora se hubiera sentido todavía más decepcionado de mí.
Así pues, me limité a seguir el ulterior destino de mi antiguo amigo en los periódicos. Sus partidarios se contaban ahora por millones. Sin pisar suelo austríaco, sus radicales teorías e ideas llevaban también la excitación e inquietud a nuestra empequeñecida Austria, una razón más para que yo me retrajera.
Es posible que alguien no comprenda que yo, una vez que Adolfo se había conquistado un nombre como político, no entrara inmediatamente en contacto con él. Y, sin embargo, debo constatar a manera retrospectiva que como nuestra amistad se cimentaba en nuestras comunes aspiraciones y deseos artísticos, y las cuestiones políticas estaban muy lejos de mí, no había nada que me impulsara de nuevo hacia Adolfo, a quien yo no podía ofrecer absolutamente nada en su nuevo campo de intereses.
Entonces, el 30 de enero de 1933 llegó hasta mí la noticia de que Adolfo Hitler había sido nombrado canciller del Reich. Involuntariamente hube de recordar aquellas horas nocturnas vividas en el Freinberg, en las que Adolfo me había descrito cómo también él, lo mismo que Rienzi, quería llegar a ser algún día tribuno popular. Lo que el muchacho de dieciséis años había presentido entonces en su visionario éxtasis, se había trocado en realidad. Esto me decidió a escribir un par de líneas dirigidas al “Canciller del Reich Adolfo Hitler en Berlín”.
No esperé recibir ninguna respuesta a mi carta. Un canciller del Reich tenía algo más importante que hacer que contestar a la carta de un cierto Augusto Kubizek en Eferding, cerca de Linz, con el que había tenido amistad hacía ya un cuarto de siglo. Pero, dejando a un lado toda consideración política, me pareció un deber de la cortesía felicitarle como amigo de la juventud por el cargo alcanzado.
Para mi gran sorpresa recibí, sin embargo, un día la siguiente carta:
«Munich 4 de agosto 1933.
»Adolfo Hitler Casa Parda
»Señor Magistrado municipal August Kubizek. Eferding Ob.Ost.
»Mi querido Kubizek:
Hasta hoy no me ha sido presentada tu carta del 2 de febrero, Dadas las cientos de miles de ellas que he recibido desde enero, no es esto de extrañar. Tanto mayor fue mi alegría al recibir, por primera vez al cabo de tantos años, una noticia de tu vida y tu dirección. Me gustaría mucho — una vez pasado el tiempo de mis más difíciles luchas — poder rememorar de nuevo personalmente el recuerdo de los años más bellos de mi vida. Quizá fuera posible que tú me visitaras. Te deseo lo mejor a ti y a tu madre y me reitero en el recuerdo a nuestra vieja amistad
tu
Adolfo Hitler e. h.
Así, pues, no me había olvidado. Que a pesar de su abrumadora actividad se recordara todavía de mí, me alegró sobremanera. Llamaba «los años más bellos» a los años que habíamos vivido juntos. Así pues, había olvidado ya la amarga miseria que los había acompañado. Sólo la juventud con su ímpetu y entusiasmo llenaba de calor su corazón. El final de la carta, no obstante, me desconcertó. “Quizá fuera posible que tú mi visitaras”, escribía Hitler. Esto era más difícil decirlo que hacerlo. Yo no podía dirigirme simplemente al Obersalzberg y decir: «Aquí estoy yo.» Además, este encuentro hubiera sido también para él, sin duda, embarazoso. ¿Qué es lo que podía contarle yo? Mi propio destino, comparado con el suyo, era intrascendente y poco interesante. Hablarle de Eferding no haría más que aburrirle. Y fuera de esto no tenía yo nada que contarle. Por lo tanto, dejé estar las cosas y me convencí a mí mismo de que esta amable invitación no debía considerarse más que como un acto de formal cortesía, de la misma manera que, exactamente veinticinco
años antes, no se olvidaba tampoco de saludar al final de sus cartas a mis padres, como ahora tan sólo a mi madre. Tiene también sus ventajas cuando un amigo es tan inauditamente consecuente. Pero me pareció absurdo referir esta consecuencia, tambien, a la continuación de nuestra amistad pues el destino nos había conducido demasiado claramente por, distintas direcciones.
No obstante, el 12 de marzo del año 1938 atravesó Adolfo Hitler la frontera, exactamente por el mismo lugar en el que su padre había servido como funcionado de aduanas. El ejército alemán entraba en Austria. La noche del 12 de marzo habló Adolfo Hitler desde el balcón del Ayuntamiento de Linz, que seguía siendo todavía tan modesto y sencillo como en tiempos de nuestra juventud, a la población de la ciudad congregada en la Plaza principal. Me hubiera gustado dirigirme a Linz, para hablar con él, pero tenía tanto que hacer buscando alojamiento para las tropas alemanas, que no me fue posible abandonar Eferding. Pero cuando el 8 de abril llegó Adolfo Hitler de nuevo a Linz y después de una manifestación política en los talleres de la fábrica de locomotoras Krauss se instaló en el Hotel Weinzinger, traté de entrevistarme con él. La plaza delante del hotel estaba llena de gente. Me abrí paso a través de la multitud hasta la línea de guardias y les dije a los hombres de la SA que quería hablar con el canciller del Reich. Éstos me miraron en el primer momento con extrañeza, y me tuvieron, con seguridad, por un loco. Pero cuando les enseñé una de las cartas de Hitler, se desconcertaron y llamaron a un oficial. Cuando también éste hubo visto la carta, me dejó pasar en seguida y me acompañó hasta el vestíbulo del hotel.
El vestíbulo parecía un enjambre de abejas. Numerosos generles formaban grupos y comentaban los acontecimientos. Ministros del Estado, conocidos por las revistas ilustradas, altos funcionarios del Partido y otras personas de uniforme entraban y salían. Los ayudantes, posibles de reconocer por sus brillantes charreteras, pasaban presurosamente por la estancia. Y todo este agitado movimiento giraba en torno a un solo hombre, él mismo, a quien yo quería también ver. Sentí que la cabeza me daba vueltas, y me di cuenta de que mi empresa carecía de sentido. Tenía que hacerme a la idea de que mi antiguo amigo de juventud era ahora el canciller del Reich, y que este cargo, el máximo en el Estado, había creado entre nosotros una distancia infranqueable. Los años en que yo era la única persona a la que él dedicara su amistad y a quien confiara los problemas más íntimos de su corazón, habían terminado de manera definitiva. En consecuencia, lo mejor sería alejarme de nuevo de allí y no interponerme por más tiempo en el camino de estos elevados personajes, que con toda seguridad deberían atender a importantes misiones.
Uno de los ayudantes más destacados, Albert Bormann, a quien yo había transmitido mi deseo, vino a mí de nuevo al cabo de unos instantes y me participó que el canciller del Reich se encontraba algo indispuesto y que hoy no recibiría ya a nadie. Me rogaba venir de nuevo mañana al mediodía. Bormann me invitó luego a sentarme por unos momentos, pues quería hacerme algunas preguntas. Me preguntó, con voz doliente, si en su juventud el canciller se había acostado siempre tan tarde. En la actualidad no se acostaba jamás antes de la medianoche, y dormía hasta avanzada la mañana, en tanto que los que le rodeaban, que por la noche debían seguir el ejemplo del canciller, debían levantarse temprano también a la mañana siguiente. Bormann se lamentó también de los accesos de cólera de Hitler, a los que nadie podía hacer frente, así como de la extraña alimentación del canciller, que consistía en manjares sin carne, platos a base de harinas y zumos de frutas. ¿Era ésta también la costumbre del canciller en su juventud?
Yo contesté afirmativamente, pero añadí que entonces solía comer también carne. Con ello me despedí. Este Albert Bormann era un hermano del conocido dirigente del Reich Martin Bormann.
Al día siguiente me dirigí de nuevo a Linz. Toda la ciudad estaba en pie. En todas las calles se agolpaba la multitud, Conforme iba acercándome al hotel Weinzinger, tanto más compacta se hacía la masa. Finalmente, pude abrirme paso hasta el hotel y ocupé de nuevo un sitio en el fondo del vestíbulo. La excitación y la agitación eran aún mayores que el día anterior. El día de hoy era el fijado para el plebiscito anunciado para Austria. Es fácil de imaginarse que en torno a la persona de Adolfo Hitler se concentraban todas las decisiones. De todas formas, no hubiera podido encontrar una oportunidad menos favorable para este reencuentro. Calculé mentalmente. A principios de julio de 1908 nos habíamos despedido en el vestíbulo de la estación del Oeste. Hoy era el 9 de abril de 1938. Habían transcurrido, pues, exactamente treinta años entre aquella inesperada separación en Viena y el encuentro de hoy, caso de que ésta pudiera llegar a realizarse. Treinta años — ¡la vida entera de un hombre —. ¡Y qué acontecimientos más trascendentales no habían traído consigo estos treinta años!
Yo no me hacía la menor ilusión de lo que habría de suceder, si es que Hitler sentía realmente el deseo de verme. Un breve apretón de manos, quizá un familiar golpecito en la espalda, un par de apre- suradas palabras, dichas entre la puerta y el dintel, y con ello tendría que darme por satisfecho. Me había preparado también cuidadosamente un par de palabras adecuadas. Lo que me causaba ciertas preocupaciones era la manera como debía dirigirme a él. Era imposible dirigirme al canciller del Reich como “Adolfo”. Sabía bien cuán penoso le era cualquier falta contra el protocolo. Lo mejor sería atenerse a la interpelación generalmente utilizada. Pero Dios sabría si llegaría a tener siquiera ocasión de recitar el “discurso” preparado. Lo que luego tuvo lugar va unido lógicamente en mi recuerdo a la emoción del momento.
Cuando Hitler salió repentinamente de una de las habitaciones del Hotel Weinzinger, me reconoció al instante y me tomó del brazo, dejando plantado a su séquito y saludándome con un alegre: —¡Eh, Gustl!
Recuerdo todavía cómo tomó entre sus dos manos mi mano derecha, extendida hacia él, y cómo sus ojos, claros y penetrantes como en otros tiempos, se clavaron en mí. Lo mismo que yo, estaba él también visiblemente emocionado. Pude adivinarlo en el timbre de su voz.
Los dignos personajes del vestíbulo nos miraron a los dos con asombro. Nadie conocía a este extraño hombre de civil a quien el Führer y canciller del Reich saludaba con una cordialidad que muchos me envidiaban, con toda seguridad, en estos momentos.
Finalmente, pude recobrar de nuevo la serenidad y declamé las palabras preparadas. El me escuchó atentamente mientras sonreía ligeramente. Cuando hube terminado, asintió con la cabeza, como si quisiera decir ¡Bien aprendido, Gustl!, o incluso quizá: “Mi amigo de la juventud me habla ahora como todos los demás”. A mí, sin embargo, que parecía fuera de lugar cualquier muestra de confianza que partiera de mí.
Después de una breve pausa, me dijo:
—¡Venga usted!
Es posible que con mis estudiadas palabras no me aplicara ya aquel “tú”, utilizado por él en su carta del año 1933. Pero, hablando con franqueza, me sentí aliviado cuando le oí dirigirse a mi de usted.
El canciller del Reich me precedió hasta el ascensor. Subimos hasta el segundo piso del hotel, donde se encontraban sus habitaciones. Su ayudante personal abrió la puerta. Entramos en ellas. El ayudante salió de la estancia. Estábamos solos. Nuevamente tomó Hitler mi mano, me miró fijamente durante largo rato y dijo:
—Su aspecto es exactamente igual al de entonces, Kubizek. Le hubiera reconocido al instante en cualquier parte. No ha cambiado, sólo ha envejecido.
Después me llevó hasta la mesa y me invitó a sentarme ante ella. Me aseguró cuánto se alegraba de volver a verme al cabo de tanto tiempo. Le había complacido especialmente mi felicitación, pues yo era quien mejor sabía cuán difícil había sido para él el camino. Esta ocasión no era ciertamente la más favorable para una larga conversación, pero confiaba que en el futuro habría de presentarse ocasión para ello. Él ya me lo haría saber. No era aconsejable escribirle a él directamente, pues las cartas que se le escribían no llegaban, muchas veces, siquiera a sus manos, pues debían ser previamente seleccionadas para descargar su trabajo.
—Yo no tengo ya vida privada como en aquellos tiempos, ni puedo hacer tampoco lo que quiero, como cualquier otra persona.
Así diciendo se levantó y se acercó a la ventana, que ofrecía una perspectiva sobre el Danubio. Seguía allí todavía el viejo puente de tirantes, que tanto le había enojado ya en su juventud. Como era de esperar, se refirió inmediatamente a él.
— ¡Este feo camino! — exclamó — sigue todavía aquí. Pero no por mucho tiempo, se lo aseguro a usted, Kubizek.
Con ello se volvió de nuevo a mi y sonrió.
—A pesar de todo, me gustaría cruzar una vez más este puente en su compañía. Pero esto no es posible ya, pues allí donde yo aparezco, todos vienen detrás de mí. Pero, créame, Kubizek, es mucho lo que me propongo hacer todavía en Linz.
Esto no lo sabía nadie mejor que yo. Como era de esperar, me expuso de nuevo todos aquellos proyectos que le ocuparan en su juventud, como si entre tanto no hubieran transcurrido treinta, sino a lo sumo tres años.
Poco antes de haberme recibido a mí había recorrido en coche la ciudad, para informarse acerca de las modificaciones que habían sufrido sus edificaciones. Ahora me expuso los distintos proyectos. El nuevo puente sobre el Danubio, que debía llevar el nombre de «Puente de los Nibelungos», debía ser una obra de arte. Me refirió con detalle la ejecución de las dos cabezas del puente. Después me habló — yo me sabía ya desde un principio el orden de continuidad — del Teatro Municipal, que debería recibir ante todo un nuevo escenario. Cuando estuviera terminada la nueva Ópera, que habría de venir a substituir la fea estación, el teatro sería utilizado solamente para las comedias y las operetas. Además, Linz necesitaba también una nueva sala de conciertos, si es que quería ser digna del nombre de una ciudad de Bruckner.
—Quiero que Linz ocupe una situación destacada desde un punto de vista cultural y crearé las condiciones necesarias para ello.
Yo pensé que con ello estada terminada ya la entrevista. Pero Hitler pasó ahora a referirse a la creación de una gran orquesta sinfónica para Linz, y con ello la conversación dio un brusco giro hacia lo personal.
—¿Qué ha sido de usted, realmente, Kubizek?
Yo le expliqué que desde el año 1920 era un funcionario de la comunidad, actualmente en el cargo de un magistrado municipal. ¿Magistrado municipal? —preguntó—, ¿qué significa esto?
Ahora fui yo el desconcertado. ¿Cómo podía explicarle en pocas palabras lo que debía entenderse bajo este cargo? Busqué en mi vocabulario la expresión más adecuada para ello. Peso entonces me interrumpió.
—¡Así pues, se ha convertido usted en un funcionario, un escribiente! Esto no es lo más adecuado para usted. ¿Adónde han ido a parar sus inclinaciones musicales?
Le contesté la verdad, que la guerra perdida me había lanzado por completo fuera de la órbita de mis inclinaciones. Si no quería pasar hambre, era forzoso cambiar de profesión.
Hitler asintió gravemente y dijo luego:
—Si, la guerra perdida.
Después fijó de nuevo en mí la mirada y dijo:
Usted no acabará su tiempo de servicio como escribiente de la comunidad, Kubizek.
Por lo demás, me comunicó su interés por ver este Eferding, del que yo le hablaba.
Le pregunté si lo decía en serio.
Naturalmente que iré a visitarle, Kubizek —confirmó—, pero mi visita será para usted sólo. Entonces nos dirigiremos los dos juntos de nuevo hacia el Danubio. Aquí no es posible pues no me dejan salir solo.
Quiso saber si me ocupaba de la música con el mismo celo de antes.
Ahora habíamos llegado a mi tema favorito y así pasó a referirle con todo detalle la vida musical en nuestra pequeña ciudad. Temía que, a la vista de los trascendentales problemas sobre los que había de decidir en aquel entonces, mi informe habría de aburrirle. Pero me había equivocado. Cuando, para ganar tiempo, le refería algo sólo por encima, me atajaba inmediatamente.
—¡Qué dice, Kubizek, incluso sinfonías ejecutan ustedes en esta pequeña Eferding! Esto es maravilloso. ¿Qué sinfonías han ejecutado ustedes?
Yo anoté: la “Inacabada”, de Schubert, la Tercera, de Beethoven, la Sinfonía Júpiter, de Mozart, la Quinta, de Beethoven.
Hitler quiso saber el número y composición de los ejecutantes de mi orquesta, se mostró asombrado por mis datos y me felicitó por mis éxitos.
—Tengo que ayudarle a usted, Kubizek — exclamó—; redácteme usted un informe y dígame qué es lo que le hace falta. ¿Y cómo le va a usted personalmente? ¿No tiene usted ninguna necesidad?
Le contesté que mi cargo me permitía una existencia ciertamente modesta, pero enteramente satisfactoria, y que en consecuencia no tenía que pedirle ningún favor personal.
Levantó la mirada sorprendido. Que alguien no tuviera nada que pedirle, parecía ser algo poco corriente para él.
—¿Tiene usted hijos, Kubizek?
—Sí, tres hilos!
—Tres hijos — repitió conmovido.
Repitió varias veces estas palabras y con el rostro muy serio.
—Tres hijos tiene usted, Kubizek. Yo no tengo familia. Estoy solo. Pero quisiera poder preocuparme de sus hijos.
Tuve que contarle con detalle de mis hijos. Quería saber todos los detalles. Se alegró al saber que todos los tres estaban dotados musicalmente y que dos de ellos eran también hábiles dibujantes.
Yo me hago cargo de la tutela para la instrucción de sus tres hijos, Kubizek — me dijo—; no quisiera que otros seres jóvenes y dotados tuvieran que seguir el mismo penoso camino que seguimos nosotros. Ya sabe usted, lo que tuvimos que sufrir en Viena. Y para mí, los tiempos más difíciles empezaron tan sólo después de que nuestros caminos se habían ya separado. No debe suceder más, que un joven talento pueda perecer por la necesidad. Allí donde yo puedo ayudar personalmente, ayudo, y mucho más si se trata de sus hijos, ¡Kubizek! Quiero añadir en este lugar, que el canciller del Reich costeó, efectivamente, los gastos de la educación musical de mis tres hijos en el Conservatorio Bruckner de Linz a través de su oficina, y que por disposición suya los trabajos de dibujante de mi hijo Rodolfo fueron enjuiciados por un profesor de la academia en Munich.
Yo había contado simplemente con un apretón de manos, y ahora llevábamos ya, en realidad, más de una hora juntos.
El canciller del Reich se levantó. Creí que la conversación habría terminado, y me levanté también. Hitler, sin embargo, hizo entrar a su ayudante y le dio las disposiciones relativas a mis hijos. Aquél le llamó entonces la atención sobre las cartas que yo conservaba todavía de los tiempos de nuestra juventud.
Ahora tuve yo que extender las cartas, tarjetas y dibujos encima de la mesa. Su asombro fue grande al ver el considerable número de estos recuerdos. Quiso saber cómo se habían conservado estos documentos. Yo le hablé del cofre pintado de negro conservado en el desván, con su bolsa en la tapa y el sobre con la anotación «Adolfo Hitler». Contempló atentamente la acuarela del Pöstlingberg. Había algunos hábiles pintores, que sabían copiar tan exactamente sus acuarelas, que éstas no podían distinguirse ya del original, me refirió. Estas gentes mantenían un fructífero negocio y encontraban en todas partes tontos que caían en este engaño. Lo mejor sería no soltar de la mano este original.
Como ya en cierta ocasión habían intentado arrebatarme este material, le pregunté al canciller del Reich su opinión sobre este particular. —Estos documentos son propiedad exclusiva suya, Kubizek — me contestó—; nadie podrá nunca discutírselos.
La conversación versó después sobre el libro de Rabitsch. Rabitsch había sido alumno de la escuela real de Linz algunos años más tarde que Hitler, y escrito, probablemente con la mejor intención, un libro sobre la época escolar de aquél. Pero Hitler estaba muy indignado por ello, dado que Rabitsch no le había conocido siquiera personalmente. —Vea usted, Kubizek, desde el principio estuve disconforme yo con este libro. Solamente puede escribir sobre mi alguien que me conociera realmente. Y si alguien es aquí el más indicado, éste es usted, Kubizek.
Y volviéndose a su ayudante, añadió:
—Tome usted en seguida nota de ello.
Con ello tomó de nuevo mis manos.
—Ya ve usted, Kubizek, cuán necesario es que nos veamos más a menudo. Cuando me sea posible le llamaré a usted de nuevo.
La entrevista había terminado. Como embriagado abandoné el hotel. Los tiempos que siguieron llevaron la inquietud a mi vida tranquila y retraída, y tuve ocasión de comprobar que no era sólo bello y agradable ser el amigo de juventud de un hombre tan famoso. Aunque apenas si me había referido a ello en mis conversaciones, y también en el futuro procuré hacer gala de la mayor discreción, no tardé en tener ocasión de conocer el lado desagradable de mi amistad de juventud con Hitler. Ya en los días de marzo había tenido un anticipo de lo que me esperaba. Apenas había sido anexionada Austria al Reich alemán, cuando un automóvil se detuvo delante de mi casa. Los tres caballeros uniformados que descendieron del vehículo venían directamente de Berlín hacia mí. Por encargo del Führer debían hacerse cargo de todos los documentos de la juventud del Führer que obraban en mi poder, con el fin de que pudieran ser guardados en un lugar seguro en la cancillería. Por suerte, no me dejé yo engañar. Según pude comprobar más tarde, en la fecha en que se ordenó esta incautación, el Führer no tenía aún la menor noticia de estos recuerdos. Se trataba más bien de la decisión arbitraria de alguna oficina del partido que se había enterado de mi paradero y existencia.
De todas formas, me negué a entregar los documentos a los tres miembros de las S.S., cosa que éstos no podían acabar de comprender. Al parecer, esperaban encontrar gentes más sumisas en Austria, de lo que yo era. Su altiva actitud no hizo en mí la impresión esperada. ¡Y encima, no era yo siquiera un miembro del partido! Era extraño que el Führer hubiera elegido a un tipo tan raro para su amigo de juventud, pensarían sin duda, cuando tuvieron que alejarse de nuevo con las manos vacías.
Fue una suerte haber resistido firmemente este primer ataque. Los que siguieron serían ya más fáciles de parar, pues podía remitirme a las palabras del Führer, de que estos documentos eran de mi exclusiva propiedad.
En el tiempo que siguió, las diversas dependencias del partido trataban de desbancarse sucesivamente ante mi persona. Según tuve ahora ocasión de saber, Hitler, cada vez que en el círculo de sus más íntimos colaboradores surgía el tema de sus recuerdos de juventud, se remitía a mí.
— ¡Preguntad a Gustl — era la estereotipada respuesta a todas las preguntas, que versaban sobre determinadas facetas de su juventud. Fue así como en su inmediata proximidad fue surgiendo lentamente el interés por este peculiar individuo, que vivía allá en algún lugar de Austria, sin dar mayor importancia a su amistad con Adolfo Hitler. Pero este «Gustl», que hasta ahora había sido más o menos inaccesible, se había convertido, de pronto, en ciudadano alemán, gracias al Anschluss al Reich alemán, lo que le hacía accesible sin más para todas las dependencias del partido.
El ministro del Reich Goebbels me mandó como emisario suyo a un joven muy simpático. Se llamaba Carl Cerff, ya no recuerdo ni su rango ni la posición oficial que ocupaba. Cerff me informó que se tenía prevista la edición de una gran biografía del Führer y se me encargaba a mi la redacción del periodo entre los años 1904 a 1908. Cuando llegara el momento, me llamarían a Berlín para que allí, con la colaboración de especialistas, pudiera llevar a cabo esta labor. Mientras tanto me rogó comenzara ya con un borrador detallado de mis memorias. Le respondí al joven que no tenía tiempo para dedicarme a aquel trabajo, ya que desde el Anschluss teníamos, nosotros los funcionarios municipales, mucho quehacer. Comprendió que no quería ligarme y se divirtió la mar con mis explicaciones. Finalmente, sin embargo, insistió que no menospreciara mi «sobresaliente responsabilidad ante la historia», tal como se expresó él. Si yo lo deseaba haría que inmediatamente me concedieran el permiso correspondiente. Pero yo me negué rotundamente a ello. Se despidió de mi prometiendo volver en “otro momento más propicio”. Pero como el futuro sólo nos proporcionaba momentos cada vez menos propicios, ya no volví a ver a Karl Cerff. Sea como fuere, está fuera de toda duda que supo llevar a cabo la misión que le había sido encomendada con gracia y gran comprensión por su parte.
Muchos más obstinados y menos agradables eran los encargos que me mandaba Martin Bormann, que al parecer se consideraba él el único responsable con respecto a mi persona y mi labor y que vigilaba celosamente que nadie más se pudiera acercar a mí. Sus escritos y sus órdenes estaban redactados en un tono como si hubiese arrendado la vida de Adolfo Hitler para sí mismo y sin que nadie pudiera decir o escribir una palabra sobre él sin que hubiese dado previamente su aprobación y consentimiento. Cuando fracasó en su intento de asegurar los documentos, que estaban en mi poder, en las cajas fuertes de la Cancillería — «el lugar donde les corresponde estar» —, tal como me escribió, recibí la tajante orden de que ningún intruso pudiera echar una mirada a los mismos y que tampoco los entregara a nadie sin su orden expresa. No había necesidad de que Martin Bormann me ordenara esto, puesto que ésta era mi intención. Pero cuando me transmitió la orden de comenzar inmediatamente con mis recuerdos de juventud que hicieran referencia a Adolfo Hitler y que le presentara el borrador, le contesté que antes quería yo mismo discutir el asunto con el propio Hitler. Este método obtuvo un éxito decisivo. Cuando en el futuro uno de aquellos caballeros, un tanto autoritarios, quería ejercer su presión sobre mí, bastaba con que lo dijera: «Perdóneme usted, pero antes deseo discutir personalmente con el Canciller del Reich las proposiciones que usted me ha hecho», para que inmediatamente cambiara de actitud.
Por el contrario, recuerdo con placer mi entrevista con Rudolf Hess. Estaba de visita en Linz y me mandó llamar, Uno de sus coches me llevó al Bergbahnhotel en el Pöstlingherg. El ministro del Reich Hess me saludó muy cordialmente. “Bien, de modo que es usted Kubizek”— exclamó alegremente—, el Führer me ha contado tantas cosas de usted.
Inmediatamente comprendí que aquella amabilidad y cordialidad eran sinceras. Durante esta visita vi confirmada mi antigua experiencia. Cuando más íntima era una persona al Canciller, tanto más le había hablado éste de mí. Rudolf Hess y la señora Winifred Wagner eran los que estaban mejor informados sobre los años de juventud de Hitler y, por consiguiente, también de mí mismo. El ministro me invitó a almorzar con él en la hermosa tenaza del hotel. Durante la sobremesa me invitó a hablarle larga y detalladamente de mis recuerdos más antiguos, interrumpiéndome continuamente con preguntas y observaciones. Obtuve la impresión de que Rudolf Hess, visto en el aspecto puramente humano, estaba mucho más cerca de Hitler que muchos otros y este hecho no dejó de alegrarme. También los demás caballeros que almorzaron con nosotros intervinieron en la charla. Fue una conversación animada, cordial, que se diferenciaba grandemente de aquellas otras entrevistas que había sostenido previamente con funcionarios del Partido. Lo que me plació en extremo fue que desde aquel maravilloso lugar podía mostrar al ministro del Reich los lugares más interesantes e históricos de la ciudad. Allí, detrás de la colina verde con el polvorín se hallaba Leonding y podíamos seguir perfectamente el camino que había seguido el Canciller cuando era estudiante del Instituto de segunda enseñanza. Allá, la Humboldstrasse, adonde se había mudado la señora Hitler a la muerte de su esposo y muy cerca de nosotros, a nuestros pies, el encantador Urfahr con la Blütengasse, un lugar que albergaba tantos y tantos recuerdos de mi amigo de juventud.
Rudolf Hess me produjo una muy buena impresión que se diferenciaba en su modo de ser sencillo y cordial de la actitud de otros personajes mucho menos importantes que él mismo. Lamenté vivamente que estuviera enfermo y que su aspecto fuera tan decaído. Mientras tanto, también en la patria había recaído la atención sobre mi persona. Hasta aquel momento nadie había sabido en la Alta Austria de la existencia de un amigo de juventud de Adolfo Hitler, un hecho que yo había bendecido. Pero por fin me habían descubierto. Todavía no era miembro del Partido, era algo que muchos no acababan de comprender, puesto que siendo yo amigo de juventud de Hitler lo lógico era que fuese yo el miembro número 2 del Partido. Pero ya de siempre había estado en disconformidad con Adolfo en las cuestiones políticas, no por el hecho de rechazar su punto de vista, sino simplemente porque no me interesaba o no lo comprendiera. Claro está que tan pronto se enteraron de mi existencia me vi acosado por todos los lados por personas que por un motivo u otro se hallaban en una situación comprometida. Ayudaba en todo lo que podía aun cuando no me hacía la menor ilusión con respecto a la verdadera influencia de mis decisiones políticas. Pronto experimenté por mí mismo que un amigo de juventud de Adolfo Hitler, no es una credencial para una intervención decidida. Cuando no lograba ponerme en contacto personal con Hitler, me replicaban tan cortés como decididamente que aquél o el otro asunto no eran de mi incumbencia.
Tal como había temido, Hitler no efectuó su proyectada visita a Eferding.
En este estado de ánimo un tanto resignado, dominado más por la razón que los sentimientos, llegó, inesperadamente, una carta certificada de la Cancillería del Reich. Con el corazón latiéndome vigorosamente abrí el sobre y encontré impreso sobre el papel de hilo más hermoso lo que había de ser la mayor alegría de mi vida. En nombre del Reichskanzler se me invitaba a asistir aquel año a los Festivales Wagner en Bayreuth, rogándome al mismo tiempo me presentara el martes, 25 de julio de 1989, al señor Kannenberg en la Casa Wahnfried.
Lo que durante toda mi vida apenas me había atrevido a soñar, se convertía ahora en realidad. No pude expresar en palabras mi alegría. Desde siempre había sido mi ambición artística más elevada emprender un peregrinaje a Bayreuth y asistir allí a una representación de los dramas musicales del gran maestro. Pero yo era pobre y en mi modesta existencia no podía pensar en sufragarme este viaje.
Y, ahora, de pronto, todos mis sueños se convertían en realidad.
Los días antes de mi partida los pasé dominado por la fiebre y durante las noches apenas lograba conciliar el sueño lleno de alegría y excitación. Luego emprendí el viaje por Passau, Regensburg y Nuremberg hasta Bayreuth. Cuando desde el tren vi por vez primera la colina con el teatro, creí que iba a morir de alegría y felicidad. El señor Kannenberg me recibió con suma amabilidad y me destinó un bonito alojamiento en casa de la familia Meschanbach, en la
Lisztstrasse 10. Puntualmente me dirigí a asistir a la representación. Los Festivales del año 1989 fueron inaugurados con el “Holandés errante”. Ocupé mi butaca. ¡Dios mío, qué suerte haber pasado por esta experiencia! ¡ Una orquesta compuesta por ciento treinta y dos maestros! Estaba encantado.
Al “Holandés errante” siguió al día siguiente “Tristán e Isolda”, una representación inolvidable. El jueves, 21 de julio, representaron “Parsifal”. Ya en mi casa me había preparado para esta audición, había estudiado la partitura y toda la literatura que a este respecto hallé, Cuando la orquesta comenzó la interpretación del motivo de la Santa Cena se transformó el mundo en torno mío y viví las horas más felices de mi vida terrenal.
Con el “Ocaso de los dioses”, el miércoles 2 de agosto de 1939, terminaron mis días de vacaciones y distracción en Bayreuth. Me preparé para el viaje de regreso y visité nuevamente al señor Kannenberg para agradecerle todas las atenciones que había tenido conmigo.
¿De veras quiere usted ya regresar a casa?, me preguntó con una sonrisa muy significativa. Creo que es conveniente que se quede usted un día más aquí. Comprendí inmediatamente la insinuación y me quedé aquel 3 de agosto en Bayreuth.
A las dos se presentó un oficial de las S.S. en mi alojamiento y me invitó a seguirle. No había un gran trecho hasta Wahnfried. En el vestíbulo de la casa me aguardaba el Obergruppenführer Julius Schaub, quien me condujo a un vestíbulo mayor en la que se hallaban numerosas personalidades que conocía por haberlas visto en Linz o en las revistas ilustradas. La señora Winifred Wagner sostenía allí una animada charla con el ministro del Reich Hess. El Obergruppenführer Brückner charlaba con el señor Von Neurath y unos generales. Había muchos militares en la sala y de repente recordé que la situación política estaba muy tensa, sobre todo por lo que hacía referencia a Polonia y que continuamente se hablaba de tener que tomar una decisión por la fuerza. En aquel ambiente tan cargado me encontraba muy desplazado y aquella sensación que ya me había dominado en el vestíbulo del Hotel Weinzinger se volvió a apoderar de mí. No cabía la menor duda de que el Reichskanzler, antes de regresar a la capital, quería intercambiar unas palabras conmigo. Mientras el corazón me latía rápidamente, traté de encontrar unas palabras de agradecimiento. En uno de los lados de la sala había una gran puerta de dos alas. El ayudante que estaba de guardia a la misma hizo una señal al Obergruppenführer Schaub, a lo cual éste se acercó a mí y me acompañó hasta la puerta en cuestión. Abrió la puerta y anunció:
¡Mi Führer, el señor Kubizek! Dio unos pasos atrás y cerró la puerta a mis espaldas. Yo estaba a solas con el Canciller del Reich.
Sus claros ojos brillaban por la alegría de nuestro encuentro. Con rostro resplandeciente avanzó hacia mí. Nada permitía adivinar en aquel momento la gigantesca responsabilidad que cargaba sobre sus hombros. A mí me dio la impresión de ser uno más de los invitados que habían asistido a los Festivales. Aquella atmósfera de felicidad que se respiraba por doquier en Bayreuth también le había prendido a él. Me cogió la mano derecha entre las suyas y me dio la más cordial bienvenida. Aquel saludo íntimo en un lugar tan sagrado me conmovió tan profundamente que apenas tenía fuerzas para hablar. Mis palabras de agradecimiento debieron sonar ridículas y emití un suspiro de alivio cuando dijo: “Sentémonos”, y logré salir de mi inhibición.
—Le conté de mi viaje a Bayreuth, de la visita que había efectuado a los museos de Wagner y, claro está, de la impresión que me había dominado durante las representaciones. Recobré mi tranquilidad y hablamos de todo aquello que nos entusiasmaba a los dos, como habíamos charlado cuando éramos todavía muy jóvenes. Recordó la representación de las obras de Wagner que habíamos visto en Linz y en Viena y me expuso sus deseos de que quería que la mayor parte del pueblo alemán llegara a conocer las obras de Ricardo Wagner. ¿Cuánto hacia ya que yo conocía aquellos planes? Hacía ya casi treinta y cinco años que él me había hablado de ellos. Pero ahora ya no se trataba de ilusiones. Seis mil personas, me informó, que jamás hubieran estado en condiciones de asistir a los Festivales en Bayreuth se encontraban aquel año, gracias a una magnífica organización, entre los invitados. Le contesté que yo me consideraba uno más de ellos. Rió y dijo (recuerdo perfectamente sus palabras): ahora le tengo a usted como testigo aquí en Bayreuth, Kubizek, puesto que es el único que sabe que desarrollé por primera vez estos pensamientos cuando todavía era un hombre pobre y desconocido. Por aquel entonces me preguntó usted cómo pensaba desarrollar estos planes. Y ahora es testigo de la realización de los mismos. Luego me informó de lo que había conseguido ya hasta aquel entonces, de lo que pensaba hacer todavía en el futuro en Bayreuth como si tuviera que darme cuenta de todo.
Pero yo me sentía dominado por preocupaciones muy materiales. Llevaba un paquete de fotografías de Hitler en el bolsillo. Tanto en Eferding como en Linz había un número de personas queridas a las que quería proporcionar una alegría regalándoles una fotografía del Canciller con su firma autógrafa. Durante unos instantes vacilé en sacarlas del bolsillo, puesto que mi deseo se me antojaba muy banal. En aquel momento Hitler estaba sentado frente a la mesa escritorio. Si dejaba pasar aquella oportunidad, tal vez no se me volviera a pre- sentar nunca más. Recordé a mis amigos y me decidí.
Tomó las fotografías en su mano y mientras buscaba sus gafas le alargué mí estilográfica. Luego comenzó a estampar su firma. Cogí el secante y me puse a su lado. De pronto levantó la mirada, me vio con el secante en la mano y sonrió: “Se nota que es usted ahora escribiente, Kubizek. Lo que no comprendo es cómo ha podido usted aguantar en esta profesión. En su puesto, yo lo hubiera mandado todo al diablo. A propósito, ¿por qué no vino a verme antes?
Me encontraba en una situación de compromiso y busqué una excusa plausible. ‘Cuando me escribió el 4 de agosto de 1933 que quería intercambiar nuestros recuerdos mutuos cuando hubiera pasado el período de luchas más difíciles para usted, decidí esperar. Además, antes del año 1938 era yo funcionario austríaco y hubiese necesitado un pasaporte para trasladarme a Alemania y con toda seguridad no me lo hubiesen concedido si hubiese indicado el motivo de mi viaje. Rió cordialmente y observó: «Sí, políticamente ha sido usted siempre un niño”. Había contado con otro comentario por su parte y reí ya que el “patán” de la Stumpergasse se había convertido mientras tanto en un “niño”.
Luego recogió el Reichskanzler las fotografías y se puso en pie. Le agradecí su gesto y las metí en mi bolsillo. Creía ya que la entrevista había terminado. Pero con expresión grave me dijo: “Venga usted” Abrió la puerta que conducía al jardín y bajó los peldaños. Un sendero muy bien cuidado nos llevó hasta una verja de hierro forjado. La abrió. Allí florecían hermosas flores y arbustos. Las frondosas copas de los árboles formaban un techo sobre nuestras cabezas, de modo que todo quedaba sumido en la penumbra. Unos pasos más y nos encontramos junto a la tumba de Wagner.
Hitler cogió mi mano en la suya. Comprendí lo emocionado que estaba.
La hiedra cubría la pesada losa que albergaba los restos del gran maestro y de su esposa. Nadie interrumpía aquel silencio tan solemne que nos rodeaba.
Luego, dijo Hitler: “Soy feliz de encontramos los dos aquí, en este lugar que siempre ha sido el más sagrado de todos para nosotros dos”. Mientras permanecía silencioso al lado de mi amigo de juventud, surgieron en mi mente imágenes del pasado. Veía de nuevo a aquel joven alto y delgado a mi lado en cuyo rostro enjuto y pálido brillaban ardientes sus ojos llenos de entusiasmo apasionado, oía de nuevo su voz profunda, grave y apasionada y volví a experimentar aquel profundo deseo de poder algún día visitar la tumba del gran maestro que había dado sentido y contenido a nuestras vidas. En aquel momento se realizó el sueño de mi juventud.
Pensé en los caminos tan extraños, apenas inconcebibles que señala el destino a los hombres. ¿Quién es capaz de descubrir el secreto de estas rutas? Nada puede forzarse.
Aquel que nos hubiese conocido por aquel antaño en Viena, a mi amigo y yo, hubiese llegado al convencimiento de que la ruta de mi vida estaba ya, tanto interior como externamente, condicionada en cierto modo. Después de terminar los estudios en el conservatorio emprendería la carrera de director de orquesta. Ya los primeros éxitos señalaban claramente en esta dirección. Y también se hubiese podido prever ya que Adolfo con su desprecio por todas las profesiones prácticas había de fracasar en la vida. El destino había hablado. Aquí, junto a la tumba de Ricardo Wagner se encontraban aquellos dos pobres y desconocidos estudiantes que habían vivido en la obscura habitación de la Stumpergasse. ¿Qué había sido de ellos? El que parecía iba a tener un porvenir más seguro, no había pasado de ser un insignificante funcionario municipal en una pequeña ciudad de la Alta Austria, que en sus horas libres se dedicaba a la música; el otro, empero, cuyo futuro aparecía tan incierto, había llegado a Canciller del Reich. ¿Qué nos deparará el futuro? Una cosa se podía prever con toda seguridad: en tanto que el uno continuaría en la vida anónima e
insignificante que había llevado hasta aquel momento, el otro pasaría a la historia.
No recuerdo ya cuánto tiempo permanecimos en aquel lugar sagrado. El tiempo se había esfumado para mí. Creí percibir el aleteo de la eternidad.
Regresamos a la casa Wahnfríed. Wíeland, el hijo de la señora Winifred Wagner, el nieto del maestro, nos esperaba con un manojo de llaves a la entrada del jardín. Mientras el joven abría las diversas estancias, me explicaba el Canciller todo cuanto había de importante en las mismas. Primero visitamos la construcción antigua, cuyas habitaciones conocía ya por haberlas visto reproducidas en tarjetas postales. En la sala de música se encontraba el piano de cola en el cual Wagner había compuesto. Vi la grandiosa biblioteca. El Canciller me presento a la señora Wagner, que se alegró visiblemente de conocerme cuando la conversación derivó hacia el entusiasmo juvenil que habíamos mostrado siempre por las obras del maestro, recordé una vez más la representación de Rienzi en Linz. Hitler terminó el relato con las siguientes palabras: “Fue entonces cuando empezó”.
Hitler me dio unos cuantos consejos para el viaje de regreso. Me aconsejó que asistiera a una audición en Munich de la orquesta sinfónica del Reich y visitara también la gran exposición del Arte alemán. Puesto que consideraba poco conveniente que nos encontráramos en el Obersalzberg, había dado órdenes para que yo siempre me encontrara en Bayreuth por la misma época que él. “Quiero tenerle siempre aquí a mi lado”, dijo, y me tendió la mano en despedida. Le agradecí lo que había hecho por mí mientras se me humedecían los ojos. Se detuvo junto a la puerta de la verja y me saludó nuevamente con un ademan. Me quedé solo. Poco después escuchaba las ovaciones de la muchedumbre que le esperaba en la Richard Wagner Strasse. El Canciller del Reich había abandonado Bayreuth para trasladarse de nuevo a Berlín.
Cuando el 8 de julio de 1940 recibí de la Cancillería del Reich las invitaciones para el primer ciclo de los festivales Wagner me sentí dominado por una gran preocupación. La guerra había transformado el trabajo y el servicio en mi patria chica ¿podría asumir la responsabilidad de emprender el viaje a Bayreuth cuando estaba tan cargado de trabajo? Es cierto que el Canciller del Reich había expresado su deseo de tenerme cerca de él. Pero ahora estábamos en plena guerra una guerra que no exigía tanto de nadie como de él mismo. ¿Asistirla Hitler a las representaciones?
En comparación con el año anterior, representaron en aquella ocasión, además del “Holandés errante”, sólo el “Anillo de los nibelungos”. La señora Winifred Wagner, a la que visité, me llevó durante la primera representación a su palco. De nuevo me sentí dominado por la cordial simpatía de aquella mujer única e inolvidable.
Al día siguiente representaron “El Oro del Rin” y a continuación “Las Valkirias”. Durante una pausa me informó la señora Wagner que Hitler asistiría tal vez a la representación del “Ocaso de los dioses”.
También Wolfgang Wagner, el segundo hijo de la señora Winifred, con el cual sostuve una larga e interesante charla durante un entreacto del «Sigfrido», confirmó esta noticia. Al día siguiente, durante el cual no tenía lugar ninguna representación, fui invitado a una velada artística en el Hotel “Bayrischer Hof”. Con tal ocasión conocí a una serie de relevantes personalidades artísticas: el director general de música Elmendorf, a los cantantes Ludwig Hoffman, Hans Reinmar, Erich Zimmennann, Josef Manovarda y otros. La señora Wagner me informó que había hablado con el Führer por teléfono.
En efecto, al día siguiente emprendería el vuelo para asistir a la representación del «Ocaso de los dioses» desde el Cuartel general, pero al fin de la representación emprendería inmediatamente el vuelo de regreso.
“Me ha preguntado si estaba usted aquí, señor Kubizek. Quiere hablar con usted durante el entreacto.”
El martes, 23 de julio de 1940, a las tres de la tarde, anunció un coro de instrumentos de viento el comienzo de la ópera con el motivo del Sigfrido. Me dirigí a ocupar mi butaca. Pocos instantes después Hitler ocupaba su puesto en su palco. Sonaron los primeros acordes graves, del despertar. Perdí la noción del tiempo y me entregué por completo a la magia de aquella obra maravillosa.
Durante el primer entreacto se acercó Wolfgang Wagner donde yo estaba y me comunicó que el Führer quería hablar conmigo. Nos dirigimos al salón, en el cual se encontraban unas veinte personas que charlaban animadamente formando pequeños grupos. No divisé inmediatamente a Hitler, puesto que no iba ya de paisano, sino con el uniforme gris. Poro su ayudante personal me había ya anunciado. Llevaba una guerrera sencilla y me tendió inmediatamente las dos manos. Su rostro tenía una expresión lozana y tostada por el sol. La alegría de volverme a ver parecía ser ahora más profunda, más íntima. Tal vez contribuyera a ello la gravedad de la situación que le llevaba también a él a meditar sobre los problemas más profundos de nuestra existencia. Para él, empero, que venía del frente no era yo en aquel momento sólo el testigo de su juventud, sino también el amigo que, prescindiendo por completo de los sucesos externos, le había acompañado un buen trecho en el camino de su vida.
Hitler me condujo a un rincón de la sala. Allí estábamos a solas, mientras los demás invitados continuaban algo alejados de nosotros sus charlas. Me cogió de la mano y me miró durante largo rato a los ojos.
“Esta representación es la única a la que asistiré este año—me dijo—. No puede ser de otra forma, es la guerra.” Y con un tono de disgusto añadió: «Esta guerra aplaza en muchos años nuestros trabajos de reconstrucción. Es una verdadera lástima. No soy Canciller del Gran Reich alemán para dirigir guerras.”
Me sorprendió que el Canciller hablara en estos tonos después de los grandes éxitos militares que había obtenido en Polonia y Francia. Tal vez contribuyen a ello el hecho de que mi presencia le recordaba lo rápido que pasa el tiempo.
“Esta guerra me roba mis mejores años. Usted ya sabe, Kubizek cuáles son mis proyectos y lo mucho que quiero hacer aún. Y todo esto lo quiero vivir yo mismo, ¿comprende? Usted sabe mejor que nadie cuántos son los planes que me dominan ya desde mi juventud. Sólo he podido realizar muy poco hasta la fecha. Increíblemente queda mucho por hacer todavía. ¿Quién podrá hacerlo? Y ahora esa guerra me roba mis mejores años. Es una verdadera lástima. El tiempo no se para, continúa. Nos hacemos viejos, Kubizek. ¿Cuántos años todavía?..., y será demasiado tarde para ver realizado todo aquello que tengo proyectado.»
Con aquel tono excitado, lleno de impaciencia, que conocía de nuestros años de juventud, comenzó a exponerme sus grandes proyectos para el futuro, la ampliación de las autopistas, los canales de navegación, la modernización de los ferrocarriles y muchos otros. Apenas podía seguirle. Tuve de nuevo la impresión como si quisiera justificarse ante mí, el testigo de sus planes juveniles. Aun cuando en mi posición era sólo un insignificante funcionario municipal, era, sin embargo, yo la única persona que le quedaba de su juventud. Tal vez le satisfacía íntimamente a él, que estaba acostumbrado a hablar ante los jefes militares y políticos, personalidades de alto rango todas ellas, exponer sus pensamientos y proyectos ante un simple ciudadano que no era miembro de su Partido.
Traté de desviar la conversación hacia los años que hablamos vivido en común. Cogió inmediatamente una de mis observaciones y dijo: “Estudiantes pobres, sí, eso era lo que éramos. Y tambien pasamos hambre, eso lo sabe Dios. Emprendíamos excursiones con sólo un pedazo de pan en el bolsillo. Pero ahora todo esto ha cambiado. El año pasado muchos de nuestros jóvenes emprendieron un crucero de placer hasta Madeira. Vea usted allí está sentado el Dr. Ley con su joven esposa, él ha creado esta organización.”
A continuación se refirió Hitler a sus planes culturales. La muchedumbre ante el teatro deseaba saludarle. Pero él estaba tan enfrascado en su charla que no se dejó interrumpir a sabiendas seguramente de que yo, lo mismo que antaño en la pequeña habitación de la vieja señora Zakreys, le escuchaba de todo corazón cuando hablaba de los problemas del arte.
“Todavía estoy ligado por la guerra. Pero espero que ya no por mucho tiempo y entonces podré volver a construir y crear. Entonces le volveré a llamar, Kubizek, y permanecerá usted siempre a mi lado.” Había terminado el entreacto. Agradecí al Reichkanzler sus muestras de amistad y le deseé suerte y éxito en el futuro.
Me dirigí hacia la puerta, me acompañó hasta la escalinata y me siguió con la mirada.
El «Ocaso de los dioses», una representación que me había con- movido muy profundamente había terminado. Me encaminé hacia la salida y observé que la calle estaba acordonada. Me detuve en la esquina de la Adolfo Hitler Strasse para ver una vez más al Canciller. Pocos minutos más tarde aparecía una columna de coches. Hitler se hallaba de pie en el suyo. Dos coches de su escolta corrían a ambos lados, muy cerca del acordonamiento.
Lo que ocurrió en los momentos siguientes jamás lo olvidaré. El director general de música Elmendorff y la señora Lange, así como su hija Susi, en compañía de una dama ya de edad, estaban cerca de mí y me felicitaban. Yo no sabía por qué motivo. Yo estaba cerca de los policías que acordonaban la calle y saludé. En aquel momento me reconoció el Reichskanzler y dio una señal al chófer. La columna de coches se detuvo y el coche en el que iba Hitler se acercó y me dijo cordialmente: “¡Hasta la vista!”
Y cuando el coche se puso nuevamente en marcha, Hitler se volvió hacia mí y me saludó nuevamente. Luego la columna continuó su marcha hacia el campo de aviación.
En torno mío se desató una tormenta. Todos querían saber quién era aquel individuo vestido de paisano a quien Hitler había hecho aquel alto honor en mitad de la calle. Hasta entonces siempre había visto al Relchskanzler a solas o en un circulo íntimo. Con ello había conservado nuestra amistad un carácter personal pero ahora se había convertido, por así decirlo, en una cuestión pública y comprendí entonces claramente lo que representaba para mi aquella amistad de juventud.
Todos querían estrecharme la mano. Mis amigos intentaron dar explicaciones a la muchedumbre. En vano. Nadie les escuchaba. Me empujaban de todos lados, todos querían verme de cerca. Dios mío, ¿por quién me tenían toda aquella gente? Tal vez por un diplomático extranjero que les traía la paz. En este caso hubiese aceptado gustosamente todas aquellas molestias. Finalmente pude respirar. “¡Señores. Hagan paso, si sólo soy su amigo de juventud!
Aquel 28 de julio del año 1940 vi por última vez a Adolfo Hitler. La guerra continuaba y adquiría cada vez mayor intensidad y amplitud. No veía su fin.
El servicio en la pequeña comunidad ocupaba todo mi tiempo. La guerra nos cargaba continuamente con nuevas responsabilidades, nuevos deberes y obligaciones. Apenas podía despachar todo el trabajo que se me presentaba. Y a esto se unían preocupaciones de índole personal. Mis hijos fueron incorporados a filas.
En el año 1942 ingresé en el Partido nacionalsocialista No por el hecho de que hubiera cambiado en mi modo de pensar político. Pero mis superiores eran del parecer que ahora que la lucha era a vida y muerte, todos habían de tomar parte. Claro está que me decidí por Adolfo Hitler, pero no por motivos políticos sino por razones mucho más amplias y profundas. o sea, como amigo de juventud. Hubiese sido fácil para mí rehuir aquel problema con la consabida fórmula: “consultaré a este respecto personalmente con el Führer”. Pero estábamos en guerra y no quería consideraciones personales hacia mí. “¿Acaso el Führer jamás le ha preguntado si era usted miembro o no del Partido?”, me preguntó mi alcalde. No, en absoluto. Yo era su amigo, esto era más que suficiente. Con creces había demostrado que me apreciaba como amigo y persona. Contesté al alcalde que Hitler jamás me había preguntado por mi pertenencia al Partido.
Las sombras de la guerra se cernían cada vez más profundas sobre nosotros. A las privaciones y preocupaciones generales se añadían
resentimientos y desengaños personales. Sobre todo, el caso del doctor Bloch me dio mucho qué pensar. Aquel anciano médico que siempre se había apiadado de los hombres vivía en Linz y me escribió por mediación del profesor Dr. Huemer, el antiguo maestro de escuela de Hitler, rogándome que intercediera cerca del Führer en su favor para que, en su calidad de judío, no fuera molestado, puesto que entre sus pacientes se había encontrado también la madre de Adolfo Hitler. La petición se me antojó justa y razonada. Con motivo del problema de los judíos había sostenido en Viena graves discusiones con mi amigo, puesto que en modo alguno compartía sus puntos de vista tan radicales. Recuerdo que en cierta ocasión cuando le presenté a un judío me lo reprochó amargamente. Pero en el caso del Hitler tenía que mostrar comprensión. No conocía personalmente al anciano médico, pero escribí inmediatamente a la Cancillería del Reich y adjunté la carta que me había enviado el doctor Bloch. Al cabo de unas semanas recibí una carta de respuesta de Martin Bormann en la que me prohibía terminantemente interceder en favor de terceras personas. Con respecto al caso Bloch, sólo podía avanzarrne que el caso sería tratado como todos los por el estilo. Era esta una orden expresa del Führer. No creo que el caso le fuera presentado a Hitler.
Y tampoco lograba tranquilizarme el hecho de que el doctor Bloch no fuera objeto de ataques ni molestias de ninguna clase. Comprendí que el camino hacia Hitler me estaba vedado si no me presentaba personalmente. Y esto, mientras durase la guerra, era un hecho imposible.
Llegó el final. Perdimos la guerra. Cuando aquellos terribles días del mes de abril de 1945 escuchaba por la radio la lucha por la Cancillería del Reich, que ponía fin a la conflagración mundial, recordé involuntariamente la escena final de “Rienzi”, cuando el tribuno desaparece entre las llamas del Capitolio.
“Er ist verflucht, er ist gebannt! Herbei Herbei! Auf, eiIt zu uns! Bringt Steine her zum Feuerbrand.”
Pero también en el tumulto del hundimiento recordé la voz de Rienzi:
“...verlässt mich auch das Volk
das ich zu diesem Namen erst erhob? Verlässt mich jeder Freund,
den mir das Glück erschuf?”
Mi respuesta a esta pregunta que me había dirigido a mí mismo no admitía discusión: De la misma forma que yo, como un hombre político, no podía identificarme con los acontecimientos políticos de aquella época, que en el año 1945 terminaban para siempre más, tampoco podía, ni obligado por ningún poder terrenal, negar mí amistad con Adolfo Hitler.
Mi primera y más urgente preocupación fueron los recuerdos que yo poseía. Había que salvarlos, pasase lo que pasase, para la posteridad.
Hacía ya años que había metido las cartas, tarjetas postales y dibujos en hojas de celofán. Metí todos aquellos documentos en una cartera de piel y la escondí en mi casa en Eferding. Al día siguiente fui detenido y conducido al campo de concentración de Glasenbach. Claro está que durante mi ausencia buscaron aquellos documentos, pero los había escondido a conciencia.
Fui interrogado repetidas veces, primero en Eferding y luego en Gmunden. Pero todos estos interrogatorios se parecían el uno al otro como un huevo al otro.
—¿Era usted amigo de Adolfo Hitler?
—¡Sí!
—¿Desde cuando?
—Desde el año 1904.
—¿Qué trata de insinuar? Por aquel entonces era desconocido.
—A pesar de ello era yo su amigo.
—¿Pero cómo puede usted haber sido su amigo si él no era nadie? Un oficial yanqui del servicio de información me preguntó:
—De modo que era usted amigo de Adolfo Hitler. ¿Qué recibió de él por esta amistad?
—Nada.
—Pero usted mismo afirma que fue su amigo. ¿Le dio dinero?
—No.
—¿O víveres?
—Tampoco.
—¿Un automóvil? ¿Una casa?
—Tampoco.
—Le proporcionó el conocimiento de hermosas mujeres?
—No.
—¿Se entrevistaron ustedes posteriormente?
—¡Sí!
—¿Cuántas veces?
—Con frecuencia.
—¿A qué se debían estas entrevistas?
—Sencillamente, iba a visitarle.
—¿Y le permitían acercarse a él?
—¡Sí!
—¿A solas?
—A solas.
—¿Sin vigilancia?
—Sin vigilancia.
—En este caso usted le hubiese podido asesinar.
—Desde luego, así es.
—¿Por qué no le asesinó?
—Porque era mi amigo.
Con el tiempo me fui acostumbrando a este círculo cerrado de preguntas estúpidas y desistí de hacerles comprender a los demás lo que en alemán se entiende por amistad.
Pero no quiero ser injusto. Aquellos meses que pasé entre alambradas me dieron ocasión para conocer a personalidades muy valiosas y sumamente interesantes, aun cuando ésta no fuera la intención de aquellos que nos habían metido a todos nosotros allá dentro. También conocí a oficiales norteamericanos muy comprensivos y a otros que por un auténtico souvenir de Hitler, hubiesen sido capaces de ponerme inmediatamente libertad, una situación realmente paradójica que al principio me sorprendió en gran manera, pero a la que luego me fui acostumbrando.
Puesto que cuando fui detenido había cumplido ya los cincuenta y siete años, o sea, que me encontraba en una edad en la que ya no suelen hacerse muchos cambios en el concepto de la vida y para los cuales, después de un detenido estudio de mí mismo, no encontraba motivo alguno, me quedaba mucho tiempo para meditar con toda tranquilidad sobre mi destino.
Cuando en aquella atmósfera tan cargada del campo de concentración escuchaba los apasionados comentarios en favor y en contra de Hitler, surgió paulatinamente en mí el convencimiento de que cuanto más pronto nuestro pueblo haya superado esta época, tanto mejor comprenderá la personalidad política de Hitler. Y a esto podía contribuir yo mismo con hechos que sólo yo conocía. Fue entonces cuando nació en mí la decisión de escribir los recuerdos de juventud de Adolfo Hitler.
Claro está que en el campamento no cogí ningún lápiz ni ninguna pluma. Nadie me había dado tampoco este encargo. No quería escribir el libro para aquellos que nos tenían presos, ¡Dios me libre de esto! Quería proceder de un modo independiente y tampoco hubiese aceptado ninguna clase de consejo o instrucciones por parte de nuestros antiguos enemigos.
El 8 de Abril de 1947 me pusieron en libertad. Cuando vi cómo habían cambiado tantas personas en su actitud y en su modo de ser, vacilé nuevamente. Esperé.
Mientras tanto han pasado ya seis años. Desde el punto de vista histórico este período no es nada; considerado desde el punto de vista humano, sin embargo, se trata de un lapso que ha servido para fortalecer muchos hechos de tal forma que el libro relata los años de juventud que pasé al lado de Adolfo Hitler y que no ha sido escrito para hablar en su favor, pero tampoco para condenarle; se trata de un trabajo que no ha sido incluido ni encargado por nadie y destinado a servir única y exclusivamente a la verdad y con ello a un juicio objetivo y justo de la personalidad de Adolfo Hitler.
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